En el transcurso del último mes el movimiento 15-M ha sido objeto de dos grandes operaciones de acoso articuladas en los circuitos de poder político, económico y mediático. La primera, ya concluida, tuvo como objeto transmitir una imagen del movimiento que hacía de éste una simpática fiesta de jóvenes enfadados que poco más pedían que unas cuantas palabras de comprensión del lado de nuestros magnánimos dirigentes.

La dimensión de contestación
frontal de un sistema infumable, que estaba claramente presente en
los cimientos del movimiento, parecía no existir a los ojos de los
portavoces del orden establecido.

La dimensión de contestación
frontal de un sistema infumable, que estaba claramente presente en
los cimientos del movimiento, parecía no existir a los ojos de los
portavoces del orden establecido. Si algunos de ellos han llegado a
decirnos que esos jóvenes airados no hacían sino volver a poner
sobre la mesa el programa que Rodríguez Zapatero había promovido,
para después olvidarlo, en 2004 –cuánta estulticia concentrada en
un solo argumento–, en los últimos días ha corrido por ahí una
hilarante publicidad de la Fundación Alternativas –uno de sus
patronos es ese trilero de la política llamado Felipe González–
que nos recuerda que desde esa institución ya se habían propuesto
alternativas objetivas a la indignación… Entre ellas, cabe
suponer, la de reclamar que en adelante se prohíba que un ex
presidente del Gobierno pueda cobrar sumas ingentes de dinero de
inmorales empresas privadas del sector energético.

La
segunda ofensiva se ha desplegado con singular fuerza en los últimos
días. Tengo delante un ejemplar del diario El País del
jueves 16 de mayo, el día siguiente al de los hechos que se
sucedieron en los alrededores del parlamento catalán. Lo más normal
que hay en unas páginas inundadas de intoxicación y dobleces es la
pastoral sugerencia de que no puede confundirse el todo de un
movimiento pacífico con la parte de unos presuntos manifestantes
entregados a la violencia. Interpreto esas páginas como una
declaración de guerra contra unas gentes que, tras demostrar
sobradamente que van en serio y que tienen cuerda para rato, han
empezado a resultar inevitablemente molestas.

Creo
que en estas horas, y a la vista de lo que recogen varias filmaciones
que han corrido por ahí, no hay motivo para la duda en lo que se
refiere a la presencia de provocadores policiales en muchas
concentraciones y acampadas. Pero, más allá de ello, me resulta
imposible dejar de lado lo que ya sabíamos gracias a lo ocurrido al
calor de muchas de las manifestaciones que, en los últimos años,
han contestado la miseria de la globalización capitalista. Esos
lamentables medios de incomunicación que padecemos concentraban su
atención en el apedreamiento del escaparate de unos grandes
almacenes para, consciente y pundonorosamente, olvidar todo lo demás.
Y entre todo lo demás que olvidaban estaba, claro, la violencia
constante que caracteriza a los sistemas que padecemos: la de muchos
empresarios sobre sus trabajadores, la de tantos varones sobre sus
mujeres, la de nuestros policías sobre los sin papeles, la
que todos desarrollamos contra la naturaleza y, por dejarlo ahí, la
que asume la forma de genuinas guerras de rapiña encaminadas a
privar de recursos básicos a los pueblos más pobres. Hoy como ayer
este culpable y llamativo olvido merece nuestra repulsa más
enérgica, que no podemos hacer otra cosa que trasladar a tantos
profesionales del periodismo que, con toda certeza, podrían hacer
mucho más de lo que hacen.

Tengo
que prestar atención, por lo demás, a un episodio singular: lo que
ocurrió con Cayo Lara, una persona respetable, en la mañana del
miércoles 15, con ocasión de una concentración que, en Madrid,
permitió frenar un desahucio. El País, el inefable El
País
, tituló así la noticia correspondiente: ‘Un desahucio
menos, una agresión más’. Un indicador sólido del nerviosismo
que acosa a los circuitos oficiales lo aporta, por cierto, el hecho
de que El País acuda en presunta defensa del coordinador
general de Izquierda Unida. Quién te ha visto y quién te ve. Malo
es que haya quien prefiera ignorar lo que ocurrió: nadie reprochó a
Lara que estuviese presente en la concentración que me ocupa.
¡Faltaría más! Los reproches –y lo que el sistema entiende que es
un reprobable acto de violencia: le arrojaron agua al afectado–
surgieron cuando Lara no apreció problema alguno en responder a las
preguntas que le realizaban los periodistas. Nuestros dirigentes
políticos, incluidos los más sensatos, no parecen percatarse de que
las cosas están cambiando rápidamente y de que al militante de a
pie –no hay otro– del movimiento 15-M le repugna que alguien se
arrogue la facultad de representarlo. Hay quien dirá, claro, con
argumento nada despreciable, que buena parte de la culpa de lo
sucedido corresponde, una vez más, a los periodistas, que al parecer
sobreentienden que nada de interés pueden decir los ciudadanos
comunes y que, de resultas, se impone dar la palabra a un responsable
político o a un santón intelectual. La orgullosa vena libertaria
del ’no nos representan’ saltó como un resorte afortunado. Y lo
hizo de tal manera que no me cabe duda de que Cayo Lara ha tomado
buena nota.

Sólo
me queda enunciar una firme convicción: la de que también en este
terreno nos adentramos en un mundo diferente del que hemos conocido
durante demasiados años. Si antes la violencia ejercida contra los
movimientos contestatarios poco más provocaba que miedo y retirada,
ahora suscita una franca voluntad de cerrar filas en torno a la
contestación. Y se convierte en un interesante estímulo para ésta.