Artículo de opinión de Rafael Cid

La coyuntura ha querido que estos días confluyan en conflicto dos exigencias del Estado de Derecho que tienen como protagonista a la clase política. De un lado, la aplicación de la presunción de culpabilidad a Carles Puigdemont según se deduce del revés dado por la Audiencia de Schleswig-Holstein al magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena. Y desde el otro bando, el notorio abuso de presunción de inocencia en el mastergate de Cristina Cifuentes.

La coyuntura ha querido que estos días confluyan en conflicto dos exigencias del Estado de Derecho que tienen como protagonista a la clase política. De un lado, la aplicación de la presunción de culpabilidad a Carles Puigdemont según se deduce del revés dado por la Audiencia de Schleswig-Holstein al magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena. Y desde el otro bando, el notorio abuso de presunción de inocencia en el mastergate de Cristina Cifuentes. En el primer asunto ha funcionado el código penal del enemigo, término acuñado por Günther Jacobs en 1985 para los casos en que no se castiga al autor por el delito cometido sino por considerarlo personalmente peligroso. Con opuesto formato de justicia preventiva tenemos el segundo ejemplo, una exhibición de ausencia de malicia que inmuniza a la dirigente popular mientras no se demuestre lo contrario.

Ciertamente cualquier ciudadano, político o abstemio, tiene derecho a la presunción de inocencia. Principio elevado a derecho fundamental en el artículo 24, punto 2, de la vigente Constitución. En ese trago, aunque desde posiciones confrontadas, han coincido el gobierno de Mariano Rajoy, respaldando a la presidenta madrileña, y el Tribunal alemán, amparando a Puigdemont de la acusación del delito de rebelión. Pero aquí terminan las coincidencias y comienzan las flagrantes discrepancias. Porque si bien parece lógico que en la justicia europea impere una legalidad democrática que vincule a todos los poderes públicos, no lo es tanto constatar cómo las instituciones españolas ignoran que en política hay que predicar y dar trigo.

Como se decía de Pompeya, la mujer del César, no basta con ser honesto sino que además hay que parecerlo. Y la fórmula utilizada por Génova 13 para refutar evidencias que contradicen lo afirmado por Cifuentes ha consistido en una especie de stradivarius “in dubio pro reo”. O si se quiere ver en perspectiva histórica, una repetición de aquél descojonante “Sé fuerte, Luis”, el SMS con que Rajoy animaba a un Luis Bárcenas en precario. La diferencia entre una escena y otra radica es que en aquella ocasión el ex tesorero del PP estaba detenido y que, de momento, Cifuentes aguanta el chaparrón de testimonios y documentos que desacreditan su versión. Propios y extraños sospechan de la obtención de ese título de master en la universidad pública de Madrid Rey Juan Carlos, un campus puntero por el rigor de sus plagios.

El affaire Cristina Cifuentes solo es el último episodio conocido de una larga saga de fechorías afectas a la clase dirigente. Gentes que se creen sus propias mentiras por ser vos quien sois y que además cuentan con la omertá de sus respectivos grupos políticos, más inclinados al cierre de filas que a depurar responsabilidades. Es un claro comportamiento mafioso que conlleva el desprecio de los ciudadanos a los dicen servir pero de los que en realidad se sirven. El manido salvoconducto “uno de los nuestros”, que en la reciente convención del Partido Popular celebrada en Sevilla ha recreado con marcial cinismo la ministra de Defensa, Dolores de Cospedal, al afirmar “lo que tenemos que hacer es no permitir que nos avasallen y defender a los nuestros”.

Pero llueve sobre mojado. Desplantes similares jalonan el saber hacer de los partidos con capacidad de gobernar a diestra y siniestra. Sin importarles el grado de desvergüenza en que incurran cara a la opinión pública. Basta recordar ayer a un Felipe González fundiéndose en abrazos con el ministro de Interior José Barrionuevo y el secretario de Estado para la Seguridad Rafael Vera, momentos antes de ingresar en la cárcel para cumplir condena por delitos relacionados con el terrorismo de Estado. Y no parece que en el campo socialista haya habido rectificación al respecto. Hace solo unos meses hemos podido ver a la presidenta andaluza, Susana Díaz, declarar impávida su confianza en “la honradez y la honestidad de Manolo y Pepe”, previo a que los dos expresidente del PSOE y de la Junta, Manuel Chaves y José Antonio Griñán se sentaran en el banquillo de los acusados para responder sobre el presunto mayor fraude con dinero público habido en España desde la transición.

Sé fuerte, Luis. Sé fuerte, Cristina. Sé fuerte, Manolo. Sé fuerte, Pepe. Y encima se quiere poco menos que linchar al “chivato” que filtró el tocomocho Cifuentes. En vez de hacerle un homenaje (como al juez Castro o la jueza Mercedes Alaya), por su coherencia democrática. Para vergüenza de miles de funcionarios que callan y otorgan sobre los chanchullos que conocen y consienten. ¡Qué país!, ¡qué paisaje! ,¡qué paisanaje!.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid