Unos lo cifran en doscientos mil y los del bando a favor en un millón. Todos con el mismo eslogan que hizo fortuna durante las movilizaciones contra la guerra de Irak : “en nuestro nombre, no”. Pero lo que en sustancia ese pronunciamiento de masas del nacionalcatolicismo español instigado por la derecha política, económica y social blandía era su rechazo a negociar la salida al conflicto vasco. Sólo quiere su derrota sin paliativos. Que independentistas y abertzales pasen por ventanilla con las manos en alto (vencido y desarmado…) para su posterior y graciosa legalización. Como hicieron con el PCE en 1977, tras lograr que la cúpula roja rindiera sus señas de identidad aceptando monarquía, Pactos de la Moncloa y continuismo rojo y gualdo. Aunque entonces (eran otros tiempos) el trago exigiera ese episodio de guerra sucia conocido como “atentados de Atocha” para su amortizada puesta en escena.
La transición del franquismo a la monarquía constitucional del 18 de Julio se hizo como un paso de ley a ley. Lo que no obsta para que también fuera un método perfectamente leguleyo que supuso de hecho el paso de una ilegalidad a otra. De la que suponía la dictadura, impuesta por la fuerza de las armas tras un golpe de Estado militar que desencadenó la guerra civil, a un sistema coronado al que se hurtó el preceptivo proceso constituyente. A lo primero lo siguen llamando “la legalidad vigente”, y sirve de excusa para no rehabilitar a las víctimas políticas de la justicia del viejo régimen, y a lo segundo “imperio de la ley”, olvidando que el mismo Jefe de Estado anudó ambos regímenes (el famoso “atado y bien atado”), en un caso in pectore (como sucesor de Franco a título de rey en 1969) y en otro como fiel de la balanza del sistema constitucional, al margen de la opinión soberana de los ciudadanos.
Esa fue la raíz del consenso entre trujimanes que trajo la Constitución de 1978 invistiendo de hiperpoderes al monarca cuando en teoría carece de atribuciones. La izquierda entregada de entonces desmovilizó a sus afiliados y simpatizantes para hacer posible el pacto de notables, sin ruptura, con la “legalidad vigente” de la dictadura. Lo que significó a la postre que las víctimas perdonaran a sus verdugos para que una buena ración de aquella feroz nomenklatura (militares, jueces, policías, altos funcionarios, etc) o sus sagas continuaran mandando, sin siquiera entonar el preceptivo mea culpa. Había que evitar una nueva contienda civil entre españoles, zanjar cualquier atisbo de violencia fraticida y revanchista, afirman todavía hoy sus glosadores. Claro que el colmo de la estulticia, según la exégesis hegemónica, sería que ese espíritu pacifista inserto en el cambio exigiera poner otra vez la nave del Estado en manos de quienes precisamente desataron aquella primitiva violencia genocida.
Pero no acaba aquí el descomunal desatino. Coherentemente con esa colosal charada, es ahora, casi 30 años después del feliz apareamiento entre pirómanos y bomberos, cuando se produce la ruptura. Pero, ¡ojo !, no porte de la izquierda de canapé, sino por la derecha tardo y postfranquista. Lo grandes beneficiarios del sistema inventado por aquel Vicesecretario General del Movimiento Nacional llamado Adolfo Suárez y sus “iniciados” en el PSOE y el PCE -tras adjurar públicamente de sus “veleidades” republicanas”- se niegan a aceptar este otro cambio de ley a ley que significa en la práctica el proceso que debe culminar con la integración de ETA y HB en el sistema. Y la carcajada es de las destinadas a hacer época si tenemos en cuenta que fueron ellos, los camisas viejas y sus alevines falangistas en punto de fuga hacia la socialdemocracia, quienes lideraron antaño un proceso semejante con ETA P-M, que luego nutriría la cantera del socialismo vasco y Basta Ya.
Memorable carnaval, vive Dios, que tiene todos los visos de una comedia de enredo por refriegas. La derecha, que nunca condenó el genocida régimen franquista que le dio el ser (sólo hubo repudio parlamentario del “golpe militar” del 36, porque extenderlo al régimen de él emanado era imposible sin “procesar” al actual Jefe del Estado), anuncia la ruptura. La izquierda trífásica (socialistas, comunistas y nacionalistas) postula un Estatut de mínimos “perpetrado” mediante un pacto abducido entre Zapatero y el líder de la oposición al Gobierno catalán que impulsó la reforma de máximos. Y una “Casa Real” en ebullición donde cada cual toma posición cara al futuro : el príncipe Felipe en frenesí de inauguraciones y “maricharlares” y “undagarines” labrándose un porvenir, ora aterrizando por ser vos quien sois en el consejo de administración de una multinacional aseguradora, ora en otra de telecomunicación en América Latina.
Ante semejante escenario cirquense (¡más difícil todavía !), no resulta extraño que la prioridad nacional sean las jornadas del Mundial de fútbol. Los grandes asuntos, como la reforma laboral a la baja trajinada entre las cúpulas de los sindicatos representativos y la patronal (esa que se pronunció contra el Estatut porque ponía en peligro la “unidad de mercado”) ; la resolución unánime del Consejo de Europa pidiendo una condena firme del franquismo y la reparación de los crímenes cometidos (mientras el Gobierno homenajea al carnicero Mizzian y sus razias) y las consecuencias de unos procesos, tal que el nuevo Estatut de Catalunya y la negociaciones con ETA, que son de difícil metablización con la hostilidad del primer partido de la oposición, los media y los emboscados del felipismo (Lizarra y el Plan Ibarretxe naufragaron por menos y las encuestan dicen que se aprobará con menos apoyo que el del 79), devuelven la cara fea de realidad de sicofantes (escandalosos impostores) que nunca debió obviarse.
Cuando en España no se cambia algo para que todo siga igual, la derecha rompe la baraja y la izquierda bonita se llama a andana.
Fuente: Rafael Cid