En las últimas semanas, y al calor del referendo francés sobre el Tratado constitucional de la UE, hemos asistido a una general descalificación de quienes, por locos, por herejes o por inmorales, han tenido a bien disentir del texto en cuestión. Este amago de caza de brujas se ha desplegado en paralelo con una firme negativa a examinar argumentos y, claro, a reflexionar sobre el tratado en sí.
A los ojos de muchos, y por lo que parece, la sensatez más elemental desaconsejaba contestar el texto promovido por los prebostes de la Unión Europea, convertido en una suerte de canon religioso.
En semejante magma de cerrazón ha despuntado un puñado de triviales observaciones que, a poco que se examinan, se desvanecen por sí solas. Una de ellas se ha empeñado en subrayar lo que, por lo demás, se antojaba evidente : los opositores al Tratado constitucional responden, aquí y en todas partes, a querencias e ideologías muy dispares. A menudo se ha rescatado al respecto esa curiosa diatriba que habla de una colusión de voluntades en la que se habrían dado cita la derecha más montaraz y la izquierda más descarriada. Malo es que se olvide que algo de orden similar cabe decir de los partidarios del Tratado, con un agravante en el caso de muchos de estos últimos : el de alentar campañas referendarias que, concebidas como paseos militares, no podían sino generar efectos ópticos que sólo los más retorcidos se atreven a confundir con realidades.
Se ha repetido también hasta la náusea en las últimas semanas que en Francia los detractores del Tratado no reclamaban el ’no’ en virtud de una disensión explícita con respecto a aquél, sino, antes bien, por efecto de su prosaico e irresponsable deseo de pasar factura a los actuales gobernantes. El argumento no puede por menos que producir estupor cuando, entre nosotros, lo esgrimen gentes que en febrero pasado asumieron un comportamiento muy similar al que ahora denostan. Y es que, sin ir más lejos, sobran las razones para concluir que si el Partido Socialista Obrero Español hubiese perdido las elecciones generales de marzo de 2004 se habría enfrentado visiblemente dividido a un imaginable referéndum sobre el Tratado constitucional. De hecho, en febrero fueron muchos los responsables socialistas que, lejos de los micrófonos, confesaron su escaso entusiasmo ante un texto indeleblemente marcado por el marchamo conservador. Conforme a claves muy similares a las que se han hecho
valer en Francia, lo que primó entonces fue, por encima de todo, el designio de cerrar filas para no enturbiar la posición, relativamente cómoda, del Gobierno de Rodríguez Zapatero.
Es llamativo, por otra parte, que a los ojos de los partidarios del Tratado no quepan el horizonte mental y la posibilidad material del rechazo de aquél. Pareciera como si sus criterios fueran tan incuestionables que el mecanismo de ratificación del texto hubiera de ser un mero trámite en el que se escenificase el acatamiento agradecido por parte de los ciudadanos. Qué llamativo es esto de que se convoque una consulta popular y se asevere, sin ningún quebranto, que aquélla sólo puede tener por resultado un triunfo por aclamación. Semejante forma de ver las cosas arroja mucha luz, por desgracia, en lo que hace a la condición dudosamente democrática de muchas de las prácticas comunes en nuestros países.
En un terreno parecido se halla la ritual admonición que ha venido a recordar que de no salir adelante el Tratado constitucional se producirá un maremoto que lo anegará todo. Dejemos sentado desde el principio que, si así fuera, se trataría de una grave irresponsabilidad por parte de nuestros gobernantes : por efecto de una frívola precipitación habrían puesto en un brete decenios de esfuerzos. Para bien o para mal, las cosas no discurren, sin embargo, por ese camino, toda vez que, de no entrar en vigor el Tratado constitucional, nos quedaríamos sin más donde estamos.
La condición, de nuevo, escasamente democrática de la apuesta que tenemos entre manos se revela, por lo demás, al amparo de un hecho importante : no se le otorga relieve alguno a la posibilidad de que
el Tratado sea renegociado. Todo esto es singularmente lamentable por cuanto en momento alguno se ha explicado -no podía explicarse : no hay argumentos convincentes- por qué el tratado era una necesidad imperiosa. Muchos socialistas partidarios del texto deben dar cuenta, en particular, de por qué, del brazo de conservadores y liberales, han defendido fórmulas que le cortan las alas al proyecto que cabe atribuir a la socialdemocracia consecuente.
Con frecuencia se ha escuchado, en suma, que el Tratado debería haber sido objeto de ratificación, sin más, por los parlamentos de los Estados miembros de la Unión, de tal suerte que ha sido un error convocar -donde allí se ha hecho- referendos. La aseveración es, como poco, inquietante, no en vano se asienta en la subterránea percepción de que no parece demasiado conveniente dejar en manos de los ciudadanos la decisión sobre cuestiones tan enjundiosas. La conducta de muchos de los partidarios del Tratado invita a extraer una conclusión firme : la UE que conocemos no puede funcionar si no es de la mano de eso que, con escasa fortuna, ha dado en llamarse déficit democrático.
El triunfo del ’no’ en Francia tiene por fuerza que provocar una sana alegría entre quienes celebran por igual que en un país de la UE se hable en voz alta de cosas importantes y no sean pocos los ciudadanos que deciden darle la espalda al enésimo espasmo jacobino de nuestros gobernantes. La alegría no puede ser, en cualquier caso, plena, tanto más cuanto que serán los partidarios del Tratado quienes, merced a planes que agotan todas las letras del alfabeto, se encarguen de gestionar el ’no’. Consolémonos con la certificación de que al menos pasarán, eso sí, un mal rato y quedarán, como tantas veces, en evidencia.
Fuente: Carlos Taibo