"Para los hombres descerebrados y sin horizontes".
Hoy comenzamos una serie de relatos del compañero Roberto Domínguez Arroyo, en principio tenemos tres capítulos que irán viendo la luz todos los fines de semana, son relatos sobre un individuo casposo y vulgar en el cual se retratan algunos de los males de la sociedad actual, como la ignorancia, los miedos, la prepotencia de los políticos, etc.
Esperamos que los disfruteis…

«Para los hombres descerebrados y sin horizontes».

Hoy comenzamos una serie de relatos del compañero Roberto Domínguez Arroyo, en principio tenemos tres capítulos que irán viendo la luz todos los fines de semana, son relatos sobre un individuo casposo y vulgar en el cual se retratan algunos de los males de la sociedad actual, como la ignorancia, los miedos, la prepotencia de los políticos, etc.

Esperamos que los disfruteis…

“Tan triste y miserable es tu vida que la existencia de tu cuerpo, no tiene sentido.”

Manué el de la isla, (o de cómo el más tonto del pueblo se convirtió en “El hombre invisible”)

Primer Capítulo

Manué, necio y vacuo, nació un gris y triste mayo, exactamente igual que lo que sería su vida, en mitad del siglo XX, como si no supiese bien adónde ir y hubiese olvidado su procedencia . Era una persona vulgar, como su nombre a secas, vacío de los apellidos de su padre que perdió por no usarlos (no sabía qué hacer con ellos), tan sólo podía disponer del primer apellido de su madre, olvidando sin excusa los siguientes. Un pobre hombre. El típico tonto de baba del que todos se reían. Siempre llevaba un hilillo de saliva colgando de una de las comisuras para confirmarlo del todo, por si nos quedaba alguna duda, dejándolo subir y bajar con el beneplácito de su mejilla, igual que los Trolls en mi niñez, perseguían a los gnomos. Se comía los mocos y jamás se santiguaba cuando iba los domingos a misa o a las romerías de Redonda y Mamblas. Su mayor defecto físico a parte de su cara roma y su pestilente aroma, pues sólo se duchaba una vez a la semana, era su tremendo peso, que no cejaba de aumentar, pues devoraba compulsivamente toneladas anuales de tocino, que de modo metódico en cada almuerzo y merienda degustaba de forma ritual. Esto hacía que se bamboleara de modo cómicopenoso cuando caminaba y las habladurías a su paso se tornasen en risa y carcajadas veladas, como si fuese un esperpento a quien temer.

Apenas sabía leer, disfrutando en sus ratos de ocio de las fotografías que albergaban los folletos de publicidad que robaba a sus vecinos, su madre ya anciana le leía antes de acostarse cuentos de párvulo, ya sabéis, de esos de Ramón cazó un ratón y etcéteras simplones. Aunque lo que más le gustaba de su madre era cuando peinaba su largo pelo cano con un cepillo lleno de roña, pues desde niña había usado el mismo. Manué absorto, podía contemplar todo aquel proceso sin pestañear ni meterse el dedo meñique en la oreja para rascarse grotescamente ni una sola vez. Sus palabras favoritas eran mónima o alfabeto cuando en realidad quería decir nómina o analfabeto, creyéndose al escucharlas resonar en sus apestosos labios, que era una persona culta.

Los únicos momentos de su vida en que disponía de sus pies para caminar era cuando iba a jugar la partida al Chumi o el Tiky, pues siempre iba a todos los sitios montado en un tractor de los años sesenta, destartalado por el sobrepeso, en el que se le podía ver paseando cada día. Miles de tardes, vidas de gato completas desperdiciadas. No hacía otra cosa con su patética existencia, montar en el tractor y dar vueltas por Covarrubias era todo, creía que así la gente pensaba que era trabajador. TRABAJADOR, esa palabra maldita resonaba en su cabezota cien veces al día, aunque en realidad desconocía en la práctica lo que era, porque ni siquiera tenía tierras que cultivar. Murieron todas cansadas de verle trajinarlas con artes de kamikazearrancaraíces.

Así pues, la conjura de los vegetales empezó una nueva primavera a media tarde, en que las tierras de Manué seguían yermas, hastiadas de sus artes de “mago de la mierda” inexperto y acabado. Esa tarde fatídica, ya en su huerto de la Serna, un túmulo de tierra lo apresó por los tobillos y así lo tuvo durante un día completo. Tieso. Casi inerte. Se lo pasó blanco como la pared de su casa, sin hacer uso de sus pulmones ni una sola vez, claro, que cuando fue liberado no atinó a saber qué había sucedido ni porqué la tierra se vengaba de él de semejante manera. Su cerebro discurría menos que una alpargata vieja.

Limpió en el Arlanza su pantalón de la cagalera, lo cual le parecía de señoritos (tanta higiene era derrochar) mientras contemplaba los cinco surcos endebles que le habían costado a su exhausto tractor mses de trabajo y, en los que desde hace años por su negligencia ya nunca crecía nada, su medio cerebro y su hilillo de baba no atinaban a adivinar porqué la tierra se negaba a darle ningún fruto. Se arrodilló, inspiró y consciente de que la tierra estaba viva le gritó : ¡con la de paseos que se daba, no pensará que se iba a arrastrar suplicante que creciera algo, él no se rebajaría ni por su madre canosa en búsqueda de asistente social !

Al día siguiente volvió con todos sus útiles de labranza y su tractor de cuarenta años listo para conseguir que por fin la tierra se doblegara, pero sería inútil, el camino se le estrechó de manera que lo único que podía pasear por él era la rueda de una bicicleta. Aún así no desistió, paró su agotado tractor y se echó a las espaldas todos sus aperos. Comenzó a caminar con sus torpes andares y una lluvia de zarzales le hirió duramente la cara, las piernas y las manos, así que tuvo que dar media vuelta a todo correr, huyendo con su paso grotesco y torpe, abandonando su tractor para siempre. Jamás volvería a pisar su huerto. Desde entonces la madre tierra sólo permitió que crecieran lirios y un inmenso ciprés, hermano del de Silos “enhiesto surtidor de sombra” por los años de esterilidad que aquel desdichado había causado.

Una semana después quemó sus herramientas, ya que no podía cultivar tierras tampoco le servían para nada y así por lo menos podría calentar la cuadra que habitaba.

Su tractor, liberado del sobrepeso de ese gordo terrible, andaba por los campos de la Serna cuidando con mimo los vegetales de la gente, feliz por primera vez en su vida.

Nuestro personaje estaba obnubilado, se pasó un mes completo apático sobre el pesebre donde dormía sin mover un solo músculo (si hubiese sido una persona normal lo hubiese hecho delante de la tele, viendo el crónicas y todas esas paridas). Privado de sus paseos y del genocidio de su huerta no sabía cómo malgastar su tiempo. Finalmente, levantó una piedra del marco de la puerta de su pestilente hogar y cogió los ahorros de toda su vida para comprar una mascota, la mejor del mundo entero pensó él, la más fiel y sin prejuicios : Un cerdo, que adquirió a módico precio en DEGESA, después de tardar tres días enteros en llegar debido a su patético caminar. Cuando ya tenía al animal amarrado del cuello con una cuerda de esparto subió a su lomo y volvió a Covarrubias. Estaba feliz, qué digo feliz, radiante, exultante. Manué, sin apellidos paternos, podía de nuevo pasear por las calles de su amado pueblo, el único que conocía de todo el mundo. Él que creía que la tierra conocida terminaba en las arrevueltas y empezaba en la Estacada, o viceversa, podía volver a mirar a sus vecinos más alto, por encima del hombro a los lomos de ese animal, cabalgadura idónea. Tampoco tuvo muchos quebraderos de cabeza para alojarle en su “casa”, dormiría en el pesebre junto a él, cómo no. Claro, que cuando lo intentaron a la noche fue imposible por el tamaño desmesurado de ambos, encima fue una tortura para el pobre cerdo el solo hecho de entrar en aquella morada hastiada de fetidez.

Mientras las siguientes semanas se precipitaron planas como su encefalograma, el pobre cerdo trataba de fugarse cada día con resultados negativos, si aquel animal podía haber tenido alguna vez capacidad de habla, quizá hubiese decidido no utilizarla, sobrepasado ante tamaña situación. A lo que si podía apelar el animal era a renunciar a su instinto de supervivencia, así que se presentó voluntario para la fiesta de la matanza y se despidió aliviado de su viejo amo que no dejaba de llorar y jadear de rodillas como un perro.

El día de la fiesta llegó inexorable y el cerdo fue sacrificado, aunque Manué lo aprovechó para rebañar las ollas y apoderarse de los últimos vestigios de su antigua mascota.

Esto le hizo descubrir de modo trágico que su existencia quedaba aún más anulada si cabe, a pesar de que esos márgenes estaban absolutamente saturados y sin espacio, pero todavía se apretujaron un poco más, para hacer hueco al último ejercicio de este episodio.

Caminaba a trompicones, enjuagando a lengüetazos grasientos -como un animal rabioso- sus monstruosamente peludos antebrazos, mientras paseaba por la Solana dando bandazos como un borracho, ebrio del hedor de su mascota. Sintió entonces que desaparecía, que se hacía invisible, anulándose del todo irremisiblemente. Asustado, sin saber qué sucedía, cruzó el río con gran dificultad, debido a que venía crecido y sus piernas apenas le soportaban y se plantó en el Soto, para que nadie le viese en ese estado, (aunque no cayó en la cuenta de que esto en su actual situación era del todo imposible). Caminaba nervioso, histérico y sudoroso, en círculos sobre sí mismo, cuando a la segunda vuelta cayó agotado hasta el día siguiente. Se despertó perezoso sin recordar nada, creyendo que borracho habría ido a parar a la isla. Asomó su cara al río para beber, pues lo de lavarse le daba miedo y no se vio reflejado, entonces recordó de golpe y en un brote de locura psicótica, recogió ortigas con las que se cubrió el cuerpo, ese seria desde entonces su traje, nadie le recordaría, por tanto nadie le buscaría.

¿Qué era ya ? Si su personalidad, criterio u opinión nunca habían existido, anuladas del todo por su madre y su hermana y su físico estaba diluido en la nada. Nada sería desde entonces. Como siempre.

Para los hombres descerebrados y sin horizontes.

Kova, enero y febrero del 2000 y tres.