Artículo publicado en Rojo y Negro nº 392, septiembre 2024

El título del artículo puede resultar rimbombante, pero en absoluto peco de exagerado. A diario llegan informes que hablan de nuestro estado de salud y su posible etiología; todos a cuál más catastróficos.

Los artículos publicados recientemente señalan lo dañina que es la gentrificación, la precariedad laboral, la crisis climática, los problemas de vivienda, el aumento de los suicidios, la soledad y el abandono en el que viven las personas mayores y así un sinfín de relatos estremecedores a los que, por tan repetidos, nos llegamos a acostumbrar con fatalismo. Son cifras y más cifras sobre la calidad de vida que perdemos, que miramos con escepticismo y hasta con una distante incredulidad.
Concretamente, quiero referirme en este artículo a dos informes que he recibido recientemente para luego reflexionar sobre la idea de “no esperar a que nuestros problemas se solucionen a través de dioses ni de instituciones” porque sólo la autorresponsabilidad y la voluntad organizada puede sanarnos de nuestros males; la pelota está en nuestro tejado y somos nosotras las que tenemos que jugar la partida cueste lo que cueste.

La soledad
Vayamos por partes. Un dato para la desesperación: “En España, el 13,5% de la población sufre soledad crónica”. Pero, en contra de lo que se podría esperar, “la soledad no deseada está extendida entre la juventud, con una prevalencia 14 puntos porcentuales superior a la media”. Obviamente, esto nos lleva a constatar que la salud mental de estas personas está afectada en mayor o menor medida. El estudio lo ha realizado la Fundación ONCE (Informe Barómetro de la Soledad no deseada en España 2024). Revisemos otras cifras: “La soledad no deseada es más frecuente entre las mujeres que entre los hombres: 21,8% contra 18,0%”, “la calidad de las relaciones familiares y sociales y el grado de satisfacción con la cantidad de estas son factores clave para la soledad”, “hay una relación inversa entre soledad y nivel educativo”, “la soledad está relacionada con la capacidad económica, a menor capacidad mayor soledad no deseada”, “la salud mental está relacionada con la soledad no deseada. La mitad de las personas con problemas de salud mental sufren soledad no deseada”, “el 43% de las personas que sufren soledad han tenido pensamientos suicidas o autolesivos”, “las personas con discapacidad, personas migrantes y personas LGTBI+ —el informe reseña así al colectivo LGTBIAQ+— presentan mayor prevalencia de soledad no deseada”.

Precariedad laboral
La precariedad laboral es un fenómeno estructural que se extiende por gran variedad de puestos de trabajo y que afecta a nuestra salud mental: España es uno de los países de la Unión Europea con mayor tasa de población ocupada en riesgo de pobreza y exclusión social. Según el informe PRESME (Precariedad laboral y salud mental) “más de la mitad (50,8%) del mercado laboral en España (23,4 millones de personas, incluyendo las desempleadas) está en situación de precariedad”.

El Sistema nos enferma
En artículos anteriores publicados en esta sección del Rojo y Negro ya hemos expuesto que hay un problema de base que es el propio sistema capitalista, hemos destacado cómo existe una correlación entre los fenómenos sociales que nos afectan en nuestra vida cotidiana y nuestra salud, tanto física como psicológica. Las alternativas hasta ahora han sido enmarcadas dentro de un contexto clínico asistencial.
Ante este aserto —que puede parecer evidente, es decir, que nuestro modo de vida nos hace infelices, insatisfechas, ansiosas, depresivas, y nos convierte en suicidas potenciales— tenemos necesariamente que ofrecer como alternativa sana la “utopía”. La revolución es saludable, ser revolucionario es saludable, luchar contra el capitalismo es saludable, organizarnos en sindicatos anarcosindicalistas es más que saludable, imaginar un mundo nuevo sin clases, sin propiedad privada, sin Estado (comunismo libertario) en el que se extienda la fraternidad universal y el apoyo mutuo es más que saludable.
Nuestro cerebro construye simbólicamente el mundo real en base a los sistemas de creencias que nos “secuestran” desde pequeñas. La familia, el colegio, el grupo de amistades, el mercado laboral, la Iglesia, el Estado, los medios de comunicación, las redes sociales… nos enseñan a obedecer, a someternos, a asumir sin crítica las relaciones de dominación, a callar, a no contestar a la injusticia. Estas enseñanzas modulan nuestro sentir y nuestras conductas. A corto plazo obedecer es cómodo y cuando comprobamos que no nos conduce al bienestar precisamente nos declaramos en crisis y entramos en una espiral de fatalidad y pesimismo, de desesperanza.

La cura: Creer en otro sistema
Es evidente que romper este círculo vicioso que se origina en la obediencia y expectativas frustradas que acaban en fatalismo no sólo se puede afrontar con pastillas y una “terapia” mágica que va a poner punto y final a nuestro malestar. El elemento más importante sobre el que actuar será nuestra propia individualidad, nuestra identidad personal como ser pensante, activo y crítico.
Si nuestro plan de vida, inspirado por el sistema capitalista, generación tras generación, ha demostrado ser insatisfactorio y demoledor ¿no deberíamos modificarlo por otro novedoso que nos inspirara ilusión? Sí, esperanza, alegría de vivir y de soñar con una sociedad nueva.
Ese nuevo plan ya se construyó siglos atrás. De este modo, nuestra conciencia individual debería primero nutrirse de memoria de esos hechos que forman parte de la historia colectiva de nuestras sociedades, eventos que fueron forjados por otras generaciones que se sublevaron contra la opresión y señalaron el camino; que pugnaron por hacer una revolución. Las décadas han pasado y las personas que somos hoy poseemos esa historia como patrimonio propio y, si queremos sanar nuestras vidas en base a ese conocimiento, debemos aprender de él y convertirlo en nuestra enseña, eso sí, adaptada a los usos de hoy.
El mejor antidepresivo es revolucionar la vida cotidiana. La rebelión es fuente de alegría, la lucha el camino hacia nuestra liberación mental y material.

Ángel E. Lejarriaga


Fuente: Rojo y Negro