Artículo de opinión de Rafael Cid

Ocurre como con las meigas, no existen, pero haberlas haylas. Cada paso estratégico que da Podemos incurre en ese memorial. Calca lo que ocurrió en la Primera Transición, aquel cambio de una dictadura personal a una monarquía parlamentaria que incubaba una segunda Restauración borbónica. Ahora también se trata de una Segunda Transición que pretende el tránsito del bipartidismo a otra forma de consenso pluralista, que a su vez estabilice una Tercera Restauración en la persona del nuevo rey Felipe V.

Ocurre como con las meigas, no existen, pero haberlas haylas. Cada paso estratégico que da Podemos incurre en ese memorial. Calca lo que ocurrió en la Primera Transición, aquel cambio de una dictadura personal a una monarquía parlamentaria que incubaba una segunda Restauración borbónica. Ahora también se trata de una Segunda Transición que pretende el tránsito del bipartidismo a otra forma de consenso pluralista, que a su vez estabilice una Tercera Restauración en la persona del nuevo rey Felipe V.

Hasta aquí nada nuevo que no sepamos. La innovación reside en el empeño del secretario general de Podemos por hacerse con la marca socialdemócrata en disputa con un PSOE en almoneda. Hemos pasado de la transversalidad de la primera etapa (ni derecha ni izquierda sino arriba y abajo) a la centralidad ideológica con unas gotas de gauchismo homologado. Todo ello pilotado por un partido de nuevo cuño que no existía como tal cuando la gente se echó a la calle contra Bruselas, y cuyos líderes son personas lo suficientemente jóvenes como para tener horizonte político y lo suficientemente puestas en el arte de la polémica como para que se las pueda conceder una oportunidad. Igual que entonces con las huestes de Felipe González, que apenas tenían carrera en la lucha antifranquista pero supieron beneficiarse del prestigio de un partido con más de cien años de historia (su 15-M).

En ese marco, distante pero no distinto, emerge ahora la impronta de la socialdemocracia como instinto natural de la formación morada y de su equipo dirigente, para desbancar del poder a un Partito Popular (PP) tan ahíto de corrupción que ya no garantiza la pervivencia del sistema y mucho menos del régimen del 78. Igual que entonces con aquellos socialistas recién llegados a la arena política que supieron dar pasaporte a la artificial UCD de Adolfo Suárez, previa su oportuna dinamitación por propios y extraños. Con notable acierto, porque con la llegada al poder del felipismo, España ratificó su puesto en la OTAN; se abrió camino a paso ligero en la Unión Europea (UE); y sus impulsores disfrutaron de una estancia en La Moncloa que se prolongó por espacio de más de dos décadas.

Entonces el santo y seña para ese abordaje de la nueva política sobre la chepa de la vieja política, se hizo con el banderín de enganche de las siglas PSOE. Aunque para ello, y durante un corto lapso de tiempo, hubo que arrinconar a quienes desde el exilio ostentaban la legitimidad del socialismo activo, un reducido grupos de conspiradores republicanos mal avenidos que se oponían a lo que suponían el continuismo franquista en la persona del monarca designado por el Caudillo. Un Juan Carlos I de Borbón que no encontró impedimento alguno en inaugurar la nueva era jurando ante el pleno de las Cortes los Principios Fundamentales del Movimiento, el partido único. Aún recuerdo, durante una entrevista que hice en la localidad francesa de Albi al todavía secretario general del PSOE, Rodolfo Llopis, sus quejas por los impedimentos de todo tipo que la policía y la administración española ponían para impedir que desarrollaran sus actividades en el interior. Más tarde, los “renovadores” se apropiarían en exclusiva de aquellas siglas gracias al pronunciamiento a su favor de los tribunales.

La reivindicación de la identidad socialdemócrata realizada públicamente Pablo Iglesias como patrimonio de Podemos parece seguir ese conocido guion. Solo que ahora su culminación pasaría, en el desiderátum de la cúpula del nuevo partido, por arrinconar a los seguidores de Pedro Sánchez en las elecciones del 26-J, o su asimilación a fuego lento si tuvieran que admitir una cohabitación en el poder de largo aliento. Claro que ese trago tiene un coste, más allá de haber renunciado adrede a abrir un proceso constituyente que implicara el cambio de la forma de Estado y una decidida oposición a las mal llamadas políticas de austeridad dictadas por Bruselas, que tienen su expresión más odiosa en la reforma del artículo 135 de Constitución por su reclamados “compañeros de viaje”. París bien vale una misa, por eso Iglesias tiene solicitada audiencia con el Papa, aunque se desconoce si es para anunciarle su disposición a abolir el Concordato.

Para ese viaje Podemos necesita nuevas alforjas. No se puede estar un poquito preñado. Por más que haya obviado el decisivo papel jugado por el PSOE en el desmantelamiento del Estado de Bienestar, al tomar la iniciativa en cuanto a recortes, ajustes y privatización de recursos de utilidad pública (como las Cajas de Ahorro), el vuelco socialdemócrata implica codearse con una escudería de estadistas de negra sombra. Socialdemócratas eran gentes como el ex canciller alemán Gerhard Schröder, el político que puso en marcha la Agenda 2000, madre de todas las involuciones políticas y sociales que ahora sirven de modelo a la UE; los tiranos primeros ministros de Egipto, Hosni Mubarak, y de Túnez, Ben Ali, derrocados por la primaveras árabes; Miguel Boyer, el todopoderosos vicepresidente económico del primer gobierno felipista que termino asociado a la FAES aznarista; el presidente francés François Hollande, en la punta de mira de la mayor contestación social sufrida por un mandatario de aquel país; y Durao Barroso y Jeroen Dijsselbloem, presidente de la Comisión Europea y del Eurogrupo, respectivamente, durante la acometida austericida de la Troika.

De todo hay en la viña del señor.

Rafael Cid

 

 


Fuente: Rafael Cid