Artículo de opinión de José Luis Gutiérrez Molina

El Parlamento andaluz ha aprobado la llamada Ley de Memoria Democrática de Andalucía. Un hecho que es presentado como el no va más en lo que respecta a actuación en la citada materia y que despierta grandes ilusiones en amplios sectores de la parte de la sociedad andaluza a la que preocupa. Sin embargo no tengo tan claro que la citada ley vaya a ser el instrumento dinamizador que muchos piensan.

El Parlamento andaluz ha aprobado la llamada Ley de Memoria Democrática de Andalucía. Un hecho que es presentado como el no va más en lo que respecta a actuación en la citada materia y que despierta grandes ilusiones en amplios sectores de la parte de la sociedad andaluza a la que preocupa. Sin embargo no tengo tan claro que la citada ley vaya a ser el instrumento dinamizador que muchos piensan.

Siempre he creído en la necesidad de la intervención pública en las cuestiones de memoria histórica, pero sin que ello significara que le otorgara, ni delegara, el papel exclusivamente en la Administración. Entre otras cosas porque pienso que si hay algo que le sobra a la sociedad española es su afán de que otros le arreglen sus problemas. Uno de los pilares del actual sistema democrático es la desconfianza de sus estructuras representativas en quienes representan. Por ejemplo, durante décadas los electores no han elegido a sus representantes sino a quienes les presentaban los partidos. Y siguen sin poder elegirlos o, como en el caso de esta ley, les reduce, cuando se organizan, a papeles de comparsas consultivas. Una especie de despotismo ilustrado que considera incapaz al ciudadano o, al menos, poco informado para tomar determinadas decisiones. El resultado ha sido la desconfianza mutua que cristalizó en el ¡que no, que no, que no nos representan!

Así que no son sólo reservas puntuales a ciertos artículos. Por ejemplo, el uso al “silencio administrativo”, como instrumento denegatorio, o el detallado régimen sancionador que no parece sólo tener en mente a los opositores a la Memoria Histórica. No me imagino a franquistas iniciando exhumaciones sin autorización o no comunicando hallazgos “causales”. Es algo más profundo, más de concepción de la actividad pública y de sus protagonistas. Me refiero a la laminación del papel de la sociedad civil organizada en numerosas asociaciones memorialistas.

A pesar de reconocerles en el “preámbulo” el papel fundamental que han tenido en el “mantenimiento y la reivindicación de la Memoria Democrática… jugando un papel crucial… y en recordar a las instituciones su deber”, el texto de la ley les da un reconocimiento por los servicios prestados y a otra cosa mariposa. Salvo para tener una posición totalmente secundaria respecto a la Administración, siempre tuteladas por ésta, o ejercer papeles consultivos y de “participación”. Así ocurre en lo que respecta a las exhumaciones o con el Consejo de la Memoria.

No voy a idealizar al asociacionismo memorialista, como tampoco creer que la actividad pública es patrimonio exclusivo de la Administración. En las sociedades democráticas que dicen avanzadas no se discute el papel de la sociedad organizada en los asuntos públicos y algo más que para consultarles o pedirles participación, es decir trabajo.

Ese es el tufo que desprende esta ley que concede todo el poder, no a los soviets, sino a la administración. Un texto que pasa la mano por el lomo a los memorialistas hasta el punto de reconocer a sus asociaciones como “titulares de intereses legítimos colectivos de las víctimas”. Por lo menos no las considera entes “privados” como hacen algunos. Para, a lo largo de todo el articulado, irlas relegando.

No es algo nuevo. Se venía venir desde hace tiempo. Tras el impulso inicial, hace más de tres lustros, poco a poco mediante diversos instrumentos —leyes, subvenciones, situaciones de hecho, cansancio, utilización partidaria— aquella administración a la que el memorialismo había recordado su deber ha revertido la situación y se hace con todo el poder. En adelante costará mucho más presionar para que los tiempos no se dilaten hasta hacer las actuaciones innecesarias por inanición. No habrá sólo que recordar el deber sino también sortear leyes. Más trabajo.

Por eso nunca he estado a favor de legislar como memoria histórica. Las administraciones tenían ya entonces los instrumentos necesarios para poner en práctica la gran mayoría de las demandas. Más aún, leyes como la de Zapatero no venían sino a intentar reconducir un movimiento que se desenvolvía al margen de instituciones y estructuras partidarias. Además de ocultar la falta de compromiso por unas auténticas políticas nacionales. Porque no nos engañemos ni antes, ni ahora, hay esa voluntad. La existencia de la querella argentina y la actitud en el parlamento español en determinadas situaciones así nos lo indican.

Espero equivocarme y no tener que pertenecer al coro de lamentaciones que se elevaran cuando una administración decida dejar sin presupuesto, no responder a las peticiones memorialistas y ejercer el poder sancionador que le otorga esta ley. Aunque, si llega el caso, no me cabe la menor duda que, como en aquellos ya lejanos años, habrá quienes luchen para que el genocidio español no quede definitivamente impune.

José Luis Gutiérrez Molina

https://www.lavozdelsur.es/un-regusto-agridulce


Fuente: José Luis Gutiérrez Molina