Marian Laurentiu y Calin se aferran a lo poco que tienen. Una maleta y una bolsa de plástico donde guardan su ropa y sus cintas de casete. Junto a otro ciudadano rumano, Ciprian y uno polaco, Adan, vivían en los sótanos del edificio que estaban restaurando. Unos 30 días durmiendo sobre unos colchones tirados en el suelo. Ayer a su jefe, el rumano Marian Cojocea, de 49 años, se le cayó encima el ascensor que reparaba. Murió en el acto. Su muerte permitió destapar las condiciones infrahumanas en las que vivían sus trabajadores.
Los hombres carecían de contrato laboral, no habían cobrado ninguna cantidad, trabajaban unas 12 horas al día y sólo descansaban el domingo, pero estaban tan agotados que tampoco salían del edificio. «Hemos trabajado un mes para nada. Ahora, ¿qué vamos a hacer ? ¿a dónde vamos a ir ?», se preguntaban con voz lacónica Marian Laurentiu, de 20 años.
La muerte de Cojocea se produjo pasadas las cinco de la tarde, cuando intentaba arreglar el ascensor del edificio que estaba reformando junto a otra decena de operarios en el número 3 de la calle de Ramonet (Ciudad Lineal). El trabajador debió de quitar los contrapesos del elevador y la caja de éste le aplastó parte del cuerpo y la cabeza. Murió en el acto. Al lugar acudieron facultativos del Samur, que sólo pudieron certificar la muerte, y bomberos del Ayuntamiento de Madrid, que levantaron el ascensor y le pusieron varios soportes para asegurar la zona, según un portavoz de Emergencias Madrid.
Cuando llegó la Unidad de Policía Judicial de la Policía Municipal y los inspectores de Trabajo, interrogaron a los obreros. Se descubrió entonces la precaria situación en la que se encontraban, casi en la esclavitud. «Antes vivía en un piso compartido con otros rumanos en Villalba, hasta que me salió este trabajo. Pensé que estaba bien y no me exigían tener los papeles», explica el rumano Marian Laurentiu, desesperado y lágrimas en los ojos. Hace tres meses que llegó a España.
Trabajaban desde hacía un mes para reformar el edificio, que perteneció a una orden religiosa. De la decena de trabajadores, seis eran polacos y cuatro, rumanos. Los primeros fueron contratados por un tal Alexander, que reside en Collado-Villalba. Los segundos fueron captados por Cojocea, según los afectados.
«Sólo nos daban 20 euros al día, con los que comíamos en un bar cercano y comprábamos tabaco», asegura Ciprian, de 23 años. Desayunaban y cenaban en el propio sótano con lo que compraban en un supermercado cercano o en una tienda de 24 horas. La única distracción que tenían los domingos era oír música en la obra en un pequeño radiocasete.
Desde que empezaron en Ciudad Lineal, las condiciones eran paupérrimas. Los tres rumanos y el polaco sólo tenían unas colchonetas tiradas en el sótano del edificio, donde pernoctaban. En un principio, comenzaron a trabajar a las ocho de la mañana, pero como molestaban a los vecinos de la zona por el ruido, lo retrasaron hasta las nueve o las diez. Su jornada duraba hasta que no había luz. Casi 12 horas al día.
Las medidas de seguridad no existían. No tenían ni cascos ni arnés ni nada que se le pareciera. Además, las obras carecían de licencia municipal y de un proyecto aprobado por el Colegio de Arquitectos, según fuentes policiales. De hecho, Ciprian nunca antes había visto un accidente similar y ayer por la noche estaba aterrado. Llamó a su hermano que vive en Villalba para que fuera a recogerle. En su Tulnici natal (al este de Rumania) trabajaba de peón de obra.
Pese que llevaban un mes trabajando, no habían visto ni euro de su sueldo. Les habían prometido 1.800 al mes, pero con la muerte de Marian ayer todo eran incógnitas. «No sabemos cuando nos van a pagar. El jefe [Alexander] ha desaparecido», protestaba Ciprian. Apenas habla español y no consigue entender lo que la policía intenta explicarle. Los agentes precintaron a las once de la noche el edificio. Él trabajo iba a acabar a finales de semana, porque ya habían completado las cuatro plantas del edificio y sólo les quedaba el sótano. Donde murió Marian Cojocea.
El problema del precinto del edificio se convirtió a partir de ese momento en una pesadilla para los inmigrantes. Anoche no tenían sitio para ir, salvo Ciprian. «¿Y ahora qué vamos a hacer ? No sé adónde ir. No tengo dinero porque siempre nos daban los 20 euros al final de la jornada… Como ha muerto Marian, hoy [por ayer] no hemos cobrado», se quejaba Marian Laurentiu. No tenían ni dinero ni para coger el metro.
El Samur Social les ofreció como solución temporal alojarse en su sede del distrito de Centro. Ayer, con gesto cansado y sin ganas de hablar mucho, se subieron a las furgonetas azules.
La Policía Municipal buscaba ayer a Alexander como supuesto autor de un delito contra los derechos de los trabajadores.
Fuente: F. JAVIER BARROSO / MARÍA R. SAHUQUILLO / EL PAIS