Por Jordi Pigem.-
Una buena crisis nos conducirá a una cultura transmoderna, en la que una economía reintegrada en los ciclos naturales esté al servicio de las personas y de la sociedad, en la que la existencia gire en torno al crear y celebrar en vez del competir y consumir, y en la que la conciencia humana no se vea como un epifenómeno de un mundo inerte, sino como un atributo esencial de una realidad viva e inteligente en la que participamos a fondo
La solución a la crisis económica no puede ser sólo económica. La situación actual responde a un complejo entramado que nos remite, en el fondo, a una crisis de percepción. Y no podemos seguir obviando su dimensión ecológica y psicológica.
La solución a la crisis económica no puede ser sólo económica. La situación actual responde a un complejo entramado que nos remite, en el fondo, a una crisis de percepción. Y no podemos seguir obviando su dimensión ecológica y psicológica.
Imaginemos que en el año internacional de la Astronomía se produjera en pleno día un eclipse de sol que nadie hubiera previsto. No bastaría con dar un tirón de orejas a los profesionales de la astronomía. Sería evidente que la teoría astronómica requiere un cambio de paradigma, como el que en su día introdujeron Copérnico, Kepler y Galileo en la cosmología medieval. En vez de remendar la vieja teoría astronómica con más epiciclos, deferentes y excéntricas, habría que transformarla por completo.
En 1989 se dijo que todos los politólogos tendrían que dimitir por no haber previsto ninguno la inminente caída del muro de Berlín. También se ha dicho ahora que los grandes profesionales de la economía deberían dimitir por no haber previsto la magnitud de la crisis global en la que hemos entrado. Aparte de Nouriel Roubini (tachado de excéntrico y apocalíptico) ningún economista convencional la vio venir a tiempo. Lo reconoce incluso Paul Krugman, el reciente Nobel de Economía. No menos grave que la crisis del sistema económico es el colapso de las teorías económicas convencionales, que se han visto completamente desbordadas por la realidad. Las caras largas del último encuentro de Davos no sólo tienen que ver con el deterioro de la economía. Tienen mucho que ver con el hecho de que los mapas que usábamos ya no sirven. Los dioses que adorábamos resultaron ser falsos. Aunque nos empeñemos, por inercia, en seguir dando crédito a los mismos métodos y a los mismos expertos.
Un periodista del Corriere della Sera, Federico Fubini, hizo este año en Davos una encuesta a directores de bancos centrales y otras figuras clave del sistema financiero global. Les preguntó si creen que han hecho algo a lo largo de su vida “que pueda haber contribuido, aunque sea mínimamente, a la crisis financiera”. No, respondió sin titubeos el 63,5 por ciento. David Rubinstein, cofundador y director ejecutivo del Carlyle Group. comentó irónicamente: “Creí que el cien por cien diría que no tiene nada que ver”. Al fin y al cabo, es habitual que quienes se aferran a un paradigma obsoleto no se den cuenta de su propia responsabilidad o de lo que hay ante sus ojos. Tampoco los teólogos de hace cuatro siglos veían nada cuando miraban a través del telescopio de Galileo.
Hay una burbuja mucho más antigua y mucho mayor que la burbuja bursátil y la burbuja inmobiliaria. Es la burbuja epistemológica: La burbuja en la que flota la visión economicista del mundo, la creencia en la economía como un sistema puramente cuantificable, abstracto y autosuficiente, independiente tanto de la biosfera que la alberga como de las inquietudes humanas que la nutren. En este sentido, la crisis del sistema económico tiene su origen en una crisis de percepción. La economía ecológica de Joan Martínez Alier y la psiconomía de Àlex Rovira son lentes correctoras de ambos tipos de miopía. La solución a la crisis económica no puede ser sólo económica.
Hoy se habla de volver a Keynes. Pero hace setenta años Keynes ya criticaba que todo se reduzca a valores económicos: “Destrozamos la belleza de los campos porque los esplendores no explotados de la naturaleza no tienen valor económico. Seríamos capaces de apagar el sol y las estrellas porque no nos dan dividendos”. En sus últimos años Keynes señaló a un joven economista alemán como el más indicado para continuar su legado. Se trataba de E.F. Schumacher, que en los años setenta publicaría un libro de referencia de la economía ecológica. Lo pequeño es hermoso, en el que criticaba la obsesión moderna por el gigantismo y la aceleración y proponía algo insólito: “Una economía como si la gente tuviera importancia”. Schumacher sabía que las teorías económicas se basan en una determinada visión del mundo y de la naturaleza humana. Y todavía hoy, en el siglo XXI, pese a la física cuántica y la psicología transpersonal, la economía imperante se basa en una ontología decimonónica: ve el mundo como una suma aleatoria de objetos inertes y cuantificables, es reduccionista y fragmentadora y tiende a oponer a los seres humanos entre sí y contra la naturaleza. Schumacher ya diagnosticó en 1973 que “la economía moderna se mueve por una locura de ambición insaciable y se recrea en una orgía de envidia, y ello da lugar precisamente a su éxito expansionista”. Y añadió que hoy la humanidad “es demasiado inteligente para ser capaz de sobrevivir sin sabiduría”.
No pocos bioeconomistas y economistas ecológicos, conscientes de que el crecimiento económico se había convertido en una carrera contra la geología, contra la biosfera y contra el sentido común, veían venir esta crisis desde que se aceleró la globalización. Otros parecen haberla intuido mucho antes. El economista suizo Hans Christoph Biswanger analizó en Dinero y magia la segunda parte del Fausto de Goethe como una crítica premonitoria de la fáustica economía moderna. El dinero (nuestro símbolo favorito de inmortalidad) se vuelve adictivo y el individuo entrega su alma por él. En el cuarto acto Fausto define así su deseo más profundo: “¡Obtendré posesiones y riquezas!” (y anticipando nuestra sociedad hiperactiva añade: “La acción lo es todo”). La alquimia ha sido sustituida por la especulación financiera: se trata e crear oro artificial que a partir de la nada pueda multiplicarse sin límites.
Goethe aparte, hoy sabemos que nuestro rumbo no es sostenible a escala económica, energética, ecológica o psicológica. Mientras la economía crecía creíamos poder ignorar el incremento de las desigualdades y el deterioro ecológico, o soñar que serían resueltos por la bonanza económica. Ahora ya no. La burbuja epistemológica empieza a desvanecerse: el mundo real existe y llama con fuerza a nuestras puertas, por ejemplo en forma de imprevisibles cambios climáticos y de escasez de materias primas. Las crisis interrelacionadas del mundo de hoy nos sitúan, a escala planetaria y a escala personal, ante un rito de paso sin precedentes. Nuestra sociedad tiene mucho de rebelión e hiperactividad adolescentes: rebelión contra la biosfera que nos sustenta y contra un cosmos en el que nos sentimos como extraños, hiperactividad en el consumismo y en la aceleración que nos lleva a posponer la plenitud a un futuro que nunca llega. La crisis como rito de paso nos desafía a alcanzar una madurez sostenible y serena que redescubra el regalo de la existencia en el aquí y ahora.
Realidad, ilusión
Hace ahora cuatro siglos, en el año 9 del siglo XVII, Kepler publicó su Astronomia nova y Galileo empezó a explorar los cielos con su telescopio. Ambos sentaron las bases de una astronomía que sabe predecir con precisión los movimientos planetarios. Pero el método se llevó a un extremo, identificando el mundo con un libro escrito en lenguaje matemático y reduciendo la realidad a lo que es cuantificable. De modo que los colores, olores, sabores, toda apreciación de sentido o belleza y todo lo que constituye nuestra experiencia inmediata del mundo serían sólo ilusiones. La geometrización del mundo nos ha brindado un enorme poder, sin duda. Pero hemos acabado reduciéndolo todo a códigos de barras, cifras, estadísticas y redes de abstracciones. Como las que rigen la economía, cada vez más ajenas a la experiencia concreta de tierras y gentes. Ajenas, incluso, a sus propias crisis.
La palabra crisis viene del griego krinein (decidir, distinguir, escoger), raíz también de crítica y criterio. Durante las crisis resulta decisivo saber usar nuestro mejor criterio. Uno de los significados de krisis en griego era el momento decisivo en el curso de una enfermedad, cuando la situación súbitamente mejora o empeora. Este sentido médico es el sentido principal que crisis tuvo en latín y en la mayoría de lenguas europeas hasta el siglo XVII, y sigue siendo el primero que da el Diccionario de la Real Academia (hay que esperar al siglo XVIII para que surja en francés el sentido político de crisis, aplicando metafóricamente al cuerpo social lo que era propio del cuerpo humano). Durante siglos se ha hablado con toda naturalidad de la buena crisis que conduce a la curación del enfermo. Joan Coromines recoge algún ejemplo del siglo XVII: “Lo malalt ha tingut una bòna crisa”. En este sentido, una crisis es una oportunidad. O una especie de viaje por los espacios que analiza la teoría del caos, en los que una pequeña fluctuación puede dar lugar a desarrollos sorprendentes y duraderos. Lo único que está claro en un momento de crisis es que las cosas no seguirán igual.
Los años venideros están llamados a ser un rito de paso para la humanidad y la Tierra, un tiempo crucial en el largo caminar de la evolución humana. Podemos imaginar que participaremos en transformaciones radicales y muy diversas, en amaneceres sorprendentes y crepúsculos intensos, y que el colapso e las estructuras materiales e ideológicas con las que habíamos intentado dominar el mundo abrirá espacios para la aparición de nuevas formas de plenitud.
En este rito de paso del final de la modernidad una mala crisis nos conduciría a extender la sed de control, la colonización de la naturaleza y de los demás y nuestro propio desarraigo. Una buena crisis, en cambio, nos conducirá a una cultura transmoderna, en la que una economía reintegrada en los ciclos naturales esté al servicio de las personas y de la sociedad, en la que la existencia gire en torno al crear y celebrar en vez del competir y consumir, y en la que la conciencia humana no se vea como un epifenómeno de un mundo inerte, sino como un atributo esencial de una realidad viva e inteligente en la que participamos a fondo. Si en nuestro rito de paso conseguimos avanzar hacia una sociedad más sana, sabia y ecológica y hacia un mundo más lleno de sentido, habremos vivido una buena crisis.
Buena crisis y buena suerte.
Jordi Pigem
Fuente: Jordi Pigem