Justificaciones para preservar la tortura en pleno Siglo XXI

Algunos afirman que, hace más de quinientos años, Don Hernando de Vega acabó a lanzazos con un toro que se le cruzó a la comitiva en la que viajaba Isabel la Católica a su paso por la Localidad de Tordesillas. Otros sostienen que el episodio no es verosímil. Y digo yo: ¿qué importa que sea o no fidedigno?

La cuestión sustancial,
la verdaderamente trascendental es que, suceso o leyenda, los españoles del
siglo XXI podemos presumir de haberla convertido en tradición inamovible que
habla de la racionalidad, de la ilustración y la grandeza de nuestro más
preciado acervo: un ritual ancestral en el que héroes épicos redivivos asestan
lanzadas hasta su muerte a un toro al que aman. ¿Qué expresión de afecto y
admiración puede existir más sublime que desgarrarle las entrañas al ser
venerado?

La cuestión sustancial,
la verdaderamente trascendental es que, suceso o leyenda, los españoles del
siglo XXI podemos presumir de haberla convertido en tradición inamovible que
habla de la racionalidad, de la ilustración y la grandeza de nuestro más
preciado acervo: un ritual ancestral en el que héroes épicos redivivos asestan
lanzadas hasta su muerte a un toro al que aman. ¿Qué expresión de afecto y
admiración puede existir más sublime que desgarrarle las entrañas al ser
venerado?

Hay quienes declaran
sentir aversión y angustia al contemplar la lista de toros alanceados en la
noble Villa durante sus festejos. Pobres flojos, ¿qué sabrán ellos del orgullo
de conservar las señas de identidad de un pueblo? Esta digna costumbre
distingue a los que la llevan a cabo y defienden. No – según aseguran esos apátridas
del honor – como amparadores de un acto violento y brutal, sino como adalides
del valor y el altruismo que emana de esta justa imprescindible e inmortal, por
más que se empeñen en erradicarla un grupo de lunáticos para los que es más
importante la vida de un toro – que en definitiva ha nacido para eso – que el
orgullo de conservar usanzas milenarias.

Y que se sepa allende
nuestras tierras que todos, absolutamente todos los tordesillanos, se
vanaglorian de amar y preservar tan inmemorial torneo. Se sienten orgullosos de
pertenecer a estos pagos que guardan la memoria centenaria de toros inertes
cubiertos de polvo y sangre. El arrojo de esta especial raza de castellanos
brota de beber en las hemorragias de una criatura dichosa en su ineludible
sacrificio.

Fue concebida, gestada,
parida y criada para tan eximia hazaña, del mismo modo que otros seres vinieron
al mundo para ejercer una función que tuvieron encomendada durante siglos,
hasta que llegaron los “libertadores” con sus ideas progres e,
incomprensiblemente, lograron modificar las leyes y poner fin a tan solemnes y
rentables disposiciones diciendo que “todos somos iguales”. Habrase visto:
iguales dicen. ¡Mentecatos!

Es falso que algunos
habitantes de Tordesillas callen su rechazo y que lo hagan por miedo. Las imágenes
transmitidas por televisiones en las que se observan comportamientos violentos
de los participantes hacia los periodistas y detractores de tan grave lid, no
son más que montajes y manipulaciones malintencionadas y sacadas de contexto,
porque si algo caracteriza a los lanceros es, como bien se explica en su
ideario, la convivencia armónica, el gusto por la libertad, la cortesía, la
hidalguía, la solidaridad, las buenas formas y – nada más lejos de esas
maledicentes acusaciones de maltrato al toro – el mayor respeto al animal,
porque en las normas del Patronato, reglas sagradas, se deja muy claro que se
le tratará con la dignidad y honor que su categoría de torneante le confiere, y
que nadie osará atacarlo, ni vivo ni muerto, ni de palabra ni de obra.

Algún ignorante habrá
que afirme que hundir las lanzas en su cuerpo es agredirlo. ¡Mentira!, cada
puyazo lo acerca al Olimpo de los seres legendarios. ¿Qué mayor prueba de
deferencia necesitáis animalistas? Nuestro toro no quiere vivir, sino morir con
gloria.

Y ya puestos no tengo
porque fingir: las agresiones a los opositores no son montajes. Es verdad que
se les da su merecido a los que mancillan estos lares para criticar. ¿Acaso es
algo de lo que haya que avergonzarse? No. A los lanceros les sobran criadillas
para eso y más. Ya está bien de actitudes pacatas y de perroflautas con síndrome de
Bambi.
Que nadie, ni ciudadanos metomentodo, ni periodistas del tres al cuarto, ni políticos
españoles que van de progresistas o extranjeros ignorantes de nuestros más
altos valores, son quienes para decidir sobre este amado y mimado toro que,
además, se siente feliz en una batalla que apetece y al que no le duelen las
heridas porque su bravura actúa de anestésico.

Si serán incultos que
hasta se atreven a proclamar que el bizarro astado siente miedo, como si a estas
alturas no supiéramos ya que eso es una debilidad únicamente humana. De otros
humanos, por supuesto, que jamás nuestra. Y esos estudios científicos que dicen
demostrar el sufrimiento físico y psíquico del animal nos los pasamos por el
forro de las meninges. No creemos en ellos. Nosotros sabemos más de miuras o de vitorinos que toda esa
chusma de etólogos, veterinarios y zoólogos abolicionistas juntos.

A nadie se le obliga a
acudir, así que al que no le guste que no venga, pero los que tengan la osadía
y desvergüenza de presentarse en Tordesillas para enjuiciar o filmar imágenes y
difundirlas después buscando divulgar una crueldad que sólo ellos aprecian,
advertidos quedan: ese mismo ideario, sacrosanta escritura del torneante,
contempla que sean despedidos en mala hora. Y se hace de tal modo que no les
queden ganas de volver.

Los patéticos defensores
de los animales que cada año permite el Ayuntamiento que se manifiesten en los
arrabales de la Ciudad suerte tienen de estar protegidos por las fuerzas de
seguridad del Estado, que de otro modo no se llevarían huevazos e insultos,
sino una buena somanta para quitarles la tontería. Mensajes hay escritos en el
Foro del Patronato que animan a darles un escarmiento que jamás olviden, lástima
que la policía lo impida.

Y sí, es cierto que esta
soberbia costumbre recibe subvenciones con dinero público. También es verdad
que a la infancia tordesillana se le convierte en testigo informado de tan
sublime desafío con la esperanza de que mañana sean ellos, los niños de hoy,
los heroicos lanceros que perpetúen este preciado tesoro cultural. Todo eso es
así. Pero son razones para el orgullo y nunca para la deshonra. Queremos hijos
bragados y no medrosos que se turban ante los estertores de un animal de cuya
agonía nace nuestra insigne reciedumbre.

Asegurar que la
administración sufraga una tortura y ejecución planificada, anunciada y pública
es la mala baba vertida por los pusilánimes que en el fondo nos envidian. No
hay vergüenza ni indecencia en consentirla y alimentarla, porque eso es
justicia y la demostración de que los políticos locales tienen más redaños que
todos esos ecolojetas de por ahí fuera juntos.

Vale ya de hablar de
destinar el dinero a partidas sociales en vez de a ensalzar la muerte. Nada más
sano para la sociedad que preservar hábitos en los que el hombre pueda
demostrar su incontestable superioridad sobre todas las criaturas. Y es
obligación moral enseñarle eso a los más pequeños, porque cuando se ejerce
sobre animales no es violencia, sino disfrute de nuestros privilegios como
humanos sobre el resto de las especies.

Mal que le pese a tanto
defensor de los derechos de quienes por su condición inferior jamás podrán
tenerlos, el segundo martes de septiembre está a pocas horas vista y ese día,
esa gloriosa jornada, Tordesillas, Valladolid y España, la España garante del
coraje y caballerosidad que durante tantos siglos nos ha caracterizado, y no
esa otra sensiblera, cobardoide y afeminada, volverán, a golpe de renombrado
acero de hoja lanceolada y de sangre necesaria, a demostrar que Gandhi no era más
que un soñador timorato.

Lo era cuando manifestó
que: “Un país se puede juzgar por la forma en la que trata a sus animales”. No lo califico
así por la validez de la frase, que la tiene, sino por el sentido que con el
que la pronunció, pretendiendo que la vida de las bestias fuese tan respetada
como la humana. El pensamiento es acertado sólo si lo entendemos con su
interpretación inversa, ya que gracias a este sublime uso, el alanceamiento del
toro, se deja claro quién es la criatura suprema que a todas las demás habrá de
dominar, y a nosotros se nos podrá juzgar como una raza de intrépidos y audaces
capaces además de enfrentarse a quien haga falta por proteger al Toro de la
Vega, uno de los escasos vestigios que nos unen a una virilidad que poco a poco
se va perdiendo.

Afligido se llama el
morlaco de este año. A alguien le he oído explicar que como Condenado habría que
bautizar a todos los toros que combaten y mueren en una Vega que es para
siempre tierra de denodadas gestas. Qué dañino es el desconocimiento. Estos
animales no son víctimas de una costumbre feroz y abyecta, sino seres
afortunados por ser escogidos para tan elevado honor, y mil vidas que tuviesen,
mil vidas en las que elegirían morir alanceados. ¿O es que algún astado os ha
dicho lo contrario?

Dejadnos en paz,
pandilla de animalistas acaponados. Jamás conseguiréis acabar con el Toro
Alanceado. Nosotros no somos tan apocados como en Manganeses, donde ya no se
atreven a tirar a una cabra desde el campanario, o como en Coria, localidad en
la que conseguisteis que no se le arrojasen dardos al toro. Sois unos
adocenados vacíos de testiculina, que os turbáis por contemplar a un toro
vomitando sangre, a dos perros combatiendo y arrancándose pedazos a dentelladas
o la decapitación de un ganso. Qué pasa, ¿es que las personas no tenemos
derecho a divertirnos? Entendedlo de una vez: los animales no son más que
instrumentos a nuestro servicio y podemos hacer con ellos lo que nos venga en
gana.

Menos mal que aquí resisten
los tordesillanos y su Toro de la Vega, ciudadanos hechos de otra pasta. Todos,
porque incluso los que dicen estar en contra mienten para confundiros. Y mejor
que sea así y no se les ocurra perpetrar el imperdonable agravio de expresar su
rechazo a nuestro sagrado torneo. ¡Faltaría más! Como dijo el gran Millán
Astray: “Muera la intelectualidad traidora”, “Viva la muerte”… (Fin de las
aberraciones que contiene este artículo).

Quiero que mis últimas
frases no sean mías, y abandonar en ellas el pretendido tono irónico del texto
que antecede repitiendo las palabras que dirigió Don Miguel de Unamuno al
fascista en aquella ocasión, pues me parecen más que válidas ante el miserable
espectáculo del Toro alanceado en Tordesillas y los motivos de sus verdugos: “Venceréis (sólo de momento), porque tenéis
sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y
para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha”.

Julio Ortega Fraile,
Delegado de LIBERA! en Pontevedra


Fuente: Julio Ortega Fraile