Artículo publicado en Rojo y Negro nº 390 junio.

Entre 2020 y 2022 la renta de los jóvenes bajó un 26% y la de los autónomos un 50% respecto a 2005.
(Informe del Banco de España)

Aunque suene a déjà vu, hoy el anarquismo es más necesario que nunca. Pero también hoy necesita hacérselo reflexionar más que nunca. Más necesario que nunca porque en la actualidad el Capital es ecuménico. No tiene alternativa fáctica, desde el momento en que todos los países lo consagran como el icónico modelo de crecimiento (incluso Corea de Norte y Cuba no pueden ocultar su influencia). Eso unido a que el Estado, nudo axial de control social de los gobiernos (sean autocracias o democracias), es la herramienta fundamental para su implantación urbi et orbi. De ahí que solo una doble refutación Capital-Estado puede abrir una ventana a la esperanza más allá de la decadente servidumbre voluntaria en que estamos confortablemente instalados. Quiere esto decir que pueden producirse cambios ideológicos en los gobiernos, pero sin que ello se traduzca necesariamente en un aldabonazo hacia otro mundo mejor en lo humanista (lo material va como un tiro). Al aceptar el axioma de que somos súbditos del Capital y del Estado, va de suyo que sin derogar los poderes del Capital y del Estado nos socializamos en un interminable malestar. Aquello de que los grandes nunca pueden caer, con que se justificó el rescate de la gran banca en la crisis financiera del 2008, en la actualidad se ha encaramado como principio de necesidad. El trabajador ha unido su existencia al éxito de su empleador, de forma que si al empresario le va mal también el empleado pagará las consecuencias. Surfeamos sobre una economía parafranquista, haciendo del turismo nuestra mórbida opción industrial en un país de orgullosos camareros (durante el último ejercicio visitó España un número de personas superior al doble de su población: 85,1 millones frente a 47,7).
Se ha llegado al extremo de aprobar leyes por gobiernos de izquierda que consagran el «despido objetivo» cuando las empresas temen disminuir de manera persistente su nivel de ingresos (Real Decreto-Ley 10/2010, de 16 de junio, de José Luis Rodríguez Zapatero). Trabajadores uncidos a la suerte de su patrón y el Estado como panóptico. Por no hablar de las nuevas servidumbres habilitadas en tiempo y espacio por el modelo de flexiseguridad introducido en el mundo laboral para mejorar la competitividad. Véase el uso del móvil como herramienta de organización del trabajo en red y la movilidad empresarial forzada a costa del desarraigo familiar. Porque lo del laissez-faire laissez-passer es una mandanga de la época manchesteriana. Lo que rige en tiempos de la globalización capitalista es el ordoliberalismo. O sea, capitalismo bajo la atenta vigilancia del Estado, regulando (imponiendo normas y leyes) o desregulando (derogando normas y leyes) según convenga al sistema. Venimos al mundo con el código de barras como cordón umbilical y predispuestos a la uberización existencial. Una muesca más que añadir al trabajo-mercancía aportando las herramientas por el empleado. Como las plataformas cibernéticas que explotan a readers y a cabifys, modelo de negocio expoliador que goza del favor de muchos nativos digitales en devastadora competencia con el más justo y tradicional del taxi. Sin que haya desaparecido el trabucazo de «socializar las pérdidas y privatizar las ganancias» del vademécum imperante, solo que ahora tiene un sesgo pintoresco bajo el formato de autónomo-ultradependiente (la autoexplotación coronada).
Una impronta que arrancó de aquella «reconversión industrial» de Felipe González para solventar las carencias de un añejo esquema productivo forzando a la jubilación a decenas de miles de trabajadores en edades tempranas con dinero público (Hunosa, Altos Hornos, Astilleros, etc.). Solo que ahora, para manejar la segunda reconversión hacia la sostenibilidad (tecnológica y energética en todos sus grados y escalas) la izquierda en el poder ha inventado el oxímoron de los «fijos discontinuos», un truco para que las empresas mantengan una bolsa de trabajadores en situación de disponible sin apenas cotizar por ellos, mientras cobran el seguro de desempleo del presupuesto sin que se registren como parados en las estadísticas. Se trata de la derivada lógica de aquel «despido objetivo» que encadenaba al trabajador a los vaivenes del Capital. Los Eres y los Ertes solo son tramos de esa operativa con la provechosa colaboración de las cúpulas del nuevo sindicalismo vertical de Comisiones Obreras y UGT (como ha demostrado el monumental desfalco andaluz en la etapa de monopolio socialista en esa autonomía). Quizás a eso y otras consejas se deba que en la segunda legislatura del gobierno de coalición de izquierdas más progresista desde la Segunda República en 2023 sigamos teniendo el mayor índice de paro de toda la Unión Europea (el doble de la media entre los 27, a distancia para peor de las tres veces rescatada Grecia y a más de la también intervenida Portugal). Por cierto, del millón de personas más ocupadas en los últimos dos años 536.000 eran inmigrantes, en su mayor parte de baja cualificación, mientras se estima que en 2022 cerca de 400.000 españoles con estudios superiores emigraron por motivos profesionales. Al contrario, y en el mismo cestón de pérdidas y ganancias, el IBEX cerró el pasado año con una espectacular subida del 22,7%, su mejor dato desde el 2009 (la cuarta potencia económica de la UE es, en el otro extremo, el cuarto país con mayor tasa de pobreza y riesgo de exclusión social tras Bulgaria, Rumania y Grecia).
La transferencia de renta que encubre este intercambio desigual (ancho para los menos y estrecho para los más) ha permitido consensuar con los agentes institucionales la deriva retrógrada desde el Estado de Bienestar al Estado de Beneficencia. Porque en vez de elevarse un clamor popular al grito «todos a tierra que vienen los nuestros» lo que polariza a la gente es la amenaza de la carroñera y cateta «fachosfera», agendada a su favor por el autoproclamado «gobierno de la gente». Una hemiplejia cognitiva que desvirtúa la capacidad de dar las respuestas pertinentes en ambas direcciones, disrupción que se extiende al ámbito democrático. Ya nos hemos acostumbrado a la anomalía de que las semanales sesiones de control al Ejecutivo se conviertan en examen a la oposición y a que la portavoz del gobierno (y por tanto de todos los ciudadanos al por mayor) utilice la rueda de prensa del Consejo de Ministros para hacer otro tanto.
En el marco del capitalismo sin fronteras, la resiliencia infinita de esa destrucción creadora que definiera Schumpeter, con los avances científico-tecnológicos como impronta ineludible (nuestro Hermano Lobo) y la prosperidad de los asalariados encadenada al Leviatán del sistema económico (en la estirpe del Real Decreto-Ley 10/2010), el sindicalismo Sísifo del siglo XXI tiene un recorrido tan heroico como contingente. Poder decir adiós a todo eso, no solo implica firmeza de carácter y convicción. Exige que el anarquismo tome la iniciativa, pero ¿qué anarquismo? En la búsqueda de ese Grial que se replantea el inicio de la experiencia en el orden de los factores (su arkhé-ología) figuran pensadores del mundo de la academia y de los movimientos sociales como Daniel Colson, Todd May, Saul Newman, Reiner Schürmann o nuestro Tomás Ibáñez con su nuevo libro Anarquismo no fundacional. Postanarquistas de condición (Hakim Bey dixit) que pretenden un nomadismo libertario de largo aliento reseteando la anarquía.

Rafael Cid


Fuente: Rojo y Negro