Será una carnicería social, como si Franco hubiera vuelto a ganar la guerra. Esto más o menos representará la salida de la crisis dada por el Gobierno, si no hay oposición que se oponga y lo impida. Una guerra civil hecha a golpe de BOE contra los mismos derrotados del año 39.
La conspiración de la clase política, la venalidad de los grandes empresarios, banqueros y oligarcas de los negocios, las bendiciones de la Iglesia y la traición santurrona de los sindicatos oficiales, junto con la resignación de una masa ciudadana que con su silencio justifica el saqueo, tendrán efectos funestos para las clases trabajadoras y los sectores más humildes de la población. Humillados, abandonados y vendidos.
La contrarreforma laboral, de las pensiones y de la negociación colectiva ; los recortes en las inversiones sociales (Sanidad, Educación, Dependencia, etc.) ; el paro generalizado como elemento estructural de la nueva economía ; la estafa inmobiliaria y la enajenación de las cajas de ahorro, anticipan una sociedad mutante para este primer tramo del siglo XXI que entronizara un neofeudalismo en un entorno de despilfarro, corrupción, consumismo y servidumbre voluntaria. Con la sola la diferencia entre esta derrota y la histórica del 39, que mientras en aquella había dos bandos ideológicos en liza, ahora es la sociedad política constituida la que ha liderado el alzamiento contra la sociedad civil. Una gran putada, que diría el líder de Comisiones Obreras, el camarada Ignacio Fernández Toxo. Inmoral y patético.
Con el estallido de la crisis se puso en circulación un término hasta entonces poco visto, el de “riesgo moral”, y se dijo que en buena media ésta había sido consecuencia del abuso de aquél. Es decir, que la debacle perfecta ocasionada por la burbuja financiera se había perpetrado porque los agentes económicos clave habían actuado irresponsablemente al titularizar productos tóxicos, recauchutarlos en un mix junto con otros activos y luego asegurarlos suscribiendo pólizas (los famosos Credit Default Swaps) que blindaban su rentabilidad frente a quebrantos sobrevenidos. Habían incurrido en riesgo moral, quienes, desde el puesto de mando político-financiero, permitieron o ejecutaron acciones sin meditar en las consecuencias que las malas prácticas, casi siempre guiadas por el beneficio rápido, podían ocasionar a terceros sorprendidos en su buena fe.
El riesgo moral es un concepto estudiado en economía. Fue piloneramente evaluado por Adam Smith al advertir sobre el distinto rasero de los individuos cuando se arriesgan en lo personal (y patrimonial) frente a las otras acciones que realizan bajo cobertura (o bandera de conveniencia) de un colectivo, como por ejemplo los directivos en las sociedades por acciones. Más recientemente, el premio nobel Kenneth Arrow reformuló el termino como “delegación de responsabilidad”, y puso como paradigma el caso de aquellas personas que descuidan su salud porque poseen un seguro que les garantiza una atención o compensación económica ex post. La trabazón clientes-banca-constructoras del boom hipotecario gravita en este falso asidero.
Está claro que, así definido, el riesgo moral hace diana en la crisis actual y en sus metástasis. Los brujos de la economía casino, al actuar con red manejando recursos ajenos para primar sus propios intereses, han sido los cebadores del crac que ha provocado la mayor recesión mundial de la historia contemporánea. Pero, como bien narra la película Luise Michel, detrás de una gran fortuna ya no hay siempre un crimen, según dejó escrito Víctor Hugo, sino a menudo sólo un fondo de pensiones. Y esa derivada perversa es lo que hace aún más endiablada la encrucijada ética, porque acumula en una misma degradación cómplice a víctimas y verdugos sin solución de continuidad.
Pero donde el riesgo moral adquiere toda su dimensión estratégica es cuando lo extrapolamos al mundo de la política real, como hizo el pensador conservador inglés Edmund Burke al afirmar que el talón de Aquiles de la democracia parlamentaria radica en el dilema de unos representantes obligados a tomar decisiones sobre temas que no les afectan directamente, buscando con ello un atajo para avalar la necesidad del gobierno de la aristocracia, la única casta política natural según su escuela. Algo así como aquello de que el ojo del amo engorda al caballo elevado a categoría política.
Sin embargo, más allá de la evidente intencionalidad clasista de Burke, la constatación del riesgo moral en el mundo de la política ciñe la centralidad del problema en el desplome de los valores que se suponían inherentes a la economía como mecanismo de satisfacción de necesidades a través del mercado y al sistema democrático, de cuyo déficit y baja calidad se habla y no se para. En uno y otro caso, y en ambos a la vez por la parasitaria relación que asumen, el riesgo moral es común y nace de la ausencia de acción directa entre gobernantes y gobernados, representantes y representados, administrantes y administrados. Tanto en economía como en política, una cuestión cuantitativa, como es la dimensión a escala, se ha utilizado para acuñar como pensamiento único la inmutabilidad de la delegación, o si se quiere la imposibilidad de la acción directa. En política y en economía, tanto monta monta tanto, hoy mandan los gestores, que presuntamente deben rendir cuentas y estar sometidos a revocación.
En teoría sólo, porque por la propia dinámica del paradigma hegemónico, ese ejercicio de responsabilidad es sólo placebo y la revocación procedimental está desactivada, salvo en momentos de catarsis, dado que el estamento constituyente, los representados, la opinión pública, ha visto secuestrada su voluntad por la opinión publicada que controla y dirige el primer nivel del poder en la economía y la política. De esta forma, la base social, con ser nominalmente la titular de la soberanía popular y del interés general, ha devenido en monumental claque de los poderes fácticos y las instituciones, autosuficientes y autorreferenciales por razón de ejercicio. El ejemplo más reciente y rotundo de este olvido primordial es la falta de consecuencias, la nula respuesta ejemplarizadora, por parte de los poderes públicos ante la catarata de revelaciones de WikiLeaks… sobre sus propios delitos.
Con esa cultura política pesebrista, sin ética ni estética, es hasta lógico que los dirigentes de Comisiones y UGT hayan traficado con su compromiso público de exigir una rectificación al Gobierno en la contrarreforma laboral y social a cambio de blindar la prosperidad material de sus organizaciones. Como los poderes económicos causantes de la crisis, las centrales desconocen el riesgo moral, porque han vivido demasiado tiempo de espaldas a sus representados y están fidelizados en el mantra del diálogo social, en línea con la tradición de aquellos sindicatos verticales tan responsables que jamás hacían una putada a los poderosos.
Lo que sucede es que esa renuncia coral de responsabilidades que hemos conceptuado como riesgo moral no va a salir gratis. Tendrá consecuencias y puede que derive en un auténtico y peligroso riesgo sistémico. De hecho, a día de hoy nadie duda ya que el bandazo de la izquierda en el gobierno al dictado de los intereses de las finanzas internacionales está desencadenando un respaldo social y una legitimación en las filas de la oposición conservadora que hará casi inevitable su próxima hegemonía electoral. Pero lo peor puede estar por llegar a rebufo del allanamiento de las cúpulas sindicales.
Cegar el debate, demonizar la protesta social y restringir las manifestaciones, apuntalando contra natura las embestidas reaccionarias dictadas desde el poder, supone brindar un trampolín para la revancha de la ultraderecha xenófoba. Como tiene estudiado la politóloga Chantal Mouffe, en su obra El retorno de lo político, la experiencia histórica de la liquidación del antagonismo en la sociedad, cuando un amplio sector de la población se siente bruscamente desamparado y sin referentes, crea un vacío que propicia el rapto de esas frustradas voluntades por los enemigos de la democracia.
Salvo que estemos ante una coartada urdida desde las alturas y lo que busquen sea sembrar la incertidumbre, siguiendo el modelo empleado en la transición para colar Los Pactos de La Moncloa, con el despropósito de acuñar la legalidad del más fuerte como la única posible en la marca España.
Rafael Cid