Entrevista publicada en Rojo y Negro nº 377, abril 2023
ALBA FERNÁNDEZ SANTOS, SINDICATO DE ENSEÑANZA GRANADA
Me gustaría presentarme con el mismo formato que utiliza Mercedes Sánchez Sáinz en su libro “Pedagogías Queer”: soy Alba, mis pronombres son ella/elle, soy de Huelva, tengo acento andalú, soy blanca, paya, bisexual, tengo 26 años, y actualmente trabajo como maestra de inglés en un colegio público de la sierra de Jaén. Me parece importante resaltar estos aspectos que configuran parte de mi identidad, ya que ponen en relieve los privilegios y las opresiones de las que parto. Soy también una contradicción constante, un debate entre el querer estar fuera, pero estar dentro del sistema, el trabajar para la escuela pública, regida por las lógicas del sistema escolar tradicional pero “accesible” económicamente a todo el mundo, o trabajar para un proyecto particular de educación alternativa pero que para sostenerlo haga falta capital, ergo el alumnado esté segregado de base. Como dicen Gata Cattana, de su poema “El café y el opio”: Arbergo murtitudê, ¿cuántô kilô quiere? (original no escrito en EPA).
Soy parte de la juventud que ha tenido un proceso de politización muy lento y lineal, influido mucho por mis amigues y las redes sociales. A lo largo de esta transformación, he ido tomando conciencia de cómo nos hemos adaptado a un sistema que es incompatible con la vida. La paradoja es que hemos asumido que, por defecto, el estrés, la ansiedad y el cansancio constante son parte de nuestro día a día. Como dijo Nis (@nnistopia) “no me falta serotonina, me sobra capitalismo”. Además, los problemas de salud mental que nos genera vivir en el ritmo frenético que nos marca el sistema y la precariedad laboral han acabado por aislarnos. El individualismo nos ha empañado las gafas de lo colectivo y de la clase. Y, encima, la solución de la mayoría de nuestros problemas pasa por la industria farmacéutica… o eso nos han hecho creer. Aunque mi realidad como docente es diferente a otros ámbitos, siento que en la educación reglada hemos perdido conceptos como hacer redes, el apoyo mutuo y la solidaridad. Nada nuevo si tenemos en cuenta que la escuela no es más que un reflejo a pequeña escala de la sociedad en la que vivimos. Y, para bien, cómo a nuestro alrededor sigue habiendo gente que se organiza de otras maneras y apuesta por una forma distinta de trabajar en las aulas.
El motivo que a mí me empujó a afiliarme a un sindicato, y en este caso a CGT, fue la necesidad de estar al día de las novedades en mi profesión desde una perspectiva libertaria y conectar con gente con las que compartir sentires, ideas, y proyectos. Esto último también lo he hecho en espacios a los que he pertenecido y recomiendo visitar, como El Faro Taller en Granada. Éste es un taller autodidacta y espacio comunitario queer que está a disposición de todo el mundo que quiera utilizarlo. Lo interesante es ver, junto con otras personas que tengan más experiencia o más bagaje en la materia, cómo se pueden volcar todas esas inquietudes en el aula. En mi centro, este año, he cogido la coordinación del plan de igualdad por primera vez y, gracias al sindicato, he podido consultar a mis compis, por ejemplo, las actividades propuestas para el 8M o cómo hablar de otros días señalados en el calendario desde un punto de vista feminista. Aunque hay cuestiones que resulta complicado trabajar en el ámbito educativo: así, personalmente, yo hablo en inclusivo con la -e y sigo notando reticencia fuera de espacios militantes que se denominen específicamente como queer o LGBTIA+.
Otro punto llamativo del sindicato para mí y para mi trabajo son las jornadas o los congresos sobre educación libertaria. Asistí al último que se realizó en Madrid y fue una experiencia muy gratificante conocer las prácticas de tanta gente de todo el territorio. Fue una jornada intensa con ponencias muy enriquecedoras, como la de las pedagogías queer y la del pueblo gitano en educación. Puede parecer una simpleza, pero el simple hecho de estar allí me produjo un sentimiento de esperanza enorme porque muchas veces, en la profesión, me siento un caso aislado por mis convicciones, casi como si fuera una isla diminuta en medio de un océano. Es difícil crear espacios seguros cuando no todo el mundo tiene las mismas prioridades y, aunque en las redes sociales sigo proyectos de escuelitas fuera del sistema que se están haciendo en los territorios de Abya Yala, el no asistir y no poder ver ninguno en persona me produce una sensación de hastío enorme. Por lo que, desde hace unos años y desde que trabajo con infancias, llevo arrastrando una necesidad imperante de estar rodeada de profesionales que al menos tengan unas preferencias similares a las mías en lo que a pedagogías se refiere. Al final, el sindicato me ha acercado a otras pedagogías como Freinet, que desconocía de su existencia incluso habiendo estudiado un grado en, supuestamente, una de las facultades públicas más prestigiosas de Ciencias de la Educación, en Granada. Conclusión: me han enseñado más mis compis, amigues, abuelas y mi hermana que la propia academia.
Desde antes de la universidad, he intentado formar parte del mundo asociativo de las ciudades donde he vivido. Con el tiempo, he ido cambiando el enfoque con el que me acercaba a estas actividades: empecé haciendo voluntariados desde una perspectiva asistencialista, con complejo de salvadora blanca, y he terminado con una perspectiva de crítica a todas esas asociaciones que reciben subvenciones pero que ni siquiera ejercen de parche a los problemas de raíz de toda esa gente empobrecida por el mismo Estado. Después de todas estas idas y venidas, he sacado en claro una idea: las personas que viven más en los márgenes son las que más conciencia tienen de los fallos de éste y las que se movilizan para cambiarlo. Quiero ejemplificar aquí a las Jornaleras de Huelva en Lucha, las cuales han tenido que formar su propio colectivo con ese nombre para denunciar la explotación en los campos de Huelva porque el resto de los sindicatos y asociaciones no las escuchaba: ellas son un claro modelo de autoorganización y de cómo la unión hace la fuerza; con ellas he participado brevemente en el seguimiento de gestiones de jornaleras temporeras, y ahí es donde me he hecho consciente de lo tediosa que es la burocracia para las personas migrantes. También son un ejemplo de lucha el Colectivo de Trabajadoras Sexuales de Sevilla, que promueven una labor necesaria de acompañamiento y concienciación a la población sobre la putofobia y el racismo estatal. Les recomiendo seguir y escuchar a los dos colectivos en las entrevistas, en sus propias plataformas digitales o en vivo, o colaborar de alguna manera si tenéis la oportunidad.
Redacción RyN
Fuente: Rojo y Negro