Artículo publicado en Rojo y Negro nº 400, mayo 2025
Una “masa oceánica” llena el estadio. Un coro de niñas vestidas de un blanco virginal entona el conocido himno fascista de Beniamino Gigli: “Giovinezza, giovinezza, primavera di bellezza…”. Un grupo de Balillas y de Hijos de la Loba brinca delante de la cámara. Reina un ambiente festivo, pero dentro de un rígido orden militar. Desfiles, demostraciones atléticas, ¡saludo al Duce! La voz del escritor Giorgio Bassani, en off, le pone el contrapunto didáctico a las imágenes: “Esta es una película muy dramática. […] Está destinada a las nuevas generaciones que han nacido en la libertad. […] La Italia de hoy está preparada para contemplar su pasado, un mal que se llama «fascismo». Este mal se cura conociéndolo, estudiándolo en el rostro, en los gestos, en las palabras, del hombre que lo inventó. Tras esa fachada propagandística, el espectador no ve hoy la realidad de entonces. La realidad fue la destrucción física de muchos ciudadanos italianos y la crisis casi mortal de nuestra cultura”.
Universidad de Vincennes, París, 6 de diciembre de 1974. Ha pasado medio siglo desde la Marcha sobre Roma, una guerra mundial, los campos de exterminio. Ha pasado Mayo del 68. Vincennes es de hecho resultado de la ola de reformas que siguieron a la pleamar de las revueltas de ese año, el efecto de un proceso de “modernización” de la institución universitaria. Sus aulas y sus cátedras acogen desde octubre del 68 a corrientes y disciplinas que hasta entonces habían sido marginadas por la Academia, del psicoanálisis de corte lacaniano, por ejemplo, a las distintas variantes del estructuralismo. Michel Foucault, Helène Cixous, Gilles Deleuze, Jean-François Lyotard o Michel Serres se cuentan o se han contado entre sus docentes. Vincennes es además un punto de encuentro entre intelectuales radicales y jóvenes militantes de extrema izquierda, el lugar en el que el posestructuralismo y el maoísmo a la francesa se dan la mano. “Un laboratorio lúdico –según la expresión de Christophe Bourseiller– en el que se reúnen todos los matices de la protesta”.
Maria Antonietta Macciocchi tiene entonces cincuenta y dos años y una larga historia como militante comunista que se remonta a los tiempos de la resistencia contra el fascismo. En 1971, tras retornar de un viaje a China, Macciocchi había publicado un panegírico de más de quinientas páginas en honor a la Revolución Cultural que le hizo caer en desgracia dentro del PCI, pero suscitó el interés de los maoístas franceses. La revista Tel Quel de Sollers y Kristeva enseguida la acoge en su equipo de redacción y, al año siguiente, es Vincennes la que la contrata como profesora de sociología política. Durante el curso 1974-1975 Macciocchi pone en marcha un seminario al que da el título de “Análisis del fascismo, de los orígenes a la actualidad”. El programa es ambicioso, además de las conferencias de expertos en el tema, además de los debates, Macciocchi tiene previsto todo un programa de proyecciones que incluye títulos como El judío Süß, Metrópolis o Fascista, dirigida por Nico Naldini y producida por su primo Pier Paolo Pasolini, que es la que abre el ciclo. Macciocchi los ha invitado a ambos para que presenten el filme y debatan con el público asistente. A Pasolini lo conoce desde finales de los cincuenta, cuando propuso al poeta participar en Vie Nuove, una revista también vinculada al PCI.
Terminado el pase de la película, la anfitriona le cede la palabra a Naldini. El anfiteatro de la universidad, con un aforo para unas dos mil personas, rebosa de gente. Hace un par de días que los chicos del Grupo Foudre (Rayo) de Intervención Cultural, fundado ese mismo año, vienen caldeando el ambiente. Altavoz en mano, no han dejado de llamar al sabotaje de “la película fascista de Naldini”. Foudre está vinculado a la UCF(ml) de Alain Badiou, también profesor en la universidad, y tiene como objetivo autoproclamado “desestabilizar el nuevo uso de la historia del fascismo”. Esa tarde de diciembre quieren hacerse oír. Naldini toma el micrófono, trata de explicarse. La película está hecha a partir del material documental rescatado del Instituto Luce y su objetivo es eminentemente pedagógico. Se trataría, dice, de estudiar el “comportamiento dictatorial” a partir del estudio “del hombre que reinventó el estilo de la dictadura moderna”. La película muestra los efectos de la retórica fascista sobre las masas italianas utilizando el material producido por los fascistas mismos. En cierto modo, “es un autorretrato de Mussolini”. Desde una perspectiva psicoanalítica, continúa, también saca a la luz la “libido hipernarcisista” del dictador. Y es entonces cuando empiezan las risas, los abucheos, los aplausos irónicos. “¡Pasemos al debate!”, se grita desde el público.
Jean-Pierre Faye interrumpe para leer un comunicado del Comité de Apoyo a los Presos Españoles implicados en el proceso por el atentado contra Carrero Blanco. Otra voz inicia después el debate, señalando que Fascista de Naldini es, en efecto, una película de propaganda fascista. Enhebrar una serie de documentos producidos por el aparato propagandístico mussoliniano no tiene nada de neutral. Nunca se alude al contexto externo del régimen, añade, y el comentario crítico brilla por su ausencia a lo largo de todo el metraje. Otras críticas irán en el mismo sentido. Es una ingenuidad, apunta alguien, pensar que “la película puede criticarse por sí misma”. Por lo demás, en el filme subyace una concepción idealista, cuando no psicologista, de la historia. Nikos Polulantzas, también presente, señala que un problema fundamental es que la película no se plantea como un autorretrato de los fascistas, sino como un “filme sobre el fascismo”. Queda clara la implantación del fascismo entre las masas, pero habría que preguntarse “de qué masas estamos hablando”.
Cuando le llega el turno a Pasolini, el griterío arrecia. Sobre los consabidos “¡Fascista, fascista!” se impone un coro que vocifera un inexplicable “¡Pasolini, assassini!”. Es probable que algunos no hayan olvidado su poema “Il PCI ai giovani!!”, publicado en pleno 68, donde Pasolini afirmaba “simpatizar con los policías” y no con los rebeldes (“hijos de papá”) del movimiento estudiantil. A duras penas, consigue finalmente hablar. La intervención, no obstante, será breve. El tema de la película, explica, es la relación de un jefe con su masa. Solo quien ha vivido desde dentro la singularidad de la evolución histórica de la Italia contemporánea, parece sugerir Pasolini, puede comprender cabalmente la película de Naldini. En su opinión, todo el alboroto que se está montando obedece a un malentendido, a una especie de ceguera que aqueja a un público compuesto mayoritariamente por jóvenes franceses o procedentes del llamado “Tercer Mundo”. Ello explica “su falta de interés por los individuos”, por esos rostros venidos del pasado que –dice Pasolini– “no tienen nada que ver con los italianos de hoy”. En ellos se dio una “adhesión espectacular” al fascismo, no real. Cuando esos campesinos y trabajadores que aparecen en la película se quitaron la camisa negra volvieron a ser los mismos que eran antes de la dictadura mussoliniana. El peor fascismo vino después, concluye Pasolini. Los treinta años de Democracia Cristiana han conseguido algo que el fascismo histórico no consiguió: transformar en lo más profundo de su ser a los italianos.
Diego Luis Sanromán
Fuente: Rojo y Negro