Artículo publicado en Rojo y Negro nº 391, julio-agosto 2024
En el núcleo de la política hay una práctica anárquica del disenso democrático
(Simon Critchley, La demanda infinita)
En un artículo reciente sobre la necesaria renovación del anarquismo para afrontar los retos del siglo XXI (Anarco-sindicalismo: el orden de los factores), terminaba diciendo: «En la búsqueda de ese Grial que se replantea el inicio de la experiencia en el orden de los factores (su arkhé-ología) figuran pensadores del mundo de la academia y de los movimientos sociales como Daniel Colson, Todd May, Saul Newman, Reiner Schürmann o nuestro amigo Tomás Ibáñez con su nuevo libro Anarquismo no fundacional. Postanarquistas de condición (Hakim Bey dixit) que pretenden un nomadismo libertario de largo aliento reseteando la anarquía». Propuestas de «rupturas epistemológicas» que, frente a lo que era habitual en el revisionismo marxista, hechas desde el confesionalismo militante, ahora surgen en los márgenes de la ideología. Muchos de los nombres citados no proceden de la cantera anarquista. Los hay que sí lo son, como el profesor Ibáñez que además es un referente histórico por su pictograma sinecista de la A circulada (nuestro Banksy del 68), pero la mayoría se declara orgullosamente no anarquista y sin embargo contribuye a su innovación intelectual. Un cierto cambio de paradigma que ofrece garantía de apertura de mente y espíritu crítico, precisamente cuando el ecosistema anarquista corre el riesgo de adulteración polisémica por la embestida ultraliberal promocionada como «anarcocapitalista» (https://elpais.com/eps/2024-01-13/la-palabra-anarcocapitalismo.html) y «libertaria».
Tras reflexionar sobre el texto de Ibáñez, subtitulado Afrontando la dominación en el siglo XXI, tengo la impresión de que estamos ante un debate de fondo entre dos términos concurrentes: «autarquía», en cuanto «cualidad del que se basta a sí mismo», y «anarquía», en su clásica definición de «no gobierno, no autoridad, no mando, no jefe». Conceptos basculantes, pero al mismo tiempo cómplices, porque si bien en ambos hay una clara refutación de la heteronomía la esgrimen por motivos diferentes. La «autarquía» orbita como un solipsismo mientras la «anarquía» se afirma en una solidaridad expandida. Disenso en medio del consenso, cuya clave de bóveda está en el tema de la «hermenéutica de la dominación». A elucidarlo viene empeñado Tomás Ibáñez en una serie de trabajos iniciados en 2005 con el libro Contra la dominación y sus sucesivas réplicas «neoanarquistas»: Anarquismo es movimiento (2014), Anarquismos en perspectiva (2022), una selección de artículos publicados entre 2002 y 2021 en distintos medios y contextos, y Poder y Libertad (2022), segunda edición revisada del libro editado en 1982. Me atrevería a afirmar que el compromiso de Ibáñez con el postanarquismo se reconoce en la definición dada al respecto por Newman, uno de sus «padres fundadores»: «El postanarquismo puede ser visto como una serie de estrategias político-éticas contra la dominación, sin garantías esencialistas y las estructuras maniqueas que condicionan y restringen al anarquismo clásico» (El anarquismo y la política del resentimiento).
Para empezar, Ibáñez aclara que «el anarquismo no fundacional cuestiona, al igual que lo hace Michel Foucault, que tal o cual elemento social hoy existente provenga de algo que estaba predeterminado». En la lógica de aquel «anarquismo es movimiento», pero avanzando su exploración sobre la dominación con la tesis arqueo-teleocrática de Reiner Schürmann, su lectura binaria de la anarkhé como ausencia de poder y ausencia de principio de orden, sin aleph constitutivo. Algo que ya previó Eliseo Reclus al cifrar la anarquía como la más alta expresión del orden, es decir, un orden cardinal, sin escalafón. Rechazada la tentación teleológica y la jerarquía que conlleva, el autor se asoma a la perspectiva de Newman afirmando que «la anarquía, tal y como la concebimos hoy nace de un conjunto de prácticas históricas y socialmente situadas, y eso significa que no existía antes de que dichas prácticas la creasen». Establecido el desfase del principio de anarquía, el libro distingue entre la anarquía ontológica (la Idea) y la anarquía política (la praxis), términos que considera simbióticos. Sin embargo, ese cabalgamiento cigótico desfallece con la noción de revolución. Por un lado, se habla de «la perspectiva totalizante que subyace en el concepto de revolución», y por otro la recupera como múltiples focos de resistencia en el tejido social. Porque la revolución «constituye una de las señas de identidad del anarquismo», aunque matizando que eso no conlleva ni proyecto ni programa revolucionario.
Paradójicamente, «el a priori práctico» como resignificación de la revolución, tanto en el neoanarquista Ibáñez como en el postanarquista Newman, hunde sus raíces en el anarquismo clásico. En el Proudhon de «la idea surge de la acción y debe volver a la acción» (De la Justicia en la Revolución y en la Iglesia), en el Bakunin de «hay que ir de la vida a la idea» (Estatismo y Anarquía) y en el Stirner más autárquico que reivindicaba la insurrección frente a la revolución, pues mientras la primera conduce a organizarnos por nosotros mismos, la segunda reinstaura una nueva dominación: «toda revolución es una restauración» (El único y su propiedad). Maridaje que el epílogo de Anarquismo no fundacional parece validar al consignar que «lo que ha entrado en crisis es la idea de insurrección como herramienta para llevar a cabo la revolución». Zonas de autonomía del común y gobierno de sí mismo en agonismo continuo. Toda anarquía es autárquica («yo he basado mi causa en nada» de Stirner) pero no toda autarquía es anárquica («el cuidado de sí y de los otros» de Foucault), como sístole y diástole de la autonomía que representan. No se trata de un repliegue a la intimidad, es un despliegue desde la individualidad. Y es aquí, a mi modo de ver, en los intersticios de esta aporía intermitente (en la fragilidad de sus ritos de paso e iniciación, su clinamen), donde la propuesta de un anarquismo indominable e indominante puede tener una dimensión transformadora insospechada.
Todo lo arriba escrito, dicho desde el asentado prejuicio de que, allá en 1979, hace ahora 45 años y en plena efervescencia política, en un artículo publicado en el número 6, pág. 65, de la revista Historia Libertaria con el título «El mito moderno de la revolución» (http://www.cedall.org/Documentacio/Revistes/Historia%20Libertaria/00005.pdf) fijé posición ante el concepto de revolución en la era atómica como una secuela del pensamiento mágico. En ese contexto, pertenezco al gremio de los que consideran que la savia nueva que precisa el anarquismo para realizarse hay que buscarla sobre todo en la veta democrática. Algo que comparto, mutatis mutandis, con Miguel Abensour, Eduardo Colombo, Simon Critchley, Josiah Ober, Jacques Rancière o el Amedeo Bertolo de «la anarquía es al mismo tiempo la forma más completa de la democracia y de su inevitable superación».
Pretender hacer tabla rasa de lo existente (la teoría del gran salto adelante, quemar etapas, etc.) es un mesianismo búmeran. En esbozo, diré que soy partidario de evolucionar éticamente emancipando las inteligencias con la polinización libertaria. Para ello deberíamos superar esa disforia de sociedad con Poder pero sin Estado. Bajo el esquema del Caballo de Troya, transgrediendo el orden de los factores. Creando una comunidad de valores en la Demo-Acracia. Una paideia que haga verdad universal el gobernar y ser gobernados (porque cuando todos gobiernan nadie manda y todos son responsables: autogestión sí, arkhé no). Con estas premisas, sortearíamos el paralizante negacionismo bautismal (el estigma «anti» de la anarquía en conflicto con el mundo que nos encontramos al nacer) y el palimpsesto que se oculta tras la dominación rizomática (que ordena y disciplina la vertical del poder). El «comienzo de la experiencia» de Schürmann y el «vivir auténtico» de Heidegger: calistenia libertaria.
(Nota. Este artículo ha utilizado el magnífico repositorio de la web Filosofía y Anarquía de Solidaridad Obrera).
Rafael Cid
Fuente: Rojo y Negro