Por Bruno Lima Rocha y Rafael Cavalcanti
En el Brasil tenemos algunos tabúes en nuestra historia reciente. Uno de ellos se hace evidente en la polémica creada por el alto mando de las Fuerzas Armadas al contraponerse a la creación de la Comisión Nacional de la Verdad, que tiene por objetivo esclarecer la responsabilidades de los crímenes cometidos durante el régimen militar (1964-85), inclusive las violaciones de derechos humanos.
La comisión fue propuesta en la
tercera versión del Plan Nacional de Derechos Humanos -aún en el
Gobierno Lula- en diciembre de 2009. En nuestra opinión, el cuidado
en rescatar la memoria de las víctimas de la dictadura es necesario,
pero ya surge con retrasos y límites, principalmente porque faltan
elementos en el texto propuesto por el gobierno (primero de Lula y
La comisión fue propuesta en la
tercera versión del Plan Nacional de Derechos Humanos -aún en el
Gobierno Lula- en diciembre de 2009. En nuestra opinión, el cuidado
en rescatar la memoria de las víctimas de la dictadura es necesario,
pero ya surge con retrasos y límites, principalmente porque faltan
elementos en el texto propuesto por el gobierno (primero de Lula y
ahora con Dilma) que traten del castigo a los verdugos.
El
tema es tabú por motivos políticos, una vez que la transición fue
el resultado de una “apertura lenta, gradual y restricta”,
conforme afirmó el general Ernesto Geisel, cuando asumió la
Presidencia de la República. La “transición” brasileña se
inicia en 1975, cuando los últimos opositores al régimen son
asesinados en São Paulo y recién concluye en 1985, cuando un
Colegio Electoral elige (por vía indirecta), al ex-gobernador del
estado de Minas Generales, Tancredo Nieves (vieja “raposa”
– astuta e ingeniosa- de la política) como presidente, siendo
su vicepresidente justamente el ex-presidente del partido de apoyo a
la dictadura. Respectivamente, este partido fue ARENA (Alianza
Renovadora Nacional, tristemente igual al partido homónimo en El
Salvador) después llamado PDS y el político disidente del régimen
es el hoy senador y base de apoyo del actual gobierno de
centro-izquierda, el político profesional José Sarney.
Volviendo
a la crítica de la transición, en defensa de ese juego pacificado y
exigiendo que no se abran los cadáveres políticos brasileños, en
los últimos años surgieron neologismos políticos. El más famoso
de ellos fue la expresión “dictablanda” –dictadura blanda-
adoptado por el periódico de mayor circulación nacional, la Folha
de São Paulo (www.folha.com.br),
asumidamente defensor del golpe de 1° de abril de 1964. En esa
ocasión, el periódico cuestionó en su texto editorial el grado de
violencia del régimen brasileño, al compararlo a otras dictaduras
suramericanas. Sólo para constancia, ese neologismo es como mínimo
absurdo, una vez que en el Brasil se batió el triste récord de
mayor número de torturados de las dictaduras latino-americanas
(pasan de 40 mil).
En
la cruzada contra la memoria histórica, surgió también la idea
banal de la “necesidad de castigar los crímenes de los dos lados
que cometieron excesos”. Esta noción refleja la odiosa “teoría
de los dos demonios”. Originalmente formulada por intelectuales
argentinos favorables al golpe encabezado por el ex-militar Jorge
Rafael Videla, la teoría anunciaba que el estado de guerra interna
promovido aún en el gobierno de Isabelita Perón (María Isabel
Martínez, primera mujer presidente de la Argentina, acabó
“auto-depuesta” por los militares en 1976) era una medida
necesaria para la reacción frente al hecho de que las mayores
fuerzas políticas no pacten una convivencia pacífica con un régimen
sin distribución de riquezas. En los años ‘80, la teoría corrió
por América Latina, sirviendo de legitimación para las soluciones
negociadas, inspiradas en la transición española post-Franco, donde
también nadie fue castigado.
Al
leer el documento de siete puntos divulgado por el periódico El
Globo (www.oglobo.com;
mayor organización empresarial de medios corporativos brasileña) y
escrito por el Alto Comando del Ejército (por oficiales generales en
actividad), con adhesión de las fuerzas aérea y naval, notamos la
misma referencia, que busca evitar una revancha contra los militares
después de casi 30 años del fin de la dictadura. Los oficiales
generales resaltan la comprensión del proceso de transición en el
Brasil, en el cual las fuerzas políticas fueron llamadas a
participar, una vez derrotada la lucha armada.
En
esta época, esto tenía el sentido de reforzar un ala de las Fuerzas
Armadas contra la “tigres de los sótanos”, también llamada
“línea dura”. El discurso de legitimación del pacto de
transición era simple. Había una ala “moderada” de militares,
que ganó el apodo de Sorbonne, en función de la virtud intelectual
de sus miembros (como Ernesto Geisel y Golbery del Couto y Silva) y
estos abrían “vasos comunicantes” junto a los empresarios
descontentos con el régimen y sus medios de confianza. Esta ala
amplíó su campo de alianzas, llevando a un pacto nacional de tipo
burgués modernizante, donde entraron entidades típicas de la
democracia en el Estado de Derecho, tales como la Asociación
Brasileña de Prensa (ABI, colegio de prensa) y la poderosa Orden de
los Abogados del Brasil (OAB, colegio de abogados). Del otro
lado, estarían los militares que aún creían en la propuesta de
Brasil Potencia, Brasil Gigante y con pretensiones de una
auto-determinación conservadora delante de los EUA. Estos mismos
oficiales eran entusiastas de la guerra interna y de la salvajada
como forma de castigar a los disidentes. Ganaron el apodo de “los
tigres” y habitaban los “sótanos del régimen”.
El
Brasil firmó la Ley de Amnistía Amplia, General e Irrestricta en
1979 y, en ese texto (ilegal porque los crímenes de lesa humanidad
no prescriben), consta el perdón para quien mató inocentes, torturó
prisioneros, ejecutó, violó, robó bienes personales y cometió
actos de desaparición forzada. La Comisión de la Verdad es una
medida ponderada, muy inspirada en el proceso post-apertheid
Sudafricano, donde basta el reconocimiento del error para que haya
perdón colectivo. Hoy, los altos mandos de las Fuerzas Armadas
-incluyendo el ministro de la Defensa- hablan que esta tímida medida
puede reabrir heridas, afectando la “paz nacional”, una vez que
-según los militares- este tipo de comisión acaba teniendo una
visión tuerta y maniqueísta de la realidad.
Ya
hace un buen tiempo estamos escribiendo acerca de la necesidad de
Brasil de rever la Ley de Amnistía, responsable de conceder el
perdón a exiliados políticos y asesinos del Estado en 1979, como si
ambos tuvieran la misma culpa. El Brasil no puede pasar una goma por
encima de crímenes de lesa humanidad como la desaparición forzada,
la tortura sistemática y científica, la pena de muerte de los
disidentes y la apropiación personal de bienes y propiedades de
militantes capturados. Son centenares de militantes de izquierda
muertos y desaparecidos, como muestra el trabajo del Grupo Tortura
Nunca Más, fundado el año de la apertura democrática por ex-presos
políticos y víctimas de la violencia de la dictadura.
Recientemente, el Supremo Tribunal Federal, instancia máxima del
Poder Judicial, se negó a revisar la Ley, imposibilitando cualquier
tipo de punición a los agentes del Estado. La OAB sigue manteniendo
la iniciativa de revisar esta Ley, que consideramos como mínimo
vergonzosa.
Entendemos
que este es un tema recurrente y poco o apenas abordado en el país,
en especial si comparamos con los vecinos Uruguay y Argentina. Es el
colmo del absurdo, pero aún en Chile, -donde la herencia de la
dictadura del general Augusto Pinochet está muy presente- castigaron
a más operadores de esos crímenes que aquí. Hasta porque Brasil
nunca identificó ni responsabilizó a sus torturadores. Cubrir la
laguna de la falta de punición hasta el momento, implica revelar
todo lo que falta para así superar la versión brasileña de la
teoría de los dos demonios.
Es
preciso reabrir las heridas, castigar los crímenes de la dictadura y
preparar a los sectores populares para nunca más permitir nada
parecido.
Por Bruno
Lima Rocha
y Rafael
Cavalcanti
Fuente: Barómetro Internacional