Artículo de opinión de Rafael Cid
Nadie en su sano juicio y con un mínimo de perspectiva histórica puede asegurar ya que España esté vacunada contra el virus del populismo xenófobo y supremacista, que es la nueva cara del fascismo del siglo XXI. Se ha banalizado temerariamente el término, caricaturizando como “fascista” a un partido conservador como el PP, corrido por la corrupción, cuando se trata de una formación que ha abandonado el poder democráticamente y su máximo dirigente la dirección del partido y hasta la vida política.
Nadie en su sano juicio y con un mínimo de perspectiva histórica puede asegurar ya que España esté vacunada contra el virus del populismo xenófobo y supremacista, que es la nueva cara del fascismo del siglo XXI. Se ha banalizado temerariamente el término, caricaturizando como “fascista” a un partido conservador como el PP, corrido por la corrupción, cuando se trata de una formación que ha abandonado el poder democráticamente y su máximo dirigente la dirección del partido y hasta la vida política. Si como ha ocurrido durante la crisis, los agentes políticos y sociales habilitados defraudan a la gente, centrándose en sus propios intereses de aparato clientelar, y se anula la necesaria crítica y disidencia de la sociedad civil, nada impedirá que la peste nos alcance. El populismo fascista es una enfermedad política que se transmite a través de las urnas cuando el miedo al futuro, el egoísmo mal entendido y el resentimiento se apoderan del ciudadano-masa.
La foto de los diputados de Unidos Podemos puestos en pie en el Congreso coreando “Sí se puede” constituye un gesto no exento de comicidad. Contribuyentes netos a la victoria de Pedro Sánchez, los seguidores de Pablo Iglesias celebraban así el éxito de su apoyo incondicional para echar de La Moncloa a Eme Punto Rajoy (como recitan los pablistas cuando se refieren al ex presidente batido). Un grupo que se reclama a hurtadillas heredero del 15M, surgido en 2011 para luchar contra la deriva neoliberal de José Luis Rodríguez Zapatero (“PSOE, PP, la misma mierda es”), celebraba con vítores y abrazos el regreso al poder de aquellos a quienes descalificaban cuando no soñaban con pisar las instituciones. Y lo hacía renegando desde el minuto inaugural acorde con su bipolaridad estratégica. El gran ¡hurra! con que UP saludaba al partido que gobernará con los presupuestos del PP chocaba con el “no es no” que a la misma hora emitían los senadores podemitas frente a esas mismas cuentas. Sabedores, claro, de que su gesto era meramente testimonial, porque el mando supremo ya había dicho hágase.
Se repetía así una tradición que guía todas las revanchas de la marca socialista. En las ocasiones en que el PSOE desalojó del poder a su contrincante ideológico lo hizo de rebote y galopando sobre estados conmocionales generalizados. La victoria de Felipe González en 1982 fue activada debido al temor despertado entre la ciudadanía por el golpe del 23-F del año anterior. El chupinazo en las urnas de Zapatero tuvo mucho que ver con las secuelas del terrible atentado terrorista del 11-M y su trapacera gestión por Aznar. Y ahora, la aprobación de la moción de censura de Sánchez surge como bumerán del caso Gürtel y sus múltiples metástasis corruptas. En ninguno de estos casos, producidos todos ellos en circunstancias traumáticas, el programa de gobierno del candidato de Ferraz fue crucial para derrocar a su adversario. Llegó por hartazgo de los otros (que no es poco).
Porque en España lo normal es votar en contra de, en negativo, y no tanto a favor de. Hay una tradición maniquea en la vida política que anula los tonos grises e intermedios. Rojos y fachas, y nada más, como si toda la derecha fuera de comunión diaria y la izquierda ajena al virus centralista. Años de dictadura y a la vez de mansedumbre nos han disciplinado en el desquite como forma casi exclusiva de intervenir en la vida pública. Estamos socializados en lo “anti” y la rutina constructiva sin sobresaltos se asocia al bando conservador. En este contexto, el punto fuerte de la izquierda ha estado más en el autogol del contrario y esos momentos de catarsis que en la bondad de sus posiciones y el talento moral de sus dirigentes. En este país, robar desde el aparato del Estado es una forma de gobernar, no tiene enmienda ni ideología. Unos se lo llevan crudo en lo personal e intransferible y otros lo disfrazan regando a familiares, amigos y adictos. Por eso choca sobre manera que un grupo político emergente, populista y antisistema, y por tanto elegido para representar algo nuevo, viva con infantil jolgorio el retorno del bipartidismo residual que instituyó el artículo 135, alfa y omega de todos los ajustes, muchos recortes y el consiguiente “plan de estabilización económica” mediante una devaluación salarial draconiana.
¿Por eso decíamos que contra Franco luchábamos mejor? Frase que, por un lado y del revés, insinúa que cuando gobierna la izquierda la sociedad suele entrar en un plácido sopor y declina el espíritu crítico. Consiente, delega y se deja conducir mansamente: ¡que inventen ellos! Y por otro lado, indica que lo que moviliza a la gente para relanzar a la izquierda es llegar a una cierta comprensión de que toda derecha aquí y ahora es filofascista y encarna lo absoluto despreciable. En la lógica política amigo-enemigo postulada por Carl Schmitt. Por eso, cuando se producen casos de corrupción en sus filas enseguida se activa un elemento de “deshumanización” que actúa de fulminante para derribarla sin posibilidad de enmienda (Gürtel, Púnica, Lezo, etc.). Mecha de combustión mucho más lenta y perezosa si la hoguera prende en territorio de la izquierda (ERE, Marea, Narcís Serra, etc.). De ahí que desde la llegada de la democracia la izquierda haya gobernado casi el doble de años que la derecha.
Ese mecanismo ha funcionado de nuevo cabalmente en la moción de censura instada para encaramar al poder a Sánchez bajo palio de Unidos Podemos y al conjuro de la “unidad de la izquierda”. Un frente común que diluye diferencias y matices por el bien entendido de una causa superior que presupone unidad donde a menudo solo existe unicidad. En el imaginario de aquella “unidad antifascista” que aún colea. Lo que ocurre es que hoy los tiempos son otros, y regresar al punto de partida puede suponer reproducir lo que veníamos a superar, hacerle el boca-boca. Que es lo que acaba de ocurrir con Unidos Podemos y su apoyo incondicional al PSOE en compañía del nacionalcatolicismo vasco de Jaungoikoa eta lege zaharra (Dios y ley antigua). Que es una confluencia alejada del autodeterminacionismo que Iglesias nunca terminó de ver claro al apostar por la equidistancia ideológica (el kilómetro cero, que siempre supone centralismo).
El problema que se plantea con este ir de tumbo en tumba es que la izquierda antisistema (supongamos que lo fuera) se queda así sin su principal seña de identidad: ese “significante vacío” que esperanzó al personal. De esta forma, lejos de ser parte de la solución, con su entrega sin condiciones, pasa a formar parte del conflicto. Se incluye en el pasivo del “significante vacío”. Lo justifica. Lo da cuerda porque entra gratis et amore en esa orquesta del Titanic que sigue tocando mientras el barco naufraga. Esa especie de camarote de los Hermanos Marx que va a reemplazar orgullosamente a una derecha que, como Franco en su último adiós, cede sus presupuestos al relevo para continuar en la misma senda.
Pero lo peor de todo es que la imagen que se traslada más allá de los círculos afines es que se ha llegado a la meta (el jovial “si se puede” de la moción de censura) y entonces dejar en suspenso la preguntas indispensables. Esas que nadie usa ni reclama porque suponen adentrarse en el territorio minado del statu quo, recordando la mentira que lo soporta. Quizá por eso ya ha desaparecido del vocabulario del nuevo gobierno el término “derogar”. Y los sindicatos institucionales CCOO & UGT han dejado de hablar de revertir la reforma laboral del PSOE (que originó una huelga general en 2010) y de las pensiones, y cuando se refieren a sus equivalentes en el PP utilizan expresiones menos contundentes. Las grandes cuestiones no tienen quien las lidere.
¿Por qué una crisis provocada por la banca se convierte en una cruel carga sobre sus resignadas víctimas para rescatar a esa banca criminal? ¿Por qué nadie cuestiona y rechaza la deuda así contraída y su blindaje exprés por el artículo 135 de la constitución? ¿Por qué tampoco nadie argumenta la racionalidad de disminuir la jornada laboral cuando la productividad de los medios de producción modernos se ha hecho exponencial, y por el contrario se acepta como lógico el paro estructural y la precariedad esclava? ¿Por qué, finalmente, se confisca el legítimo derecho a decidir” des una posición de Estado paternalista y despótico cuando su ello se amputa un derecho fundamental de la sociedad civil? Sin la gramática de la rebeldía, la crítica, la resistencia, la solidaridad y la dignidad somos rehenes mentales de nuestros mandantes. Es como cuando aceptamos como válidas la expresión “reforma” para referirnos a los desregulaciones negativas impuestas durante la crisis, primero por Zapatero y luego por Rajoy. Está en los Evangelios: si la sal se olvida, quién nos devolverá su sabor.
Socializarnos en lo “anti” es vieja política. Lo que hace que el cambio sea circular y no emancipatorio. La nueva política precisa de proactividad. Ser quien decimos queremos ser. No acólitos de causas peregrinas, que van y vienen dependiendo del color con que se mira. Porque, de persistir el modelo del rechazo sin más más, podemos acabar yaciendo con la extrema derecha antisistema, igualmente emergente, a la italiana manera. Indicios existen. Pablo Iglesias ya se ofreció para promover la moción instrumental que pedía Rivera en el caso de que fracasara la de Sánchez, y antes Errejón había advertido que para sacar al PP de la Comunidad de Madrid había que entenderse con Ciudadanos. El pragmatismo de la última pregunta produce monstruos. Además, si hubieran leído con provecho las tesis de Chantal Mouffe, tan magnificada por los intelectuales orgánicos de Podemos, sabrían que si la ambición de poder se impone a la proactividad de valores democráticos, y el significante sigue baldío, quemadas todas las opciones, la frustración de la gente puede terminar legitimando un postfascismo de fina estampa.
Rafael Cid
Fuente: Rafael Cid