Daniel Solano, con sus ojos rasgados y el barro eterno en la piel espejaba los vericuetos de historias que se entrecruzan una y mil veces. Daniel Solano ya no está. Vivía en Misión Cherenta, en Tartagal. Llevaba en la sangre la pertenencia indisoluble a la etnia guaraní. Todavía se lo extraña en Sportivo Guaraní donde la hinchada viva su nombre y grita su ausencia en la segunda fase de un certamen de la AFA. Es el primer equipo indígena de la historia que llega a esa instancia. Pero él no lo supo.
Daniel buscaba un lugar en el mundo.
Daniel buscaba un lugar en el mundo.
Como tantos en los arrabales de esa patria olvidada viajó hasta Choele Choel [Provincia de Río Negro, Patagonia] a ganarse unos cuantos pesos en la cosecha de la manzana. Más de un día y medio en el traqueteo del colectivo desgastado, junto a otros 60 guaraníes como él, con un falso título de turistas para atravesar fronteras y paisajes desérticos y de los otros. A medio camino de esos 2100 kilómetros, los bajaron del micro y les hicieron llenar y firmar un simulacro de contrato en el que se aseguraba que ante el menor “conflicto” con la policía o la justicia, la empresa los echaría sin miramientos.
La historia de Daniel pincela a borbotones la crónica rancia y oscura de este país. Engullidor cruel de sueños velados.
Nació un 2 de noviembre, en 1984. Único varón en una familia de seis hijos. La mamá, Dorila Tercero, murió cuando Daniel tenía apenas 14. Allí, en Misión Cherenta viven unos 3000 guaraníes que deambulan sus días en la ausencia de empleo y de mañana.
El trabajo golondrina suele ser para muchos, la única y tenue esperanza a la que asirse cada año. También para Daniel.
Cuentan que un puntero del lugar suele ser contratado para promover el trabajo en las cosechas. Se trata de hablar por una FM del lugar y difundir las bondades de ese trabajo duro pero de buena paga. El puntero se lleva unos 3000 pesos por esa tarea de captación más el extra por llenar el micro. Y 60 trabajadores cada vez suben a esos colectivos cargados de sueños rotos.
Ya Daniel había viajado el año anterior. El 10 de octubre llegó por última vez a Choele Choel y se hospedaba en gamelas, como todo el resto. Sabía que en esta ocasión debería trabajar en el raleo de la manzana. Ir quitando a mano el exceso de frutas para equilibrar la maduración y mejorar la cosecha.
Cuando el 28 fue a cobrar su primer sueldo, se encontró con que apenas se le pagaban 800 de los 3000 prometidos. Hizo lo que no se debía hacer: reclamar. Hacer oir la voz suele ser un peligro de efectos colectivos y eso no se debe permitir. Daniel tenía lo que pocos tienen: un título secundario de la escuela técnica OEA, de Tartagal. Hay quienes dicen que le ofrecieron entonces el rol de puntero, pero que él no quiso.
El 4 de octubre compró un teléfono celular, le escribió a su novia “te extraño, mi amor” y le pidió que le cargara 10 pesos de crédito. Sus últimas huellas se diluyeron en el boliche Macuba, de Choele Choel, algunas horas más tarde.
Ayer, una patrulla de buzos buscaba su cuerpo con perros rastreadores. La misma búsqueda en los mismos exactos lugares en que fue buscado a poco de su desaparición por policías comandados por uno de los ahora 22 imputados en la causa.
Walberto Solano, el papá de Daniel, lleva 10 días en huelga de hambre en Río Negro. Hace frío para su piel tan salteña y guaraní. Lo internaron en terapia intensiva con signos de hipotermia.
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“De sol a sol”, suele ser el común denominador para los trabajadores rurales en condiciones de semiesclavitud. Taperas, gamelas, carpas plásticas suelen ser el refugio en las noches para un trabajo dolorosamente duro. Hacinados en camiones, amontonados en colectivos añejos, son llevados desde una tierra de pobrezas hondas hacia los oasis del cultivo en donde las promesas mutan en decepción.
En Río negro las denuncias suelen multiplicarse año tras año como epidemia imparable. Como aquel enero de 2010 en que encontraron a cientos de trabajadores hacinados en un galpón de la misma ciudad en que por octubre de 2011 se hospedaba Daniel Solano. “Les habían ofrecido 81 pesos por día y vivienda. En cambio le daban 30 pesos y un tinglado superpoblado. La mitad de los trabajadores dormía sobre el piso. Si alguien reclamaba, en el predio había policías de la provincia que amenazaban con reprimir”, escribía por entonces Darío Aranda en Página 12.
La cosecha del ajo y la uva, en Cuyo; de la manzana y la fruta fina en el Valle Medio y Alto Valle; de la oliva, en Catamarca y La Rioja; del arándano, en Entre Ríos multiplican esa práctica ancestral de explotación.
Una expoliación sostenida que forja riquezas a fuerza de silencios y complicidades. Pero que perdura en el tiempo con la orden férrea de no sacar los pies del plato. De lo contrario sobrevendrán otras prácticas aleccionadoras.
El ya disuelto y temible grupo antimotines Bora, de la policía rionegrina, trabajaba como guardia privada de la empresa Expofrut Univeg SA en sus instalaciones frutículas de Lamarque. Una firma que sostiene el eslogan de «estricto cumplimiento de estándares de calidad y buenas prácticas» mientras mantiene en la semiesclavitud a miles y miles de trabajadores golondrina.
Daniel Solano ya no está. Desapareció aquella madrugada del 5 de noviembre a poco de haber levantado su voz contra la contratista Agro Cosecha que lo llevó a trabajar para Expofrut. Hay 22 policías imputados por presunto encubrimiento, empresarios sospechados, dirigentes políticos y gremiales que callaron o asintieron.
“La cadena de complicidades incluye a los empresarios, intermediarios, sindicatos y Estado”, afirma Guillermo Neiman, investigador agrario de la Flacso, cuando analiza la estructura íntima de la explotación rural. Hay indudablemente un entramado profundo que desnuda la médula del trabajo golondrina.
Una cadena que sigue acoplando engranajes y aceitando sus eslabones en cada nuevo micro cargado de trabajadores extorsionados en la sumisión, a sabiendas de que una larga fila de desarrapados los podrá reemplazar ante el menor gritito tenue en medio del silencio.
Claudia Rafael, Pelota de Trapo (16.05.12)