Artículo de opinión de Rafael Cid

Responder al terrorismo del Estado Islámico con una suerte de terrorismo de Estado de baja intensidad, combinando severas medidas coactivas y de exclusión, significa hacer el juego a las prácticas fascistas de los asesinos y dejar la calle a merced de las bandas xenófobas, como está sucediendo en Bruselas. Una comunidad fósil a la que la tragedia ha mostrado abducida por el entramado de instituciones supraestatales que alberga, y sin reflejos para imponerse a los dictados de los que trafican con la convivencia en clave amigo-enemigo.

Responder al terrorismo del Estado Islámico con una suerte de terrorismo de Estado de baja intensidad, combinando severas medidas coactivas y de exclusión, significa hacer el juego a las prácticas fascistas de los asesinos y dejar la calle a merced de las bandas xenófobas, como está sucediendo en Bruselas. Una comunidad fósil a la que la tragedia ha mostrado abducida por el entramado de instituciones supraestatales que alberga, y sin reflejos para imponerse a los dictados de los que trafican con la convivencia en clave amigo-enemigo. Nada que ver con las multitudinarias, plurales y decididas manifestaciones habidas el 11-M en España, donde el pueblo automovilizado dio un ejemplo de dignidad democrática y valor cívico frente  a la farsa paternalista urdida desde el poder.

La masacre perpetrada en el corazón de Bélgica por un comando del ISIS, según propia reivindicación, ha concitado la repulsa generalizada de Occidente, y como resultado, anticipándose a los deseos de una traumatizada ciudadanía, los gobiernos afectados verán reforzadas sus ya amplias competencias policiales. Más control, más vigilancia, más leyes represivas, más insolidaridad, todo para compensar la sensación de inseguridad despertada por los crímenes masivos. En consecuencia, la respuesta ante el fascismo terrorista exógeno consistirá en elevar un grado la dosis de despotismo endógeno.

Una victoria en toda línea para los aguerridos fanáticos de uno y otro lado del “cuanto peor, mejor”. De una parte, los salafistas transmiten a sus seguidores el mensaje de venganza cumplida, aterrorizando a poblaciones cuyas autoridades llevan décadas interviniendo militarmente en el mundo árabe, a menudo por razones inconfesables. Y en el extremo opuesto, esos mismos gobernantes consiguen más poder de decisión sobre la sociedad a la que dicen servir. De esta forma, con medidas autoritarias difícilmente asumibles en circunstancias normales, la clase dirigente se apunta un éxito político al robar el relato islamófobo a los emergentes partidos ultranacionalista que han capitalizado la protesta de la gente golpeada por la crisis.

Afortunadamente en nuestro entorno la lógica de la ley del talión ha contado con la oportuna réplica de algunos alcaldes del cambio, como los de Zaragoza y Valencia, denunciando sin paliativos “los brutales atentados” ocurridos en Bruselas al tiempo  que advertían sobre el efecto bumerán de la violencia que desde aquí exportamos por “razones de Estado”.  Lástima que esa valerosa coherencia a título personal cohabite en ocasiones con flagrantes incongruencias cuando se llega al nivel de las organizaciones. Caso del partido Podemos, que ha fichado para ministro de  Defensa precisamente al Jefe del Estado Mayor de Ejército que coordinó los ataques aéreos de los aliados contra la Libia de Gadafi, hoy vivero de yihadistas.

Sometida al fuego cruzado de la mentalidad militarista compartida por terroristas y contraterroristas, la sociedad civil aparece como la primera víctima de esa conflagración. Porque lejos de combatir el gen fascista de la acometida terrorista con el antídoto de más y mejor democracia, nuestros gobernantes se repliegan hacia posiciones involucionistas con la excusa de garantizar nuestra seguridad. Esa es una de las razones de que cada vez seamos más conservadores, desconfiados e intolerantes. Hasta el punto de poder clamar contra el integrismo islamista a la vez que celebramos manifestaciones religiosas en Semana Santa a lo Ku Klus Klan en versión cristiana. Porque, qué decir del regidor izquierdista de Cádiz, capaz de renunciar a encabezar la procesión de la Hermandad del Nazarero en nombre de la corporación municipal y sin embargo asistir como fervoroso simple penitente. Un conflicto para el clásico debate entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad.

Similar mal de atura padecen los gobiernos de izquierda de la Unión Europea que, como el griego de Syriza y el portugués del Bloc, se han plegado a los vergonzosos acuerdos para deportar a los migrantes que lleguen a territorio Schengen. Teniendo en cuenta que este tipo de compromisos adquiridos en las cumbres de la UE tienen que adoptarse por unanimidad, habría que preguntarse por las ventajas nacionales que obtuvieron esos ejecutivos para permitir la bárbara expulsión de los refugiados hacia la Turquía del autócrata  Erdogan.

Aprendamos de la historia. La democracia nació a la política en Atenas con un discurso fúnebre, cuando ante la derrota en la Guerra del Peloponeso Pericles eligió fundar un nuevo tipo de sociedad basado en la democracia en vez de reformularla a la defensiva como Estado bunker. <<Tenemos por norma respetar la libertad, tanto en los asuntos públicos como en las rivalidades diarias de unos con otros, sin enojarnos con nuestro vecino cuando él actúa espontáneamente, ni exteriorizar nuestra molestia, pues ésta, aunque innocua, es ingrata de presenciar>>, narró su cronista Tucídides. Por el contrario, nosotros preferimos responder al incendio terrorista con la gasolina de la violencia institucional, en una cadena de estragos y destrucción indiscriminada que nos hace más dependientes de los poderosos.

Cada efecto tiene su causa. Las dos grandes experiencias democratizadoras del islamismo político fueron abortadas por potencias occidentales que demostraron estar empeñadas en  preservar su carácter más reaccionario y atávico. Primero fue en Argelia, donde la victoria del Frente Islámico de Salvación (FIS), en las municipales de 1990 y luego en la primera vuelta de las generales de 1991, fue abortada por el ejército ilegalizando a la fuerza triunfadora. El mismo procedimiento sería usado en 2013 en Egipto al ganar las primeras elecciones democráticas de su historia los Hermanos Musulmanes tras el estallido de la primavera árabe. En ambas ocasiones, distantes más de veinte años, la colaboración de los “países democráticos” en las purgas anti-islamistas fue plena, apoyando y armando a los militares golpistas. De ahí, que sea lícito preguntarse por nuestra responsabilidad en el fomento y expansión del integrismo islamista surgido de aquellas cenizas.

No basta con lamentar los asesinatos que se cometen invocando deshonestamente el nombre del Islam, si por otro lado los ciudadanos europeos asistimos pasivos a las incursiones homicidas que nuestros gobiernos realizan a miles de kilómetros para preservar el statu quo geoestratégico. Tampoco basta con depositar la papeleta en una urna y luego llamarse a andana ante esas cruentas “injerencias humanitarias”. No hay gobierno capaz de ignorar la voz del pueblo si este se hace oír. Una auténtica democracia exige que la ciudadanía impida que sus dirigentes se tomen la justicia por su mano. Si la gente sigue encomendándose a lo que sus políticos quieran, el futuro del continente ahondará el camino ya iniciado de recorte de derechos y libertades para propios y extraños.

Es preciso una rebelión cívica global para impedir que Europa se convierta en un Estado de excepción permanente controlado por un club de usurpadores de la voluntad general. Aún estamos a tiempo de preservar el auténtico “milagro español”, el único que no sale en las procesiones: el hecho excepcional y meritorio de que, sufriendo el segundo mayor índice de paro de Europa y estando a tiro de piedra de la costa africana, no haya ni un partido de ultra de ámbito institucional.

 


Fuente: Rafael Cid