El Bicentenario de las independencias, que los estados celebran como si hubiera sido un movimiento emancipador de todas las poblaciones que viven en nuestras sociedades, es una buena ocasión para refrescar la importancia de las luchas de los de más abajo, muy en particular de los pueblos originarios, que dos siglos atrás consiguieron abrir grietas profundas en la dominación colonial por donde se hizo posible la gesta de los criollos.
Los modos y códigos como se rebelaron los pueblos indios, trasmiten un legado que puede enriquecer las tradiciones emancipatorias heredadas de occidente.
Los pueblos originarios se han levantado a lo largo de cinco siglos, aunque de modo más persistente en los 200 últimos años, desde las rebeliones del siglo XVIII. A diferencia de los procesos encabezados por los criollos, los indios no se han inspirado en los principios de la Ilustración, como la ciudadanía y los derechos humanos, sino en sus propias tradiciones. Quiero decir que existe una genealogía rebelde y emancipatoria no ilustrada ni racionalista, que aunque no ha merecido mayor atención de las academias y de los partidos de izquierda, está en la raíz del pensamiento y las prácticas “otras” de los oprimidos andino-amazónicos.
Luego de corroborar que la insurgencia andina ha recibido escasa atención en la historiografía occidental vinculada a los períodos revolucionarios, Sinclair Thomson en su maravilloso trabajo “Cuando sólo reinasen los indios”, concluye que no hay evidencia de que las insurrecciones andinas estuvieran inspirada en la revolución francesa o en la independencia norteamericana. Por el contrario, los rebeldes de 1780 sustentaron demandas y acciones en sus tradiciones comunitarias y como pueblos, en las prácticas asamblearias, descentralizadas y en el tradicional sistema de cargos rotativo o por turnos.
Recuperar esa otra genealogía puede contribuir a intensificar el diálogo entre las dos orillas civilizatorias en las que ha abrevado la humanidad, la oriental y la occidental, que tienen en este continente sus más prolongadas e intensas fricciones, pero también espacios y tiempos de intercambios y diálogos, de mestizajes múltiples, que incluyen también los ideales y las prácticas emancipatorias nacidas en occidente. Apenas estamos comenzando a indagar en esa dirección, cuando aparecen ya experiencias notables y prometedoras, desde el zapatismo a las universidades pluriculturales.
En el mundo andino-amazónico pervive una civilización no occidental, asentada en un conjunto de principios que dan vida a modos de producir y reproducir la materia (economía), de comprender y sentir el mundo (filosofía), de celebrar la vida (religión y fiesta), de relacionamiento entre las personas y con la naturaleza (cosmovisión) y de ejercer formas de poder (política), enteramente propios, diferentes y en muchos casos antagónicos con los postulados de la modernidad occidental. Ese mundo comunitario desconoce la propiedad privada del agua, la tierra, el aire y la vida vegetal, a los que considera bienes comunes y no recursos ; produce valores de uso para sostener sus sistemas de reciprocidad y redistribución al servicio del equilibro con los seres vivos, ignorando los conceptos de crecimiento y acumulación.
El poder no se centraliza ; se dispersa, en forma de redes y de asambleas comunitarias que deciden en base al consenso, con un sistema de cargos rotatorio de base masculino-femenino : a la hora de elegir autoridades, las comunidades colocan en los cargos destacados a la pareja, de modo que ciertos aspectos del ejercicio del poder los realiza el varón y otros la mujer, una división del trabajo por la cual uno asume las tareas externas y la otra las internas, o, si se prefiere, las de representación y las simbólicas.
Eso nos sugiere que existe un modo masculino y otro femenino de practicar el poder, de acción y de contención, que no son excluyentes sino complementarios. Lo que no excluye la continuidad de la tradicional sujeción de las mujeres que las culturas indias no han superado.
El objetivo es impedir que los jefes obtengan poder sobre la comunidad. Para decirlo en los términos de Pierre Clastres, toda la energía de la comunidad se focaliza en evitar que los jefes acumulen poder, que no se conviertan en “hombres de estado” como los hacedores de la política institucional. La máquina de dispersión comunitaria que encontró el antropólogo entre los nómades guayaquis, se reconstruye de modo difuso y natural cada vez que pueblos y comunidades (aymaras altiplánicos, quichuas serranos, pero también awajún y wampis amazónicos en el reciente conflicto peruano) deben ponerse en movimiento para defender la vida de las episódicas agresiones externas. Nada parecido a ese organismo dispersador es posible encontrar en las tradiciones emancipatorias occidentales que, por el contrario, han cultivado una rigurosa centralización.
Los rebeldes andino-amazónicos de los dos últimos siglos, han rechazado por la vía de los hechos una de las utopías vertebradoras de la modernidad : la de la tabula rasa, la idea de que es posible, y necesaria, una ruptura radical con el pasado para construir un mundo nuevo, al que la modernidad considera, necesariamente, mejor. Esa utopía inspiró a los revolucionarios franceses y rusos, y en general de todos los que se han inspirado en el paradigma modernizador.
Los ciclos de luchas de los movimientos sociales ecuatorianos (que han realizado varios levantamientos desde 1990 y derribado tres gobiernos) y bolivianos (que protagonizaron el ciclo de protestas de 2000 a 2005), que han modificado a fondo a sus países y al continente, se inspiraron en las tradiciones andino-amazónicas. Pero también las reinventaron.
Rediseñaron una bandera antigua, como la wiphala, y la convirtieron en símbolo de los nuevos tiempos, enseñando que todos los colores pueden convivir sin que ninguno se convierta en hegemónico. Hurgaron en la memoria de los ancianos y recuperaron conceptos como el Vivir Bien/Buen Vivir, y ahora los ofrecen como alternativa a la cultura de la acumulación y el consumismo. Mantuvieron vivos los sistemas de turnos y de rotación para ejercer cargos de poder y de representación, y los extendieron a otros terrenos de la vida, ya sea para organizar los trabajos colectivos que llevan agua a las comunidades rurales y urbanas, como lo hacen los comités de agua en Cochabamba (Bolivia) y en Cuenca (Ecuador) , pero también para sostener las acciones colectivas como los bloqueos de rutas.
La relación con el pasado y con la naturaleza forma parte de las tradiciones de los rebeldes andinos y han modelado su visión del mundo. Luis Macas, abogado quichua ecuatoriano, ex presidente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), define al Sumak Kawsay (Buen Vivir en quichua), como la vida en plenitud, asentada en los principios comunitarios de reciprocidad y redistribución. Su explicación tiene el interés de que toca el tema central del Estado. “No es posible la convivencia del Sumak Kawsay y el sistema actual, no puede ser un sistema de este Estado, hay que pensar fundamentalmente en el cambio de estructuras de este Estado y construir uno nuevo, pero hecho con nuestras manos”, dijo en el Foro Público “El Buen Vivir de los Pueblos Indígenas Andinos”, celebrado en Lima, 28 de enero pasado. Cree que se trata de recuperar los sitemas de vida anteriores al Estado, lo que indice que están pensando en instituciones no estatales.
Las tradiciones revolucionarias son múltiples y muchas, no pueden ni deben convertirse en “una” tradición que inspire “una” práctica homogénea, única, uniforme. Esa diversidad de tradiciones rebeldes, a veces contradictorias, componen ese arcoiris que no hace sino enriquecernos al hacer posible la convivencia con otros que sufren similares dolores y opresiones, pero que los expresan a su modo y se rebelan según sus propios códigos.
Raúl Zibechi
En Desinformémonos : http://desinformemonos.org/2010/06/revivir-el-pasado-para-destruir-el-capitalismo/