La niña rumana Rebecca Covaciu resiste a una vida de persecución y miseria. Un viaje "de tristeza" desde Arad a Milán, Ávila, Nápoles y ahora Potenza

A sus 12 años, Rebecca Covaciu -ojos grandes, dientes blancos, sonrisa espléndida- ha vivido y visto tantas cosas, que podría escribir, si escribiera, un buen libro de memorias. Rebecca es rumana de etnia romaní, y ha pasado la mitad de su vida en la calle. Ha dormido en una furgoneta, una chabola, al raso. Algunos días ha mendigado con sus padres por España e Italia. Otros, ha visto destruir su barraca, ha sido agredida por la policía italiana, ha oído bajo una manta cómo su padre era apaleado por defenderla, ha visto morir a niños por no tener medicinas, ha conocido el miedo de los gitanos que huyeron de Ponticelli (Nápoles) cuando su campamento fue incendiado. Pero Rebecca ha resistido. Y ha conmocionado a Italia con su historia en primera persona. Una carta en la que resume su sueño : ir al colegio y que sus padres tengan trabajo.

Ver vídeo sobre Rebeca (en inglés)

La niña rumana Rebecca Covaciu resiste a una vida de persecución y miseria. Un viaje «de tristeza» desde Arad a Milán, Ávila, Nápoles y ahora Potenza

A sus 12 años, Rebecca Covaciu -ojos grandes, dientes blancos, sonrisa espléndida- ha vivido y visto tantas cosas, que podría escribir, si escribiera, un buen libro de memorias. Rebecca es rumana de etnia romaní, y ha pasado la mitad de su vida en la calle. Ha dormido en una furgoneta, una chabola, al raso. Algunos días ha mendigado con sus padres por España e Italia. Otros, ha visto destruir su barraca, ha sido agredida por la policía italiana, ha oído bajo una manta cómo su padre era apaleado por defenderla, ha visto morir a niños por no tener medicinas, ha conocido el miedo de los gitanos que huyeron de Ponticelli (Nápoles) cuando su campamento fue incendiado. Pero Rebecca ha resistido. Y ha conmocionado a Italia con su historia en primera persona. Una carta en la que resume su sueño : ir al colegio y que sus padres tengan trabajo.

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Con su sencilla carta, titulada «Querida Europa», y una serie de dibujos, Los ratones y las estrellas, inocentes y precarios, pero tan especiales como ella, ha demostrado su talento. Y es que Rebecca, en vez de deprimirse con esta «vida de tristeza», ha gritado al mundo su historia dickensiana en primera persona, convirtiéndola en un alegato de justicia y esperanza. A sus sueños privados de ir al colegio y de que sus padres tengan trabajo «para no pedir limosna», añade otro más amplio : «que Europa ayude a los niños que viven en la calle».

Ahora, Rebecca está contenta. Desde hace unos días vive, sueña y dibuja en una pequeña casa de campo situada cerca de un pueblo de la Basilicata, una región montañosa y agrícola, 250 kilómetros al sur de Nápoles.

Cae la tarde y la luz de la antigua Lucana romana es un espectáculo. Rebecca y su padre, Stelian, reciben sonrientes en la puerta, su madre Georgina saca un café turco y una tarta, y enseguida la niña trae su carpeta de dibujos y los enseña. Despacio, con orgullo pero sin presumir : «Unos árboles de colores, un ángel, una playa italiana, unos niños bañándose, un príncipe y una princesa, una pareja de novios (italianos también), dos palomas, un jarrón de flores, un collar de Versace, fruta, más fruta…».

Rebecca salió de su pueblo, Siria jud Arad, cerca de Timisoara, hace cinco años ; ahora habla rumano, romaní, italiano y un poco de español. «Lo aprendí en Ávila cuando vivimos en España», explica en italiano. «No teníamos casa y dormíamos en la furgoneta. Hice allí tercero de primaria, me acuerdo mucho de la profesora. Me quería mucho, le gustaban mis dibujos».

La niña es la líder de su familia. Y gran parte de su futuro. Aparte de su talento para pintar, reconocido por Unicef en mayo pasado cuando le otorgó en Génova el Premio de Arte e Intercultura Café Shakerato, Rebecca es dulce, educada y juiciosa. Mientras habla a toda pastilla, como un libro abierto, sus padres, Stelian, de 43 años, ex campesino y pastor evangelista, y Georgina, de 37 ; sus hermanos Samuel (17), Manuel (14) y Abel (9), y la mujer de Samuel, Lazania, embarazadísima a los 16, la miran con una mezcla de sorpresa y reverencia, como si fuera una extraña. En cierto modo lo es.

Los Covaciu llegaron a esta casa de noche. Venían en tren, un largo viaje desde Milán. Unos días antes, varios policías habían molido a palos a Stelian. «Me amenazaron con volver si les denunciaba», recuerda. Lo hizo, y hubo que coger el hatillo.

Ahora, mientras trata de superar el susto y el dolor de los golpes, Stelian, un hombre que cuando habla parece a punto de llorar, se declara «feliz, gracias a Dios y a estos señores italianos tan generosos que nos han dejado su casa».

Se refiere a G. y A., una pareja de mediana edad que reside en Potenza, la lejana capital de provincia. «Conocimos la historia de Rebecca por Internet, y de la noche a la mañana decidimos refugiarlos en esta casa que no usamos», explican. A cambio, una firma en un contrato de alquiler gratuito y por un año. G. y A. prefieren no ser identificados. «No queremos convertirnos en prototipo mediático de la familia italiana solidaria». Pero su altruismo ha devuelto la sonrisa a la prole de Stelian.

La familia llevaba cinco años sin dormir bajo un techo de verdad. «En Siria teníamos casa, pero no teníamos pan», explica Rebecca, «y comíamos de la limosna de los vecinos. Luego, en Milán, mis padres no encontraron trabajo», continúa sin dramatismo, «y también teníamos que pedir. No podíamos ir al colegio porque no teníamos casa. Pero ahora me han dicho que podremos ir».

Para poder acceder a la escuela, los Covaciu necesitan demostrar un domicilio fijo y estar apuntados en el censo municipal. Precisamente ésa es una de las razones que ha invocado el Gobierno italiano para elaborar el polémico censo de la comunidad romaní. De los 140.000 gitanos que viven en el país, la mitad son italianos y casi un tercio son rumanos. Y el 50% son menores de edad. Muchos de ellos están sin escolarizar.

Como otros compatriotas y hermanos de etnia, los Covaciu atravesaron con su furgoneta Hungría y Austria para llegar a Milán cumpliendo el rito del efecto llamada. Tras unos meses probando fortuna, sin éxito, decidieron intentarlo en España. «Un amigo que vivía en Ávila nos dijo que tenía casa, papeles y trabajo, pero llegamos tarde. Metimos a los niños en el colegio, pero no encontramos trabajo. Así que nos fuimos a Torrelavega, estuvimos dos meses. Volvimos a Milán».

Georgina habla italiano, algo de español y un poco de francés. También vivió en Alemania. «Fue en 1990, Samuel nació allí. Estábamos bien, pero a los dos años nos pagaron un subsidio y nos mandaron a Rumania». Aunque se define como «mitad rom y mitad no», lleva 10 dientes con fundas de oro. «¡Sólo cuestan 10 euros cada uno !», se defiende riéndose. «Nos los puso un médico sirio ambulante en Milán, ahora están de moda en Rumania. La única que se niega a ponérselos es Rebecca».

Al principio, en Milán, todo iba más o menos bien, recuerda la niña : «Hicimos una chabola con cartón y plásticos debajo de un puente en el barrio de Giambellino». Era un pequeño asentamiento ilegal donde vivían otras cinco familias de Timisoara. «Para comer, pedíamos en el mercado de los anticuarios. Sólo un par de horas, para que los niños pudieran comer», asegura la madre bajando los ojos. Como se ve en uno de sus dibujos de Rebecca, también ella mendigó algún «día triste» ; su hermano Manuel, al que llaman Ioni, tocaba el acordeón.

Hace un año, Roberto Malini, un dirigente de EveryOne, una joven ONG proderechos humanos que atiende a unas 60 familias de etnia gitana en Milán, se cruzó en la vida de los Covaciu. «Vi a un grupo de gente insultando a un niño gitano muy flaco que les miraba aterrorizado mientras sostenía un perro en brazos». Era Abel, el pequeño. «Le acusaban de haber robado el perro y querían lincharle. Tratamos de poner calma, y en esas llegó su madre con los papeles del perro. Lo habían traído desde Rumania».

EveryOne se hizo cargo de las necesidades básicas de los Covaciu cuando éstos empezaban a entender que una parte del país estaba harta de los gitanos. «A nosotros nos da miedo la policía y nosotros le damos miedo a los italianos. Así es la cosa», dice Georgina.

Según el último Eurobarómetro sobre discriminación, los italianos son los europeos que, junto a los checos, se sienten más a disgusto con los gitanos. Un 47% de los encuestados en Italia afirma que no querría un romaní como vecino. La sensación crece en toda Europa, aunque la media de intolerancia en la UE a 27 es de la mitad : un 24%.

El miedo está instalado en mucha gente por lo menos desde hace ocho años. Ya en 2000, antes de las últimas elecciones ganadas por Silvio Berlusconi, la Liga Norte del actual ministro del Interior, Roberto Maroni, lanzó una furibunda campaña contra los romaníes usando los eslóganes oídos tantas veces desde que hacia el año 1400 los gitanos llegaran a Occidente : violan y asesinan a nuestras mujeres, raptan a nuestros niños, roban en las casas, no quieren trabajar ni ir a la escuela.

La letanía no incluía algunos datos que ayudarían a completar la fotografía. La esperanza de vida de los gitanos que viven en Italia es de 35 años. Su índice de mortalidad infantil es 10 veces más alto que el de los niños no gitanos. El último robo de un niño a manos de un gitano fue registrado en Italia en 1899.

«La estrategia del odio fue calando y dio muchos votos a la Liga y a la derecha», recuerda Malini. «Los gitanos pasaron de ser una molestia a convertirse en el centro de la emergencia de seguridad. Ahora, la consigna oficial es salvar a los niños gitanos de los ratones y de la explotación de sus padres. Para conseguir ese objetivo tan loable vale todo : que la policía los acose, aplicar ordenanzas discriminatorias como la de las huellas dactilares, e incluso sustraerle niños a las familias acusándolos de mendicidad o hurto para llevarlos al Tribunal de Menores. Hemos denunciado al Parlamento Europeo varios casos en Nápoles, en Rímini y en Florencia. ¿Quién roba niños a quién ?».

Otra opción consiste en arrasar las chabolas ilegales e invitar a los pobladores a volver a su país. El 24 de abril, el gobernador de Lombardía envío la excavadora al barrio milanés de Giambellino con un grupo de antidisturbios. El minicampamento donde vivían los Covaciu quedó hecho escombros en un minuto. «Fue un desalojo brutal», recuerda Malini. «Les obligaron a salir de las chabolas y los pusieron en fila a contemplar la destrucción». Rebecca : «Nos dijeron que no podíamos recoger nuestras cosas porque con el nuevo Gobierno ya no íbamos a poder seguir en Italia». Los Covaciu y cinco familias más lo perdieron todo. «Estuvimos unos días durmiendo en la Casa de Caridad y Roberto nos mandó a Nápoles», añade.

Cuando el tren llegaba al sur, una turba organizada por la Camorra atacaba y quemaba los campamentos de Ponticelli, donde vivían 700 personas. «Dormimos en una escuela, había muchos rumanos», recuerda Rebecca. «Las mujeres contaban que pasaron mucho miedo. Se acercaba gente a las ventanas y nos gritaba : ’¡Fuera de aquí, zíngaros, iros a vuestro país !».

Nuevo regreso a Milán. Rebecca sigue dibujando, el Gobierno anuncia las medidas de emergencia rechazadas esta misma semana en el Parlamento Europeo. Además de princesas y playas imaginadas, la niña pinta su vida real. Retratos de la marginación, la diáspora, la mendicidad. EveryOne los presenta al premio de Unicef. Entre 150 candidatos, Rebecca gana con Los ratones y las estrellas. «Primero dibujé a Roberto, me dijo que era una artista. Hice otros más, los puso en su página web y me dieron el premio y esta medalla».

Los medios la convierten por un día en «la pequeña Ana Frank del pueblo gitano». Sus dibujos viajan a la exposición colectiva Psique y cadenas, inaugurada el Día del Holocausto en Nápoles. Y son recibidos como testimonio contra la segregación racial en el Museo de Arte Contemporáneo Hilo de Hawai.

Tras la fama efímera, los Covaciu instalan su nueva tienda de campaña en la zona de San Cristóforo. Una mañana, hace 10 días, llegan dos hombres a la tienda y, sin mediar palabra, empiezan a pegar a Ioni y a Rebecca. El padre intenta defenderlos y también cobra. La ONG decide contarlo a la prensa. Dos coches de policía vuelven al lugar. «Eran los mismos del día anterior, pero esa vez llevaban uniforme», dice Rebecca. «Me metí en la tienda y me tapé con la manta, los policías se llevaron a papá y empezaron a pegarle. Le oía gritar muy fuerte».

«Traumatismo craneal por agresión». Eso dice el parte médico que el pastor evangelista recibió en la casa de socorro. Allí le visitaron otros policías. El mensaje era claro : «Si denuncias, volveremos». Covaciu decide denunciar. Eso supone irse de la ciudad, alejarse, esconderse. Ahí aparece la pareja de Potenza. «Cuando el Estado maltrata así a la gente, lo que consigue es que surja la solidaridad», medita el señor G.

Los Covaciu llegaron de noche a esta preciosa zona de Italia. A sólo dos kilómetros, hay un pueblo tranquilo, un colegio rural y un cura, don Michele. «La historia de los Covaciu prueba que no tenemos una política de integración», explica. «Todo depende del voluntarismo de la gente. Como la Biblia es una historia de emigración, Dios no se asusta».

Rebecca se despide regalando dibujos a todo el mundo.

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Fuente: MIGUEL MORA | EL PAIS