Todos estamos al tanto de la calle de lo que está ocurriendo en Brasil, con un escándalo en el que los casos de corrupción se van haciendo más amplios y más profundos conforme pasa el tiempo. La historia resulta en cierto sentido aburrida porque repite los patrones a los que estamos desgraciadamente acostumbrados. Se destapa un pequeño caso inicial, que es rápidamente negado o minimizado por quienes pueden verse afectados por las salpicaduras de la emergente bazofia moral. Los rivales políticos, además de las asociaciones civiles que luchan por la desaparición de la corrupción, descubren el posible filón de municiones contra el grupo contrario y se lanzan al ataque con todo lo que tienen a mano.
Como no puede ser menos, lo que empezaba siendo pequeño va creciendo hasta convertirse en una hidra ponzoñosa que extiende sus tentáculos a distancias cada vez más lejanas del pequeño núcleo inicial. Al final resulta que las prácticas de corrupción se remontan a 1989 y que los implicados son casi toda la plana mayor del Partido de los Trabajadores. Tarde, como siempre en estos casos, la máxima autoridad en el partido afectado por el escándalo, interviene en público, pide perdón, promete investigar y afirma que él mismo no tiene nada que ver con el tema. Es tarde, sin embargo : cerca del 80% de los brasileños no cree en su palabra. Por otra parte, no se sabe qué es mejor : que no supiera nada, lo que indicaría que no se entera de lo que ocurre en su propia casa y entre sus colaboradores de mayor confianza, a quienes hubiera entregado un cheque en blanco ; o que lo supiera todo, formando parte de un entramado organizado para garantizar la llegada de la “izquierda” al poder y su posterior perpetuación. Lo novedoso es que hayan sido el partido de Lula y el mismo presidente los protagonistas del escándalo. Una primera reacción es la de radicalizar la crítica precisamente porque se trata de alguien de izquierdas que había accedido al poder después de una difícil carrera política y superando evidentes resistencias de los poderes establecidos. Era mucha la gente que había puesto la esperanza en su aportación para hacer retroceder seriamente la miseria que atenaza a una gran parte de la población brasileña. Se convertía además en posible referencia para otros países cercanos y junto con Chávez, aunque con perfiles bien diferenciados, planteaba un modelo nuevo que podía frenar la barbarie neoliberal.
Son muchas las personas, empezando por diputados de su propio partido, las que se sienten profundamente traicionadas. Dan por supuesto que la corrupción va a ser moneda corriente entre los partidos de derechas, pero confían en que los de izquierdas van a ser especialmente honestos en la gestión de la cosa pública. De pronto descubren que no es así, al menos en este caso, y que el líder anticorrupción forma parte del tinglado. Cierto es que lo llamativo de la contradicción personal hace que resulte especialmente grave y desmoralizador. Debe ser algo parecido a descubrir de pronto que un cardenal es un pederasta o que representantes cualificados de Amnistía Internacional colaboran en interrogatorios en los que se practica la tortura. O, por seguir con casos reales, lo que ha ocurrido recientemente con la cogestión empresarial de sindicatos y patronal en la VolksWagen de Alemania.
Por lo que a mi respecta, ni me provoca un especial escándalo ni voy a hacer leña del árbol caído. Efectivamente me sienta peor que ese sea el comportamiento de políticos que, en principio, están más cerca de mis aspiraciones, pero no me agobia especialmente. En primer lugar, mi tranquilidad procede del conocimiento de que la corrupción es un mal universal, en el tiempo y el espacio, y no es fácil librarse de él Lula no deja de ser un caso más, otro triste episodio en la historia política de la humanidad. No es peor que otros y desde luego no es peor que aquellas personas ajenas a su partido y su gobierno que han colaborado en las prácticas corruptas. Y me asquean los puritanos que se desgarran las vestiduras en este caso, cuando han permanecido en silencio en los casos que afectaban a ellos mismos y sus correligionarios.
Por otra parte, no debemos olvidar que personalmente mantengo una concepción anarquista de la política. Y ya lo decían los autores clásicos : poned a San Francisco de Asís en el gobierno y se convertirá en un dictador. Es importante el comportamiento honesto de las personas y siempre es posible encontrar casos de probada honradez en los puestos más delicados, incluyendo claro está partidos políticos y parlamentos. Es más, estructuras muy bien organizadas para minimizar el impacto de la corrupción pueden sucumbir cuando las personas que ocupan cargos no son honestas, y algunos ejemplos podríamos encontrar en la historia del anarquismo organizado. Pero es también un hecho que el funcionamiento de la política en las democracias representativas, con su concentración de poder en pocas manos, es un ámbito en el que se da la corrupción de forma endémica y sistemática. Por eso mismo la profunda y auténtica transformación revolucionaria de la sociedad deberá siempre favorecer la aparición de personas nuevas en una sociedad nueva, ambas cosas a la vez.
De todos modos conviene recordar un par de corolarios que se desprenden de lo anterior. Es el primero el del acierto del planteamiento anarquista en la concepción de la lucha contra el poder, con el Estado como manifestación más depurada. El poder corrompe y cuanto más absoluto sea ese poder o cuanto goce de mayor legitimidad, más cuidado hay que tener con las consecuencias nefastas que tiene para la vida social. Es necesario fragmentarlo al máximo, potenciando la rotación, la gestión de abajo arriba de las organizaciones sociales y la transparencia permanente acompañada de una constante rendición de cuentas por parte de quienes han ocupado alguna posición de responsabilidad. Uno de los caballos de batalla de la democracia moderna en sus orígenes fue la lucha contra el absolutismo y por eso mismo propuso la división de poderes como forma más adecuada para controlar y evitar los excesos. Debemos, por tanto, tomarnos la democracia en serio.
Es el segundo la exigencia de que se mantenga fuera de la lucha por el poder organizaciones sociales bien estructuradas para poder perseguir y denunciar constantemente a quienes practican la corrupción. Y hacerlo además de forma eficaz, recurriendo a la denuncia pública y a la acción directa para doblegar a los poderosos e impedir su reproducción. Es otra de las profundas intuiciones anarquistas que queda ejemplificada en el caso de Lula : no se acaba con el poder aceptando sus reglas del juego y conquistándolo, sino negándose rotundamente a participar en ese juego en el que las cartas siempre están marcadas para provocar la derrota de la libertad, la igualdad y el apoyo mutuo. Cuando criticamos a los poderosos corruptos no lo hacemos para ponernos en su puesto, sino para que no se reproduzca las estructuras políticas, económicas, culturales y sociales que los hacen posibles.
Fuente: Red Libertaria Apoyo Mutuo