La Unión Europea (UE) recalca con razón su apego a los valores de los derechos humanos y al respeto a la libertad en el mundo. Sin embargo, todo parece suceder como si, ante los desafíos lanzados por el desarrollo de las inmigraciones masivas e incontroladas, se resignase a pisotear esas buenas intenciones. Nada lo demuestra con mayor fuerza que la institucionalización que está realizando de lo que no hay más remedio que denominar campos de internamiento ilegales para extranjeros. Se trata de una verdadera política europea de seguridad en materia de inmigración. Se caracteriza igualmente por la «subcontratación» del control y de la represión en unos países situados fuera de las fronteras de Europa, y cuyo respeto por los derechos humanos generalmente es la última de sus preocupaciones. Así, la implantación de campos en los que están detenidos los emigrantes ilegales y los solicitantes de asilo que llegan al territorio de un Estado miembro tiende a generalizarse en las fronteras externas de Europa, en los países limítrofes. Estos campos tienen como función, dentro de una lógica de contención, filtrar la entrada de nuevos emigrantes y de solicitantes de asilo.
El proceso de internamiento de extranjeros en estos campos, ya sean «abiertos» (de acogida, de tránsito o de alojamiento) o «cerrados», dentro de las fronteras de la UE, es conocido y lleva tiempo en funcionamiento. Pero la novedad es el hecho de sistematizar esta utilización de los campos y deslocalizarlos en los países de origen o de tránsito. Estos campos, que se desarrollan fuera del espacio comunitario, presentan una fuerte heterogeneidad en el ámbito de sus dispositivos administrativos (cerrados/abiertos) y su grado de institucionalización es variable (campos oficiales/informales). Pero su característica común es la indeterminación de su estatuto jurídico y la ausencia de limitación de su duración. Disponemos de muy pocos datos precisos y todavía menos de estadísticas sobre estos campos, sobre su existencia, su localización geográfica, el número de personas que viven en ellos y la duración media de su estancia, así como sobre las condiciones de confinamiento. En una palabra, el silencio sobre lo que ocurre en el interior de estos lugares sin nombre es casi absoluto y está bien organizado… Los periodistas e investigadores independientes no pueden acceder a ellos fácilmente, salvo en el marco de las escasas visitas oficiales de organizaciones internacionales (Federación Internacional de Derechos Humanos, misión especial de la Unión Europea, etc.). Unas visitas, por otro lado, preparadas y que a menudo nada tienen que ver con la realidad vivida por los extranjeros que se han alojado en estos campos.
Estos campos, numerosos y distintos dependiendo de la región y la función que les haya sido asignada, están implantados en «zonas tampón» entre la Unión Europea y las regiones de origen de los emigrantes. Se encuentran en las nuevas fronteras del Este, Hungría, Polonia, Rumanía, Ucrania, etc., y en la periferia mediterránea, Ceuta y Melilla, Malta, la isla de Lampedusa, y más hacia el Sur, en Marruecos (al menos siete campos informales), Argelia, Turquía e Irán. El campo de la isla italiana de Lampedusa es conocido por las duras condiciones que sufren los extranjeros que van a parar allí.
Esta isla al sur de Sicilia (situada a menos de 140 kilómetros de la costa tunecina y a 300 kilómetros de la de Libia) se ha convertido en el principal punto de paso entre el continente africano y las costas europeas. Así, en 2004, al parecer 800 emigrantes procedentes del África del Norte y subsahariana llegaron a Lampedusa a bordo de barcas de pesca y de otras embarcaciones precarias, a través de redes de traficantes clandestinos. Según las informaciones proporcionadas por la Comunidad de Sant’Egidio, cerca de un millar de personas han muerto en tres años al tratar de llegar a las costas italianas desde Libia. Ante esta afluencia de extranjeros, las autoridades italianas han decretado el estado de emergencia y establecido un puente aéreo hacia Libia, sobre la base de un acuerdo con el presidente Gaddafi, para expulsar inmediatamente a estos emigrantes, en su mayoría solicitantes de asilo. En marzo de 2005, cuando este puente aéreo «estaba en su apogeo», La Tribune de Genève (21 de marzo de 2005) precisaba que las autoridades italianas habían levantado una «barrera hermética alrededor de los emigrantes», con los cuales no se puede hablar, y «al parecer al Alto Comisariado para los Refugiados (ACNUR) se le prohibió el acceso al centro de acogida por orden de Roma». Por tanto, las únicas informaciones provienen de los guardacostas, policías, médicos, etc. : según ellos, los detenidos son en su mayoría varones jóvenes (de entre 19 y 26 años, procedentes de Sudán y de Liberia, que huyen de la guerra civil) solicitantes de asilo. Sin embargo, ¡las autoridades italianas afirman que se trata de palestinos e iraquíes, que constituyen una inmigración «clandestina» y económica ! «Me piden», afirma con crudeza un mediador cultural allí desplazado, «que diga que proceden de Palestina y de Irak». La Organización de Naciones Unidas (ONU) ha denunciado enérgicamente el procedimiento, el ACNUR subraya la «falta total de transparencia» y Amnistía Internacional y el CIR (Consejo Italiano para los Refugiados) hablan de «deportaciones ilegales», de expulsiones ejecutadas incumpliendo la Convención de Ginebra.
También puede citarse el caso de Malta, que ocupa una posición estratégica en el Mediterráneo y donde se encuentran centros cerrados, como Floriana, Ta ’Kandja y Hal Safi, y centros «abiertos», como Hal Far o Lyster Barracks. Desde el verano de 2003, varias fuentes han señalado una degradación de la situación de los emigrantes y de los solicitantes de asilo : multiplicación de los intentos de evasión, suicidios, huelgas de hambre… No se proporciona ninguna información sobre los procedimientos de encarcelación, sobre las condiciones de detención y su duración. Y todo hace pensar que la situación es análoga en los campos que se encuentran en Marruecos o enArgelia (en el desierto del Suroeste). Por otro lado, estos países son conscientes de que, a cambio de ventajas de cooperación con la UE, hacen «el trabajo sucio».
La idea de exportar la gestión de los procedimientos de asilo mediante el establecimiento de centros de tránsito fuera de la UE ya fue planteada por varios países europeos, en especial la Gran Bretaña de Tony Blair, la Italia de Berlusconi, la Alemania de Schröder y, antes, la España de José María Aznar. En cambio, es combatida por Francia y ahora por la España de José Luis Rodríguez Zapatero. Aunque, en efecto, todo el mundo está de acuerdo en actuar contra las migraciones clandestinas, afortunadamente no hay un consenso europeo sobre el método de externalización de los campos, porque la generalización de estos «campos para extranjeros» externos significa cuestionar su carácter excepcional y marca su institucionalización como herramienta de gestión de los flujos migratorios en Europa. Es el reflejo de una lógica de internamiento todavía más peligrosa, ya que es exportada, subcontratada fuera del espacio comunitario. Hay que decir claramente que esta estrategia de confinamiento de los emigrantes «sin papeles», que aguardan la obtención del estatuto de refugiados o la expulsión, surge hoy como un nuevo instrumento de la política migratoria europea, un instrumento especialmente brutal y poco interesado en respetar los valores a los que, por otro lado, está vinculada oficialmente la Unión. Es cierto que la función práctica de estos campos es luchar contra los abusos en el sistema de asilo, la inmigración clandestina, etc. Pero hoy resulta evidente que su eficacia es muy reducida en este ámbito.
De hecho, estos campos tienen sobre todo un valor simbólico en la estrategia de comunicación de la Unión, y ello dentro de una doble óptica. En primer lugar, de seguridad : se trata de enviar un mensaje a la opinión pública de los países de acogida, mostrar que la UE se protege y actúa frente a aquello que Giuseppe Pisanu, ministro del Interior italiano, ha denominado «la invasión migratoria». En segundo lugar, preventiva, a través de la búsqueda de un efecto disuasorio en los candidatos al asilo en los países de origen (señal de una política firme de «encerramiento/alejamiento»). La función latente es alejar, ocultar la realidad migratoria (presencia de los emigrantes, condiciones de llegada, etc.), en definitiva, hacer que la inmigración sea «invisible». Nos encontramos aquí dentro de una lógica de alejamiento, de relegación y de exclusión, una orientación todavía más hipócrita porque sabemos que los emigrantes alimentan a sectores económicos enteros (economía sumergida) en los países de acogida.
Por desgracia, la multiplicación de estos «campos para extranjeros» no debe analizarse como una ruptura en la política migratoria a escala europea, sino que se inscribe dentro de la continuidad de una concepción utilitarista de la inmigración, calcada únicamente de las necesidades del mercado de trabajo europeo y que pone en juego un proceso de selección. Así, esta política es el resultado de una lógica política global que concibe la inmigración únicamente como una mercancía. Además, al deslocalizar la gestión del asilo en los países externos, los países europeos sirven ante todo sus propios intereses. Por un lado, legitiman y vuelven visible su política de seguridad (reforzamiento del control en las fronteras, endurecimiento de la legislación sobre visados, etc.). Por otro, no necesitan comprometerse o encargarse de las solicitudes de asilo. Incluso pueden hacer creer que respetan los tratados internacionales relativos a la protección de los refugiados (en especial la Convención de Ginebra), a la vez que se reservan la posibilidad de recurrir a esta reserva de mano de obra extranjera flexible y poco costosa. Por último, este sistema permite a la UE descargar sus responsabilidades en materia de asilo en los países limítrofes o «tampones» que, por lo general, no disponen de los recursos técnicos y financieros adecuados.
Estos países fronterizos con Europa del Este o del Sur en realidad están instrumentalizados a varios niveles. Deben contener la inmigración clandestina modernizando sus técnicas de control en las fronteras gracias a la ayuda europea (véanse las relaciones Marruecos-España). Se convierten en «Estados tampón», responsables de la acogida de los solicitantes de asilo y se les incita a establecer acuerdos de readmisión de los inmigrantes ilegales. Por último, representan una cantera de trabajadores potencial para la Unión. Oficialmente, esta exportación de la gestión del asilo está estrechamente relacionada con otro eje de la política europea, a saber, la voluntad de responsabilizar a los países de origen o de tránsito, en especial incitándoles a cooperar en la lucha contra la inmigración clandestina. La Unión condicionará su «ayuda al desarrollo» a cambio de la aceptación de estos «campos» por los países de tránsito, situados en «zonas-tampón». Dicho de otro modo, la Unión Europea apuesta por la complicidad interesada de estos Estados «tampón». Sin embargo, un informe reciente del Parlamento Europeo sobre Los futuros aspectos del Espacio de libertad, seguridad y justicia (TAMPERE II), subraya que la «experiencia de estos campos de refugiados no puede contemplarse fuera de la Unión sin un riesgo evidente de violación de los derechos fundamentales».
No reprocho a la UE el derecho a controlar los flujos migratorios, como tampoco a buscar con terceros países formas de canalizar y gestionar dichos flujos que, en efecto, son cada vez más numerosos. Tan sólo pido que se haga con la mayor transparencia y que los derechos humanos sean respetados. Los refugiados, los emigrantes, tienen derecho a estos derechos, porque son seres humanos. Por eso la UE sería realmente fiel a sí misma si aceptase la creación de una Comisión Internacional permanente para controlar el trato a los extranjeros y refugiados internados en estos campos. Dicha Comisión podría estar formada por personalidades (magistrados, abogados, trabajadores sociales, etc.) y, para desarrollar su actividad, debería contar con el apoyo de los organismos internacionales de la ONU, sobre todo la OMI (Organización Marítima Internacional) y la OMS (Organización Mundial de la Salud). Hoy Europa es sin duda uno de los escasos espacios de civilización que quedan en este mundo que se encuentra sometido a la ley del más fuerte. Se engrandecería si diera buen ejemplo frente a la terrible miseria de este mundo, que genera desplazamientos de poblaciones y emigraciones por hambre.
Sami Naïr es profesor invitado de la Universidad Carlos III. Traducción de News Clips.
Fuente: SAMI NAÏR / EL PAÍS