EL NORTE DE CASTILLA | SE llama Sarah Haider. No sé si decir se llamaba, porque aunque su vida sigue sujeta por un hilo a este mundo, nunca será ya la que hubiera merecido. Aunque su nombre no lo indique, es iraquí. Su rostro, cubierto por las llagas que la guerra marca a fuego, aparecía en este y otros periódicos apenas dejando adivinar la belleza que sin duda lució tan solo unas horas antes. Un gesto de infinito dolor absorbía cualquier apariencia que no fuera la del pánico que sus ojos aún cerrados escondían para sí.
Quizá las heridas le impedían abrirlos ; quizá prefería mantener oculta una realidad que acababa de golpearla como un cruel hachazo. Sarah tiene ocho años y fue retratada en el hospital de Nayaf, la ciudad en la que vivía con sus padres, ambos muertos en el bombardeo de su casa, que la aviación de Estados Unidos perpetró esa misma tarde, un año y 12 días después de que el presidente de ese país lejano diera por finalizada una guerra en la que, seguro, encontró lo que buscaba, aunque no fueran armas, terroristas ni tiranos.
Sarah no será incluida en las listas de torturados por las tropas invasoras. Probablemente ni siquiera aparezca en las de víctimas, porque las estadísticas de heridos a nadie interesan. Son como un cajón de sastre en el que cabe tanto una torcedura como una amputación parcial o una ceguera. Con el tiempo, quién sabe, puede que solo pierda la hermosa e inocente mirada con la que no podrá volver a contemplar el mundo. Las torturas son otra cosa. Tienen que ver con descargas eléctricas en los genitales, sodomías, vejaciones, alicates agarrándose en esta o aquella parte del cuerpo… pero no con destrozar su incipiente existencia, como la de otros miles de niños iraquíes. Sus padres tampoco fueron torturados sino sencillamente eliminados. Ninguna soldado estúpida con cara de recién salida de un pueblecito de West Virginia se fotografió ante ellos con una sonrisa y un cigarro en la boca. Ahora son sólo muertos.
Algunas organizaciones humanitarias calculan en 15.000 el número de muertos durante la guerra y en otro montón de cientos desde que aquel señor estúpido con cara de estar saliendo de un pueblecito de Texas proclamó su dudoso triunfo sobre la cubierta de un portaaviones. Ninguno de ellos fue torturado y puede que por ello muchas conciencias cristianas de este lado del mundo no se hayan sentido conmovidas. Por muy lejano que esté ese país, puestos en fila, los pies de un cadáver junto a la cabeza del siguiente, llegarían hasta nuestro tranquilo barrio y puede que hasta alcanzaran a cruzar el Atlántico y se adentraran en cualquier remoto paraje de Texas o West Virginia. Vistos así, de cerca, los últimos los padres de Sarah, para añadir carga dramática, es posible que despertara del letargo alguna sensibilidad, católica, protestante o musulmana, y abriera sus poros a la realidad.
La guerra es la peor de las torturas. La única y diáfana realidad es que la guerra pone al descubierto lo peor de nuestra naturaleza y da rienda suelta a todo lo que de infames llevamos dentro que, visto lo visto, es mucho. El hombre ha construido una civilización tan hipócrita que es capaz de escandalizarse de cómo torturan a una persona y obviar los miles de cadáveres que rodean la escena. No es cuestión de jerarquizar el horror, sino de mantener la cordura. Asistimos a la pantomima de los juicios a los autores de las vejaciones presididos por aquellos que las ordenaron a quienes, a su vez, mandan los verdaderos responsables de la matanza. Somos espectadores de un gran y siniestro circo en el que los organismos internacionales aplauden a rabiar el novedoso número de las excusas. Asesinan, roban y torturan, pero no importa porque luego vale cualquier explicación. « Tenían armas », « buscábamos terroristas », « nosotros no sabíamos »… y cuando estas ya no funcionan, sin rubor alguno se vuelve al clásico « por la libertad, la paz y la democracia ».
Mientras el mundo siga gobernado de esta manera, la fila de los no torturados seguirá creciendo hasta envolverlo como un ovillo y nos atrapará a todos en esta espiral de sinrazón en la que la lógica de aquella triste soldado de West Virginia resultará incuestionable. Efectivamente, en medio de tanto horror, que mueran un par de presos durante la sesión vespertina de torturas, resulta una nimiedad. En el extremo civilizado del planeta no valoramos a los muertos hasta que no los olemos o nos salpican sus restos. Pero el olor se va, las manchas se limpian y el orden recupera su sitio.
La visión del desencajado rostro de Sarah tampoco será suficiente para que el grito de indignación llegue a tan apartado rincón del cosmos.