La narrativa oficial sobre el terrible accidente ferroviario de Galiza se está construyendo sobre dos de los elementos tradicionales de la tragedia: uno puñado de héroes y un único villano. Pero los hechos en la vida real son menos esquemáticos.

Detengámonos ahora en la épica. ¿Fueron unos héroes los paisanos de la aldea gallega de Angrois que acudieron todos a una a socorrer a las víctimas del descarrilamiento? Desde luego no, si por héroes entendemos un comportamiento humano excepcional, raro e insólito, rotundamente no. Aunque la partitura del orden establecido exija para su validación el canon de que la eficacia y la diligencia corresponden por antonomasia a las instituciones, y que el pueblo, los de abajo, solo ocasionalmente puede tener comportamientos admirables.

Detengámonos ahora en la épica. ¿Fueron unos héroes los paisanos de la aldea gallega de Angrois que acudieron todos a una a socorrer a las víctimas del descarrilamiento? Desde luego no, si por héroes entendemos un comportamiento humano excepcional, raro e insólito, rotundamente no. Aunque la partitura del orden establecido exija para su validación el canon de que la eficacia y la diligencia corresponden por antonomasia a las instituciones, y que el pueblo, los de abajo, solo ocasionalmente puede tener comportamientos admirables. Muy al contrario, lo que ha puesto de manifiesto una vez más el “caso Angrois” es que esa ejemplaridad es el proceder innato de la gente normal. Y que eso que los dirigentes políticos y los medios de comunicación califican de “heroico” (como si fuera una regalía) es la respuesta lógica de hombres y mujeres cuando se manifiestan autogestionariamente, libre y solidariamente, sin el extrañamiento que normativas, rutinas e instituciones interponen entre representantes y representados.

¿A qué se debe, pues, que cuando el Estado retrocede, languidece o declina, los seres humanos dan lo mejor de sí? ¿Es posible que el natural altruismo de las personas sea parasitado por esos entes e instancias artificiales que se reservan para sí casi la exclusiva del mérito público? Algunas experiencias históricas, por omisión, señalan en esta dirección. Cuando el Estado ha desertado, como durante la invasión napoleónica; cuando ha flaqueado, como en el alzamiento franquista; o cuando, como en el desastre que motiva esta reflexión, aún no estaba operativo, siempre ha sido el pueblo autoorganizado, su instintiva autogestión, quien ha enfrentado los problemas y salvado situaciones de alto riesgo que han asombrado al mundo. Lo fue al constituir “Juntas de Defensa” en toda España para rechazar a las tropas francesas a comienzos del siglo XIX; lo repitió un pueblo insurgente en 1936 lanzándose en alpargatas a las calles de Barcelona y Madrid para tumbar al fascismo, y acaba de ocurrir personalizado en las sencillas gentes de Angrois para ayudar y aliviar a los pasajeros del fatídico convoy. Sostenía el geógrafo Eliseo Reclus que “la anarquía es la más alta expresión del orden” y es un lugar común escuchar en las manifestaciones ciudadanas que “el pueblo unido funciona sin partidos”. Algo de cierto debe haber en esos vehementes mensajes que remiten al infinito potencial de generosidad y creatividad social que anida en el pueblo cuando se produce sobre lo que le es común y propio, sin prótesis jerárquicas y disgregadoras. A grandes males, grandes remedios.

La democracia que nos legó Pericles según el relato de Tucídides se incubó en una gran tragedia, la derrota de Atenas en la Primera Guerra del Peloponeso. Un monumental desastre y para nada un éxito social fue el origen del menos malo de los regímenes conocidos. El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, según la recatalogación Lincoln muchos siglos después. Lo que nos pone ante dos vectores encadenados en su profundo significado. Uno, que la auténtica democracia es la democracia directa, el autogobierno, y que la “democracia, representativa” no solo supone su versión espuria sino que, al insertar en su ADN una separación entre dirigentes y dirigidos, entre gobernantes y gobernados, actúa como negativo de la acción directa del pueblo soberano. Y dos, que esa forma genuina de autoorganización, desde abajo, fue “inventada” por los seres humanos para solucionar los problemas que conlleva la incierta vida en sociedad, y al mismo tiempo para gestionar equitativa y responsablemente los recursos, siempre limitados, que la naturaleza somete al uso de la razón.

Y aquí es donde entra el aserto “Estado”, tras la irrupción del industrialismo, como artefacto que es recepcionado con la excusa de tratarse de sociedades más complejas, a escala, para legitimar “la democracia representativa” como pensamiento único. Un hecho de enorme trascendencia en la historia política de la humanidad porque estableció una desmembración radical entre sujeto y objeto, dando entrada a la alienación y el monadismo social que han servido para justificar la estratificación gubernamental y la selección natural. El “Estado” como presunta mano invisible que vehicula a la colectividad hacia su plenitud es un concepto moderno y supone una mutación en el devenir de la autoorganización social. En la democracia griega no había Estado como tal. La vida pública era autogestionada por los propios ciudadanos (que no por toda la población). El mismo Aristóteles, que estaba lejos de ser un demócrata al uso, utilizó el término “estado” (con minúscula) como un trasunto de la proyección comunitaria de las personas hacia una “vida mejor”. El estagirita equiparaba el fin del estado con el fin del individuo. O sea, el thelos de abajo arriba. Era el valor espiritual y moral del individuo lo que dotaba de significado y contenido al estado. Nada que ver con el ventriloquismo que el Estado moderno y sus titulares practican sobre individuo y pueblo, hoy formateados como inermes votantes y masa. Sobre este sobrevenido sucedáneo de representaciones y máscaras se cimenta nuestra servidumbre voluntaria

Como es sabido, en aquella democracia ateniense que aún fiamos, el teatro era la forma de expresión genuina del espíritu del pueblo. Y más en concreto lo era el coro que acompañaba a las representaciones públicas, un efecto sonoro usado para hacer presente (re-presentar) en el escenario el sentir oculto de la ciudadanía. Como Werner Jaeger recuerda en su indispensable Paidea, este sencillo eco del proscenio servía para mostrar que, por encima de los actores y los autores de la obra, estaba la conciencia del pueblo. La omnipresente polis era la protagonista real. De esta manera, frente a la realidad oficial de las autoridades, sería el pueblo, habitualmente mantenido en segundo plano, quien ostentaría la titularidad de la sociedad.

No, no hay héroes, ni seres providenciales, ni tampoco ángeles de la guardia, solo personas. El falso “misterio Angrois” lo que revela es que el rudo e invisible pueblo, los de abajo, abandonó de nuevo el nicho coral en que le encasillan intereses cruzados para dar fe de vida. Porque incluso en esta sociedad de barbarie, explotación e iniquidad “un hombre completo no necesita ser una autoridad” (Max Stirner).

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid