Artículo de opinión de Rafael Cid

“El Pentágono ha sido el principal mecanismo  keynesiano del gobierno”

(Noam Chomsky)

“El Pentágono ha sido el principal mecanismo  keynesiano del gobierno”

(Noam Chomsky)

El pasado fin de semana se produjo un extraño fenómeno político. Los tradicionales y antagónicos  bloques ideológicos izquierda y derecha confluían en un mismo afán: tumbar la globalización. Cada uno por su lado, emitían voz y voto para frenar la trituradora de la internacionalización mercantil en marcha. Inició la ofensiva la izquierda movilizándose en muchas ciudades al grito de “¡Otoño resistencia. Ni CETA ni  TTIP”!  Y continuó en Washington con la firma de una orden ejecutiva por el nuevo presidente que liquidaba el TPP, el acuerdo transpacífico que junto con sus hermanos gemelos en el área europea y canadiense representaba la vanguardia de la expansión capitalista en su fase neoliberal.

Lógicamente se trataba de una coincidencia finalista sin trascendencia axiológica. Ambos sectores esgrimían sus razones por motivos diferentes. La izquierda lo hacía por considerar que el Tratado de Asociación Transatlántico (TTIP) amenaza los derechos y libertades de los ciudadanos europeos al ceder a las multinacionales prerrogativas exclusivas de los Estados. Un paso más allá en la mala dirección de merma de soberanía que ya suponen las instituciones de la Unión Europea (UE). Por su lado, Donald Trump lo hacía cumpliendo su programa electoral en lo referido a repatriar el aparato productivo deslocalizado a países con salarios más competitivos.

Por cierto que, desmintiendo a los “todólogos” de todas las escuelas que vaticinaban mucha verborrea y poca praxis, el nuevo inquilino de la Casa Blanca ha emprendido una carrera contra reloj para poner todo patas arriba. Cuando todavía no sabe por dónde da el sol en el Despacho Oval, ya está aplicando un estrábico “keynesianismo” (como Reagan) cargándose el Obamacare; recuperando el proyecto de nuevos oleoductos paralizado por su antecesor como anticipo del capítulo de grandes inversiones en obras públicas anunciado; completando el muro segregacionista con México (3.100 kilómetros de valla);  y prometiendo una importante rebaja de impuestos a las grandes compañías para compensarlas de los mayores costes laborales que  supondrá  contratar mano de obra nacional.  Datos todos ellos que pulverizan los pronósticos más optimistas de aquellos expertos que trataban de convencernos de que la sangre nunca llegaría al río, pura charlatanería. Seguramente porque desde su atalaya ideológica creen que el capitalismo es uno, monocorde, reside en Walt Street, y los charlatanes son pasotas. No han visto la película Comanchería.

Pero los hechos son tozudos, como demuestra esa chocante experiencia de ver a activistas antiglobalización y al führer de ¡América, primero! en la misma pista de baile por unos momentos. Por eso conviene resaltar las diferencias y evitar que tal coincidencia coyuntural envíe un mensaje equivocado a la ciudanía sobre las intenciones de los partidos ultras que acechan en el horizonte electoral europeo este 2017. No es tarea fácil, sobre todo cuando a causa de la brutal crisis económica la gente siente la tentación de echarse en brazos del primer salvador que les tire los tejos (lo dijo el Papa Francisco sin darse por aludido, él que es el albacea del “salvador supremo”). La confusión es sideral y la ignorancia estratosférica, especialmente cuando todavía funcionan categorías maniqueas que reducen la realidad a una especie de duelo entre montescos y capuletos, sin más matices ni consideraciones.

En este contexto, la misma semana de autos se producían dos sucesos que abonan nuestra escabrosa indigencia. El mayor elogio a la medida “antisistema” decretada por Trump aparecía en una de las webs más radicales (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=222032), al reproducir en portada la información que ofrecía  RT, siglas de Russia Today, la cadena audiovisual bajo control de Putin (aunque la “firma” de la fuente quedaba relegada al despliegue interior de la noticia). Y en el otro extremo, y también sin mayor análisis ni ponderación, estaba la reseña sobre la asistencia del dirigente chino Xi Jimpig en la reunión anual de Davos como máximo exponente del vigente orden turbocapitalista. Seguramente satisfecho al conocer que, con la renuncia  liderar el TPP,  “su deudor yanqui” acababa de servirle en bandeja la mejor tajada del mercado asiático (Alibaba se llama su mayor compañía de comercio electrónico). Fuego amigo en pleno cambio de paradigma.

Y aquí es donde nuevamente pueden surgir las contradicciones indeseables. Lo del funesto Trump (una especie de Torrente bis con acceso al botón nuclear) es puro negacionismo troglodita aupado al poder por millones de trabajadores  de las clases medias zarandeados por la crisis.  Lo de la izquierda progresista, por el contrario, es solo un peldaño en el camino para decir adiós a todo eso. El peligro, sin embargo, está en una salida en falso que ratifique la sacralización del trabajo que anida en la refutación de esas alianzas transcontinentales. Registro en el que estuvieron inscritas todas las caras del nacional socialismo histórico, el culto siamés al productivismo que identifica al populismo de izquierdas y al de derechas. La mentalidad verdaderamente transformadora deber superar ese baldón. Y no solo con una reducción drástica de la jornada de trabajo y la implantación de la renta básica universal, parches necesarios pero no suficientes en la dinámica hacia la extinción de esa calamidad que es el trabajo forzado.

El fenómeno Trump solo es inédito en su concreción territorial. Se trata de la reacción antimoderna, reaccionaria y demagógica que sacude al capitalismo cuando una crisis deja al aire sus crímenes y vergüenzas. Ocurrió con especial violencia en los años veinte del siglo pasado y pasa de nuevo en este comienzo del XXI, pero también cuando los primeros espasmos de la Revolución Industrial se dejaron sentir sobre una población que acaba de salir del sopor del feudalismo agrario-pastoril- artesanal. Son momentos de oportunidad (kairos) para que, las clases acomodadas que se sienten desbordadas por los parvenus, trencen pactos con sectores de la población que también perciben el cambio como una agresión a sus modos de vida. El Trumpismo sería una especie de carlismo estadounidense, pero a lo bestia.

Por eso la izquierda debe evitar caer en el cepo de la  resistencia para conservar y romper las reglas del juego. La brutalidad de la puesta en escena de Trump  cuando no lleva ni una semana en el cargo certifica el nivel de peligrosidad social de su reinado y, aunque puede servir de severa advertencia para sucesivos epígonos en el Viejo Continente, supone una invitación al cambio de modelo más allá de la era del trabajo, el postmercado. No hay dignidad en el imperativo de trabajar para vivir, ni nos hace libres, frase que oculta la inanidad esclavista del empleo. Al revés, es la expresión de la secular opresión que mide la impotencia de la humanidad para mostrarse realmente humana. Los nazis lo sabían bien al reivindicarlo en la entrada de los campos de exterminio: “Arbeit Macht Frei”. Hay que dar la espalda definitivamente a esa cultura de ignominia y sometimiento consentido. Ni el trabajo dignifica, como pretende el cristianismo; ni la fuerza de trabajo es la razón vital social, como postula el marxismo. Por primera vez en la historia, los avances técnico-científicos-cibernéticos permiten pensar en una auténtica sociedad de hombres y mujeres libres e iguales, de equalibertad Sin explotación, ni alienación, ni plusvalías.  Como medida de todas las cosas.

Pero eso exige mucho más que la fanfarria de una revolución reproductiva, generalmente externa al sujeto, dictada desde las vanguardias y, por tanto, sin responsabilidad ni experiencia vital de abajo-arriba. Precisa un cambio de mentalidad. Dejar de ser la eterna oposición que nunca termina en realidad de oponerse porque opera en la misma longitud de onda (patriarcal, ecocida y belicista) que el contrario. Ser proactivo, afirmarse en la coherencia entre potencia y acto, prefigurando en la actividad diaria la sociedad futura con que soñamos. La política de acción-reacción-producción unidimensional termina  convirtiéndonos en rehenes de lo que repudiamos porque absorbe todas nuestras energías creativas. Lo propio es practicar la ética de la deserción, como Arquíloco. Nada de plantar batalla frontal al adversario con sus mismos códigos. Hacer como con la televisión; no intentar cambiar de canal, apagarla sin más. El filósofo italiano Giorgio Agamben lo ha expuesto con extrema lucidez: “Estamos acostumbrados a entender la transformación política radical como consecuencia de una revolución más o menos violenta: un nuevo sujeto político, que desde la revolución francesa nombra al poder constituyente, destruye el orden político-jurídico y crea un nuevo poder constituido. Pienso que ha llegado el momento de abandonar este modelo caduco, para orientar nuestro pensamiento hacia algo que podría llamarse “fuerza derogatoria” o “destituyente” –esto es, hacia una fuerza que no puede en absoluto adoptar la forma de un poder constituido. El poder constituyente corresponde a revoluciones, levantamientos y nuevas constituciones, es un poder a través del cual se instituye un nuevo derecho. Para la fuerza destituyente se deben inventar estrategias totalmente distintas, cuya más íntima determinación sea producir una política venidera. Si el poder es revolucionado sólo por el poder constituyente, se desencadena otra vez sin falta a la ininterrumpida dialéctica, sin fin y sin salida, de poder constituyente y poder constituido, poder instaurador de derecho y poder conservador de derecho”.

¡Sapere aude!

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid