Es tanta la infamia que supuran algunos corazones, rodeados de espinas venenosas que lanzan como dardos, que uno puede sentirse asaetado en una oscura pesadilla del pasado. Hoy vienen a mi mente trece rosas, rojas como su sangre derramada por el odio. Trece muchachas fusiladas en una guerra que aún colea en nuestro código genético de españoles bipolares.
No ha servido un rimero de décadas para sacar el plomo de sus calaveras. Cuando menos te lo esperas, otro verdugo decide volver a fusilarlas por si acaso su recuerdo inspirara nuestra sed de libertad y justicia. Como ese alcalde lucense que vomita palabras como balas, rematando la matanza. «Los fusilados por Franco- ladra González Capón- se lo merecían.» He de confesar que, tras la rabia, las lágrimas arrasaron mis mejillas. Un dolor sordo anegó mi conciencia.
No ha servido un rimero de décadas para sacar el plomo de sus calaveras. Cuando menos te lo esperas, otro verdugo decide volver a fusilarlas por si acaso su recuerdo inspirara nuestra sed de libertad y justicia. Como ese alcalde lucense que vomita palabras como balas, rematando la matanza. «Los fusilados por Franco- ladra González Capón- se lo merecían.» He de confesar que, tras la rabia, las lágrimas arrasaron mis mejillas. Un dolor sordo anegó mi conciencia. El que dirige mis dedos para aporrear las teclas y volcar en estas líneas la impotencia de cautiva, pero nunca desarmada, por una historia turbia de cadáveres hermanos y asesinos reincidentes. Miguel Hernández todavía arrastra su condena más allá de la muerte. Sus versos flotan en el aire enrarecido de este 2013. Siguen siendo la evidencia sumarísima para que, a pesar de los años transcurridos, nunca se le revoque la sentencia. Muertos y silentes para siempre, así quieren que se queden las víctimas de sus antecesores ideológicos. La poesía es un arma cargada de futuro que transciende los venerables huesos del poeta. No pueden combatirla. No saben cómo acabar con algo tan sutil, tan elevado para sus mentes de alimañas. Rosas y versos que arrancan de la tumba para pisotearlos con la furia de una extremada derecha que no cesa. Ciegos de inquina, borrachos de rencor, no perdonan ni el recuerdo de los que cayeron en esa guerra absurda contra la filantropía. Ellos, pobres diablos y diablesas, no saben de estas cosas. La solidaridad y la pasión les son ajenas. Solo entienden de abusos y codicia. Son el residuo de la España negra. Miserables espinas que reniegan de las rosas. Una ponzoña patria.
Ana Cuevas
Fuente: Ana Cuevas