Artículo publicado en Rojo y Negro nº 390 junio.

Suelo ser bastante esperanzadora, pero también suelo poder escribir sobre lo que quiera y me temo que en esta ocasión no se dan ninguna de las dos. Por mucho que sea el mes del orgullo, ni las agresiones disminuyen este mes, ni el mundo que nos rodea sonríe más. De hecho, no parece que vivamos en una era más tolerante. Sé que podríamos discutir la idea del progreso tomando un café, pero hoy nos centraremos en los dramas LGTBIQ+ y del muchísimo odio que sigue recorriendo nuestras calles. En realidad, se trata de una sesión psicológica que hago con vosotres, querides lectoris.

Soy bisexual. Si es que a mí no me podía tocar la lotería en nada y ahora entenderéis por qué. La bisexualidad es como el apio de los mix de verduras para la sopa, viene en el pack pero sabes que no te convence. Pues esto es igual. La gente se pasa la vida intentando averiguar de qué lado de la balanza eres de verdad. Ergo “pero a ti te molan más las tías, ¿no?”, así cada vez. Ni soy hetero, ni soy lesbiana, soy bi y si no fuese lo suficientemente malo que la gente tienda a binarizarlo todo, además, tú misma te pasas la vida preguntándote “¿no seré yo lesbiana en el fondo y esto del patriarcado me ha confundido?”. Cómo si yo misma no pudiese aceptar no estar en ninguno de estos dos lados. Lados que la normatividad actual ha puesto sobre la mesa como únicas opciones verdaderas y toleradas. Pero no dudo, ni un segundo, de que nuestra manera de entender las orientaciones sexuales ha cambiado a lo largo de la historia y seguramente hemos olvidado/perdido muchas y aún seguimos sin aceptar otras.
Ser bisexual es ser condenada a una categoría extraña. Por un lado, incomprendida porque no eres ninguna de las opciones “buenas” (hetero u homo) y parece imposible que se entienda que hay más maneras de querer: que no somos un punto medio, sino un plano distinto del deseo. Y por el otro lado, estigmatizada en la promiscuidad absoluta, claro, ¡como le damos a todo! Sé que solo leer esa frase ya suena tonta, pero realmente es un comentario que nos sigue y persigue, un tipo de fetiche raro como el de que, si eres bisexual, tendrás que follar bien. Lectoris, ¡que yo no sé ni andar sin tropezar! Dejen de esperar cosas de mí. También, por un tercer lado —ea, un lado más por sorpresa— confundida y rechazada al mismo tiempo por todas las partes de esta historia: cuando salgo con un hombre, sobre todo si es cis, soy leída como una hetero y cuestionada como persona del colectivo; cuando estoy con una chica se me confunde con una lesbiana y se me categoriza de cosas que no me pertocan abanderar ni ser, a lo que se suma el combo de agresiones que viven las lesbianas en la calle, que no son pocas. Vamos, que por todos lados llueven palos.
Si pensabais que la cosa no se podía poner más chunga, entonces llega la cuestión pansexual o bisexual y ya aquí implosionas. Todo esto son pensamientos o comentarios reales casi constantes sobre mi ser y simplemente para tener claro quién me puede gustar. Si es que… es normal después que tropiece caminando, cómo me voy a fijar yo en algo con tanto ruido, miedo y caos dentro.
Simplemente quería echar un poco de luz a lo que siento que a muches nos pasa: se nos apilan los dramas del género y la orientación sobre las dificultades del día a día. Tengo presente que concretamente en mi caso debe parecer una chorrada, que hay gente con problemas mayores de agresiones y temor por su vida. Aunque el mes del orgullo se haya convertido en una gran festividad, no olvidemos ir a las manis del Orgullo Crítico, preguntar en qué sectores de la mani somos bienvenides e intentar tener presente todo el año que el mero hecho de ser y existir a nuestra manera sigue estando perseguido.

Ester M.


Fuente: Rojo y Negro