Artículo de opinión de Rafael Cid

En España hay territorios históricos y secesiones históricas. Los territorios históricos son todos aquellos que poseen una lengua y personalidad propia. Idiosincrasia que han preservado durante siglos en desigual contienda con el centralismo borbónico, esa anomalía que España importó de Francia frente tantas otras cosas buenas que ofrecía la Revolución de 1978. Luego están las secesiones históricas, y aquí hay de varios calibres. Las ya homologadas como estados independientes, caso del vecino-hermano portugués, y las que lo son a la viceversa, es decir por razón de estado.

En España hay territorios históricos y secesiones históricas. Los territorios históricos son todos aquellos que poseen una lengua y personalidad propia. Idiosincrasia que han preservado durante siglos en desigual contienda con el centralismo borbónico, esa anomalía que España importó de Francia frente tantas otras cosas buenas que ofrecía la Revolución de 1978. Luego están las secesiones históricas, y aquí hay de varios calibres. Las ya homologadas como estados independientes, caso del vecino-hermano portugués, y las que lo son a la viceversa, es decir por razón de estado. Entre estas últimas figuran Ceuta y Melilla, enclaves donde impera una españolidad colonial carente de derecho de autodeterminación, y Gibraltar, espacio anexado a Gran Bretaña por el Tratado de Utrecht de 1713, cuya población rechazó vía referéndum en 2002 volver a conectarse con Madrid.

Por tanto, y a pesar del relato candado que sobre el tema ofrece la vigente constitución, el vaivén de la secesión en sus diversas aceptaciones no es algo ajeno a la historia de España. Tenemos todo tipo ejemplos a la carta. Pero sobre todo existe uno reciente que complejiza el pensamiento único predominante en el debate desatado en Catalunya en torno al derecho a decidir. Un conflicto este último que ha concitado la unanimidad de todas las fuerzas políticas de ámbito estatal a favor de su censura y llegado el caso de su decapitación. Porque ante la intrínseca maldad con que la Marca España contempla cualquier posibilidad de autodeterminación, se yergue la sombra de una secesión buena, auspiciada por el Estado español y que incluso madrugó a la transición: la del Sahara español.

Se cumple ahora exactamente 40 años de esa secesión otorgada, aunque mejor habría que decir “entregada”, por la cual el Reino de España pasada la administración del Sahara Occidental al Marruecos de Hassan II, aquel cruel autócrata cuya muerte hizo llorar de pena a Juan Carlos I, y a Mauritania, en este caso la parte menos rica de su territorio. El Acuerdo de Madrid de 14 de noviembre de 1975, que ponía fin a la tutela española en esas tierras, se formalizó en vida el gobierno de Arias Navarro, con los parabienes del Rey, entonces en funciones de Jefe de Estado y de las Fuerzas Armadas por enfermedad terminal de Franco. Previamente, el monarca alauí había bendecido “la marcha verde” desplegando sobre el Sahara miles de marroquíes escoltados por militares para plasmar por las bravas lo que pocos días más tarde tendría sanción legal.

De esta forma los poderes fácticos que estaban a punto de promover una transición democrática entregaron a su enemigo tradicional a una población castellanoparlante (cerca de medio millón de habitantes según el censo de 2014) asentada en el estratégico flanco atlántico del centro de África. En aquel interregno, con el dictador en el umbral de la muerte, la presión diplomática de Estados Unidos a tope y las cúpulas de los partidos de izquierda PSOE y PCE a lo suyo, tres años antes de que la constitución consagrara la “indisoluble unidad de la Nación española” (art.2) y encargara al Ejército “defender su integridad territorial” (art.8), las autoridades e instituciones españolas brindaron la secesión del Sahara Occidental a las fauces de Rabat.

En la asimétrica comparativa que esas cuatro décadas ofrecen, la cuestión capciosa consistiría en saber si para dar carta de naturaleza al derecho a decidir en España pesa más una “marcha verde” paramilitar de 350.000 súbditos o un plebiscito democrático refrendado por más de dos millones de ciudadanos.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid