Artículo publicado en Rojo y Negro nº 397, febrero 2025

Hoy, 22 de enero de 2025, fecha en la que escribo esto, se cumplen exactamente siete años de la ocultación –por decirlo a la manera de los patafísicos– de la escritora estadounidense Ursula K. Le Guin. Tres años antes, cuando ya se encontraba en el último tramo de su vida, Le Guin había sido galardonada con la Medalla de la Fundación Nacional del Libro por su Destacada Contribución a las Letras Norteamericanas. El 19 de noviembre de 2014 pronunció el discurso de aceptación del premio, que apenas duró unos cinco minutos pero que, según reconoció más adelante, le había costado un par de meses redactar, y todo con el solo fin de hacerlo tan conciso como fuera posible. El resultado es una pequeña obra maestra, un alegato terso e incisivo a favor del poder transformador de la escritura.

Le Guin comenzaba reivindicando el lugar de sus colegas escritores de fantasía y ciencia ficción. “Escritores de la imaginación –dice– que durante cincuenta años han visto como estos bellos premios iban a parar a manos de los llamados realistas”. Después alertaba sobre los tiempos duros que se avecinaban y lanzaba un órdago a las nuevas generaciones de literatos: necesitamos escritores –añadía– dotados de imaginación y memoria, cuyas voces sean capaces de encontrar alternativas a cómo vivimos hoy y al mismo tiempo puedan recordar lo que es, lo que era, la libertad. “Poetas, visionarios, realistas de una realidad más vasta”, los llama.
En su última entrevista, realizada en varias sesiones a lo largo de tres años con el periodista David Streitfeld, aclararía que por supuesto no estaba vaticinando el fenómeno Trump –“los escritores de ciencia ficción no somos buenos haciendo predicciones”–. Y sin embargo… “¡Por todos los santos, llevaba treinta años diciendo que estamos haciendo del mundo un lugar inhabitable! ¡Cuarenta años!”. Shelley tenía razón cuando afirmaba que los poetas son los legisladores no reconocidos del mundo, había dicho Le Guin algún tiempo antes, incluso si rara vez ven sus leyes promulgadas y aceptadas por la comunidad.
En el momento actual, continuaba diciendo en su discurso, necesitamos escritores que conozcan la diferencia entre la producción de una mercancía y la práctica de un arte. Los libros no son, o no deberían ser, simples mercancías y el arte no debería someterse sin más a la lógica de la ganancia. Vivimos en el capitalismo –constataba– y su poder parece inexorable. “Pero también lo parecía el derecho divino de los reyes. Cualquier poder humano puede ser enfrentado y cambiado por los seres humanos. La resistencia y el cambio a menudo comienzan en el arte. Muy a menudo en nuestro arte, el arte de las palabras”. Los escritores deben exigir lo que les corresponde –concluía–, pero el nombre de “nuestra bella recompensa no es ganancia. Su nombre es libertad”.
Cuarenta años atrás, en 1974, cuando la literatura de género todavía no era considerada verdadera literatura, Le Guin había obtenido los premios Hugo y Nebula de ciencia ficción con una misma novela: «Los desposeídos». Antes –reconocería en otra entrevista de 2015– se había pasado un par de años investigando sobre el anarquismo pacifista. Había empezado leyendo a los teóricos de la no-violencia como Gandhi o Luther King y eso la había llevado hasta Kropotkin y compañía, “y quedé fascinada”. Por entonces, en Portland, la ciudad donde vivía, había un centenar de librerías independientes. En una de ellas, “bastante política”, si conocías al librero podías pasar a la trastienda donde había material anarquista, “maravilloso y muy difícil de encontrar en aquella época”. Le Guin compaginó su lectura de los clásicos anarquistas con la lectura de literatura utópica y descubrió que había una utopía para cualquier orientación política en la que pudiera pensarse, salvo para el anarquismo. “Bueno, tal vez yo debería escribir una –se dijo–. Así que tuve que releer y leer algunas cosas para planificar cómo demonios se organizaría una sociedad anarquista, lo que resultaba muy divertido, pero también muy complicado”.
En «Los desposeídos» Le Guin presentaba un pequeño planeta llamado Annares en el que la utopía libertaria se había hecho por fin realidad, donde se habían abolido el dinero y las leyes, donde ya no existían cárceles ni pronombres posesivos y donde la propiedad individual había quedado reducida al mínimo imprescindible. Su opuesto exacto era el planeta Urras, la representación misma del Estado capitalista. En su breve prólogo al relato El día antes de la revolución, una especie de precuela de la novela publicada el mismo año, Le Guin aclaraba: “Mi novela Los desposeídos trata de un pequeño mundo poblado por personas que se llaman a sí mismos odonianos. […] El odionanismo es el anarquismo. No aquello de las bombas en los bolsillos, que es terrorismo, independientemente del nombre con el que trate de dignificarse; tampoco el darwinismo social del “libertarismo” económico de la extrema derecha; sino el anarquismo tal y como aparece prefigurado en la filosofía taoísta temprana y lo exponen Shelley y Kropotkin, Goldman y Goodman. El blanco principal del anarquismo es el Estado autoritario (capitalista o socialista); su objetivo práctico-moral principal es la cooperación (solidaridad, asistencia mutua). Es la más idealista, y para mí la más interesante, de todas las teorías políticas”.
Los desposeídos se convirtió pronto en una obra de referencia para el movimiento libertario. Sin embargo, a Le Guin siempre le resultó un poco embarazoso que los anarquistas la reconocieran como una de los suyos. “Porque –siempre y cuando sean de los míos, pacifistas– los amo, pero soy un ama de casa burguesa, no practico el anarquismo”. Le parecía falso o demasiado fácil describirse como anarquista porque le faltaba el componente activista. Es como esa gente –señalaba– que dice que es en parte cheroqui. Pero ¿qué es un anarquista? La protagonista de «El día antes de la revolución» ofrecía la clave: “Alguien que, al elegir, acepta la responsabilidad de su elección”.

Diego Luis Sanromán


Fuente: Rojo y Negro