Juzgar la vitalidad de un movimiento social sobre la base del número de manifestantes que consigue sacar a la calle ha sido siempre tarea delicada. Aun con todas las cautelas, el 15-M ha salido airoso, sin embargo, de una convocatoria, la realizada entre nosotros el 15 de octubre, que muchos agoreros anunciaban iba a ser un sonoro fracaso. El retroceso imparable que tantos atribuían al movimiento no se ha visto confirmado. Aquél parece haber salido fortalecido, antes bien, para hacer frente a los envites que se anuncian.
En realidad, y a mi entender, no había razones sólidas para el desaliento. El movimiento ha mantenido en los últimos meses una presencia y una vitalidad nada despreciables. En la mayoría de los lugares, por lo pronto, la descentralización que ha guiado el despliegue de las asambleas de barrio ha sido un éxito razonable: aun cuando no han faltado los problemas de coordinación, ha permitido reducir el riesgo de burocratización y ha dibujado un escenario poco propicio para los intentos de control desde el exterior.
En realidad, y a mi entender, no había razones sólidas para el desaliento. El movimiento ha mantenido en los últimos meses una presencia y una vitalidad nada despreciables. En la mayoría de los lugares, por lo pronto, la descentralización que ha guiado el despliegue de las asambleas de barrio ha sido un éxito razonable: aun cuando no han faltado los problemas de coordinación, ha permitido reducir el riesgo de burocratización y ha dibujado un escenario poco propicio para los intentos de control desde el exterior. Las asambleas de barrio, revitalizadas en estos días, configuran, en cualquier caso, plataformas muy interesantes a efectos de lanzar la acción futura. En un terreno próximo, en suma, las universidades han empezado a despertar y se aprecia una lenta incorporación de adolescentes al 15-M.
Tan importante como todo lo anterior lo ha sido la progresiva, afortunada y acaso inevitable radicalización del discurso del movimiento. Muchos de los jóvenes indignados han abandonado la contestación de la epidermis materializada en la corrupción y la precariedad para apuntar al núcleo del capitalismo. Así las cosas, se han acrecentado las posibilidades de que el 15-M se convierta en plenitud en lo que muchos acariciamos: un movimiento asambleario y autogestionario que en todos los órdenes plante cara al capitalismo desde perspectivas antipatriarcales, antiproductivistas e internacionalistas. Basta con echar una ojeada a los carteles y las consignas que han acompañado a las manifestaciones del 15 de octubre para percatarse de que muchas gentes están asumiendo de forma espontánea un programa de esa naturaleza.
Para que nada falte, y en fin, el movimiento está aportando incipientemente una nueva identidad. Muchos de los profesores de secundaria que acuden a las asambleas convocadas por los sindicatos mayoritarios se han inclinado por presentarse como miembros del 15-M, algo que remite -parece- a un deseo de identificarse con algo afortunadamente distinto de lo que hemos padecido durante demasiados años. En paralelo son muchas las gentes que han empezado a descubrir que pueden hacer cosas que hace unos meses hubieran sido literalmente impensables.
Dejemos esta somera enunciación de virtudes para mencionar algunos problemas. Uno de los más acuciantes es la proximidad de las elecciones del 20 de noviembre, que configuran un reto delicado para el movimiento. Si bien es verdad que ofrecen, como sucedió en mayo, una oportunidad de oro para plantear un horizonte de contestación abierta del orden que se nos impone, también pueden ser estímulo para la manifestación de agudas divisiones internas. Ello es así hasta el punto de que lo más sensato sería pedir que no coloquemos al 15-M en el disparadero de asumir posiciones precisas, sean cuales sean éstas, en relación con las elecciones, no vaya a ser que las divisiones mencionadas, y con ellas las confrontaciones personales, ganen terreno.
Esto al margen, el movimiento arrastra carencias importantes. La más llamativa es su precaria presencia en el mundo del trabajo -la convocatoria de una huelga general podría resolver algunos de los problemas al respecto-, que tiene, por cierto, un reflejo notable en la escasa presencia de inmigrantes en las filas del 15-M. Pero hay que referirse también a la evidente condición urbana del movimiento o, lo que es mismo, a su muy precaria penetración en un mundo, el rural, que por lógica tiene mucho que ver con las querencias de quienes reivindicamos la democracia directa, la autogestión y un estilo de vida diferente del que se nos impone.
El balance de estas horas tiene que cerrarse con una consideración de lo que ha supuesto la movilización internacional articulada el 15 de octubre. Admitamos que no es sencillo extraer conclusiones firmes al respecto. Aunque muchas manifestaciones han sido multitudinarias, queda por determinar si remiten a referentes y proyectos razonablemente similares o, por el contrario, reflejan sin más una vaga ola de contestación ante fenómenos más o menos uniformes. Las cosas como fueren, y siendo cierto que esas manifestaciones configuran un activo sugerente, no parece que las redes de coordinación entre los movimientos de los diferentes países estén plenamente afinadas. Muchos dirán, de cualquier modo, que lo prioritario en momentos como éste es afianzar lo que nos es más próximo, tanto más cuanto que lo que se nos viene encima resulta preocupante por muchos conceptos. Lo único que al efecto podemos señalar sin margen para la duda es que con el 15-M no va a suceder lo que ocurrió en el pasado con muchas de las iniciativas antecesoras: que nuestros gobernantes acepten una parte significativa de las demandas que planteamos. Todo invita a concluir, antes bien, que se mantendrán en sus trece de obedecer sumisamente a las imposiciones del capital. Regalo que nos hacen.
Carlos Taibo / para La Directa
Fuente: Carlos Taibo