El contacto desde hace 25 años con el modo de vivir de los blancos y, sobre todo, con el conflicto armado con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) alejan de manera brusca a los nukak maku, la última tribu nómada de Colombia, de su tierra y sus costumbres. Hoy muchos de ellos son desplazados y dependen de la ayuda del Gobierno.
«Contento, aquí bueno ; tierra buena para sembrar», dice en su español infantil, William Nukak cuando se le pregunta cómo se encuentra. Tumbado en su hamaca, descalzo, con pantalón corto y camiseta, fuma un cigarrillo. Hacía poco había llegado con un burup (canasto de hoja de palma) repleto de patabá, un fruto silvestre.
Embé, como se llama William en su lengua, es uno de los casi 200 nukak maku que vive desde mediados del pasado noviembre en un campamento improvisado en Aguabonita, una finca de 16 hectáreas a sólo 15 minutos de San José del Guaviare, ciudad de 20.000 habitantes, puerta de entrada a la región amazónica colombiana.
En una olla inmensa, puesta en el fogón de palos que arde en medio de la vivienda de varas y palma, se cocina ya la pepa negra (semilla de un árbol de la Amazonia colombiana), uno de los principales alimentos de los nukak. En el suelo, hay, semivacías, bolsas de sal, arroz, botellas de aceite, barras de jabón ; es parte de la ayuda que les da el Gobierno por ser desplazados.
Mucho ha cambiado para los nukak desde 1988, cuando el país conoció su existencia. Desnudos, aparecieron un día, 43 de ellos, en Calamar, al sur de esta ciudad. Se supo entonces que vivían de lo que les ofrecía la selva : caza y recolección de frutos silvestres. Andaban en grupos de 10 a 30 personas. Su movilidad era muy alta : en un año podían tener 68 campamentos distintos. Armaban en minutos sus viviendas y las abandonaban a los pocos días para seguir su camino.
De manera muy rápida aprendieron a comer alimentos nuevos, cambiaron sus hachas de piedra y los cuchillos de guadua por herramientas metálicas, empezaron a reducir su movilidad y recogiendo hoja de coca, conocieron el dinero. Hoy usan ropa, ollas de metal, linternas, plástico para reemplazar la palma en los techos de sus viviendas, pilas, y para algunos es difícil vivir sin una radio.
Este cambio cultural acelerado los tiene a medio camino entre su mundo y la llamada civilización. Ha sido un contacto brusco en el que han tenido que enfrentar enfermedades desconocidas como la gripe, la varicela y la tuberculosis. En 1988 se dijo que había unos 1.200 nukak maku. Cinco años después se habían reducido en un 37%. Hoy nadie sabe cuántos son.
No es la primera vez que Embé está en Aguabonita. Entre marzo y agosto de 2006 se refugió allí, junto a otros nativos que, a cuentagotas, y desde 2003, fueron expulsados por las FARC de su territorio : casi un millón de hectáreas, selva adentro. En agosto, se trasladaron a un retazo de selva en Puerto Ospina, a tres horas en coche. Era un paso previo al regreso a Laguna Pavón, su tierra ancestral, coordinado por el Gobierno. Comprobaron antes que había buena pesca, buena caza y buena pepa, y armaron dos campamentos : en uno vivían los Mipamuno, en otro los Guayarimuno, pues están divididos en clanes o grupos familiares. Los hombres salían a cazar monos, su presa preferida, y las mujeres cocinaban los animales. De acuerdo con lo pactado, recibían alimentos y atención médica. Se pensó que estarían allí un año.
En septiembre, sin embargo, quemaron los campamentos. El fallecimiento de un niño por muerte súbita puso en desbandada a la comunidad, explican tres jóvenes profesionales de una entidad estatal que los han estado acompañando todo este tiempo. Los nukak nunca se quedan donde alguien ha muerto. Se fueron a precarios campamentos a lo largo del camino a San José.
Poco tiempo después algunos grupos regresaron a Puerto Ospina. Sin embargo, el 12 de noviembre, guerrilleros de las FARC les dieron un plazo de horas para irse de allí. Los 33 indígenas salieron en silencio, en medio del aguacero. Las mujeres cargaban sus hamacas y sus ollas en canastos a sus espaldas ; en los brazos llevaban los niños y en los hombros monos titi, sus mascotas. Los hombres llevaban sus cerbatanas y lanzas.
Hoy cuando se les pregunta por qué salieron de Puerto Ospina, señalan a la guerrilla. «No vinimos solos ; nos mandaron otra vez obligatorio». «Guerrilla dijo váyanse ; ellos muy bravos, mucha guerrilla da miedo», dice, con ingenuidad de niño, Dumar. Hoy va con cierta frecuencia a San José, con su mujer Yitma, a vender artesanías. Con el dinero compran panela, arroz, galletas «en tienda grande». Luego regresan en un todoterreno de servicio público a Barrancón, también cercano a esta ciudad. Ellos son de un grupo familiar diferente de los que viven en Aguabonita.
Laguna Pavón parece no estar en los planes de ninguno : «No vamos. Culpa del blanco. No volvemos problema con ellos». Uno de los que más claro lo tiene es Alexander, Timyú en su idioma. Vivió con los blancos y habla bastante español. Le gusta la «vida quieto» y sembrando, «cerca al pueblo donde llegan carros, donde quedamos en paz y podamos alimentar bien». Y sueña también con las casas de los blancos. En las tradicionales, de palos y palma, asegura, «todo momento sufriendo porque entra mucho viento y se agarra mucha enfermedad».
Por ahora no hay planes oficiales para un retorno selva adentro. La guerrilla de las FARC les hizo saber, a través de terceros, que no los quieren allá. Pero si no existiera este problema, ¿los nukak volverían ? Es una pregunta que inquieta a Ximena Martínez, secretaria de desarrollo social de San José.
La idea es ayudarles a construir en casas en Aguabonita, y que empiecen a sembrar para garantizar el alimento, pues dejarán de recibir ayudas en agosto próximo. Pero no hay garantía de que este nuevo experimento funcione.
¿Que pasará cuando muera uno de los ancianos ? ¿Abandonarán el lugar ? ¿Aguantarán hasta que empiecen a producir los cultivos ? Para cazar, pescar o recoger pepas toca ir muy lejos del campamento. Ya algunos hablan de pereza y cansancio : «Duele mucho piernas». Hasta hace poco, caminaban 10 ó 12 kilómetros todos los días.
Embé es un buen cazador. Pero poco lo practica desde que está en este lugar. «Por mico tiene que ir muy lejos», dice. Tiene «buen soplo» : es capaz de lanzar con su cerbatana un dardo envenenado a 40 metros de altura.
Lo único que encuentran fácil en este lugar es mojojoy, la larva de un insecto que anida en las palmas caídas. Abren el tronco y con un palo o con el dedo las sacan y las comen. Son un manjar, con la miel y la jalea real. Ahora los nukak han empezado a limpiar los potreros de Aguabonita para sembrar piña, yuca y «todo alimento».
La difícil comunicación entre dos mundos
Ramón Rodríguez, encargado de la Red de Solidaridad, el organismo estatal que coordina la atención a los desplazados, acepta que se pueden haber cometido errores en la atención de los nukak maku. El experimento de agruparlos en Puerto Ospina, asegura, rompió el «uso nómada» que ellos hacían de la selva. «La atención se hace según lo que creemos, no a la cultura nukak», señala.
«Hemos venido aprendiendo de una cultura de la que poco se conoce». Y responde a las críticas sobre los alimentos que incluyen las ayudas : lentejas, frijoles, arroz, pasta, harina, atún y sardinas enlatadas : «¡Nadie nos entrega 10 bultos de frutos silvestres, ni podemos comprar carne de mono !».
El compromiso en materia de salud se cumple con la visita semanal de un medico y la ronda diaria de un promotor. Ya se controló una epidemia de varicela que afectó a ocho de ellos y Felipe se recupera de tuberculosis. La mayor dificultad para coordinar la ayuda es la comunicación. Pocos conocen su idioma. Sus códigos los están empezando a descifrar.
Desandar lo andado
El contacto de los nukak con los kawene (los blancos) empezó antes de que el país supiera de la existencia de esta tribu nómada. Se dio con un grupo de misioneros estadounidenses que les proporcionó atención sanitaria y trató de evangelizarlos. Son estos misioneros los que hoy conocen mejor su lengua ; incluso ya han publicado una gramática. Con ellos intercambiaron, por primera vez, sus artesanías por ropa, fósforos y machetes. Luego el intercambio siguió con los campesinos que llegaron por la bonanza de los cultivos de coca en los años ochenta. Al comienzo este encuentro fue violento -asesinatos, secuestro de niños y mujeres- pero con el tiempo la relación se suavizó.
Desde 1988 se han dado algunas acciones de protección del Gobierno. Entre ellas está la creación de un resguardo de un millón de hectáreas selva adentro y programas de atención en salud. Pero ha sido una ayuda enredada en los trámites burocráticos y en la falta de criterio. Dany Mahecha, una de los pocos antropólogos que los ha estudiado, cree que la solución es negociar con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) para que les permitan regresar a su territorio. Allí, dice, se puede coordinar atención médica, pueden construir sus casas y recibir un tipo especial de educación. «No se puede desandar lo andado», acepta.
Algunos creen que la sedentarización de los nukak es irreversible y abogan porque no se pierda la lengua, ni la esencia de su cultura nómada. Los nukak se expresan con abrazos, se toman de la mano, se dan golpes cariñosos en la espalda. «Es bonito abrazar, estar con todos», dicen. El bakuan, uno de sus ritos más bellos, que se daba cuando dos grupos se encontraban, terminaba en un nudo de abrazos que podía durar horas. Un gran temor es que se vuelvan dependientes ; que pierdan ese espíritu libre que los llevó a vivir, sin necesitar de nadie, de lo que les daba la selva.