Llevaban 70 años cubiertos por una fina capa de arena. Rodeados por 100 hectáreas dedicadas al cultivo de cereal. Señalados. El terreno pasó de unas manos a otras, pero siempre con la advertencia de no hurgar en aquella zona, con forma de L, de 15 metros de largo, dónde sabían que estaban enterrados los cuerpos de más de 40 hombres y mujeres vecinos del pueblo de Lerma (Burgos) fusilados durante la guerra civil ; cadáveres anónimos a los que ahora se les busca un nombre.
«Hemos localizado a Juan Urquiri Martija, su tío». Iñaki Egaña, investigador del equipo que trabaja en la exhumación de la fosa de La Andaya habla por teléfono con dos hermanas que ahora viven en Deva (Guipúzcoa) y que habían dejado de buscar. «Pensaban que su tío había muerto en el frente. Nunca imaginaron que estaba tan cerca y que había fallecido tan pronto, al comienzo de la guerra. Estaban muy emocionadas. Íbamos a ir juntos a ver la fosa, pero al final me llamaron y me dijeron que no se atrevían a venir», explica Egaña.
El tío de las dos hermanas de Deva, era guardia de asalto, una especie de antidisturbios, detenido, apresado en la Cárcel Central de Burgos y finalmente fusilado en Burgos, en septiembre de 1.936. Tenía 26 años. Los investigadores saben que Urquiri es Urquiri por los correajes y el cinturón con hebilla que visten su esqueleto y por su estatura. El cuerpo de los guardias de asalto siempre escogía a los más altos.
A su lado, están los restos de otras 40 personas con las escasas pertenencias que les acompañaron en su último paseo, ahora convertidas en indispensables pistas para averiguar su identidad : unos pendientes, una peineta, un lápiz de carpintero…
«La mayoría era gente humilde, población civil, campesinos, albañiles, que fueron apresados a comienzos de la guerra civil por izquierdistas», explica Francisco Etxeberría, profesor de medicina forense de la Universidad del País Vasco y director de la investigación.
Entre los cadáveres, hay dos menores de 20 años y dos mujeres. «Al lado de uno de los esqueletos femeninos hemos encontrado incluso unas monedas porque a las mujeres no las registraban», explica Etxeberría.
Por todas partes, en el terreno arenoso que los verdugos escogieron para matar a las víctimas – «sabían muy bien que era una zona blanda, fácil», afirma Etxeberría- aparecen las balas que mataron y los casquillos que demuestran que los 41 fusilados perecieron en el mismo lugar en el que fueron enterrados. Fue esa munición la que activó hace una semana el detector de metales y confirmó las sospechas compartidas durante años por la gente del pueblo.
«Los testimonios orales son siempre la primera fase de la investigación. Entrevistamos a la gente, la grabamos y luego ponemos el vídeo. Lo ponemos al lado de la fosa y es muy emocionante porque el técnico está escuchando la historia que hay detrás de los huesos que está viendo» explica Etxeberría.
La historia se repite en todas las fosas comunes : la gente del pueblo sabe de alguna forma muy parecida a la certeza que debajo de aquél árbol o en aquél arenero, hay vecinos fusilados y enterrados durante la guerra civil. Hasta que un historiador o un familiar señala el lugar y pide más pruebas. «Una vez que hemos llamado a todas las puertas del pueblo, acudimos a los archivos, la segunda fase. Los «expedientes de salida» de los presos elaborados por las personas que decidieron darles muerte o las fichas elaboradas durante la mili, con la estatura, los rasgos físicos y quizá algún defecto genético de las víctimas nos ayudan muchísimo. No suelen fallar», explica José Ignacio Casado, investigador y miembro de la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica de Burgos.
La reacción siempre es parecida. «El primer momento es de alegría, pero enseguida ves que se acuerdan de los que ya se han muerto sin saber dónde estaba su familiar y les apena que se estén perdiendo ese momento. Eso es igual en todas las fosas», afirma Etxeberría, que ha estado en varias por toda España.
En esta, que tiene la anchura del alto de un adulto. Hay tres enterramientos distintos, correspondientes a tres fusilamientos masivos y esperan encontrar todavía 40 esqueletos más. Trabajan en ello un equipo de 20 personas- forenses, antropólogos, arqueólogos y voluntarios- procedentes del País Vasco, Valencia, Andalucía, Cataluña, Madrid, Castilla León e incluso un ciudadano de Japón «Se plantó un día aquí con un periódico japonés en el que salía un reportaje sobre las fosas de la guerra civil y desde entonces trabaja con nosotros. Está entusiasmadísimo. Y nos ayuda mucho. No parece que tenga 68 años». Santiago Macías, vicepresidente de la Asociación para la recuperación de la Memoria Histórica, se refiere a Toru Arakaguaw, un profesor de inglés nipón, que recién jubilado no dudó en venir a desenterrar parte de la historia de España.
Fuente: Natalia Junquera (El País)