“Españoles, Franco ha muerto” Parece que fue un ayer de ahora, 10 de diciembre de 2006. Pero no, fue el 20 de noviembre de 1975. En la pantalla de la TV única (partido único, país único, familia única, todo único y menguante), el presidente del Gobierno Carlos Arias Navarro, más conocido como “carnicerito de Málaga” por sus múltiples fechorías así en la guerra como en la paz contra los antiEspaña, daba el esperado parte : ¡El Caudillo ha muerto ! Pero ése día, hoy hace 31 años de plomo, molicie y espanto, ningún medio de comunicación apostilló a toda portada “…sin responder ante la justicia de sus crímenes”. El miedo y el consenso doloso, establecido sobre la amnistía concedida por los verdugos a sus víctimas, guardaba la viña.
Por eso choca el clima de exaltación antifascista que ha invadido a buena parte de nuestra intelectualidad y prensa (parte sólo, porque todavía hay quien da un tratamiento de respeto, unción y duelo a la figura del ilustre vampiro trasandino). Es justa y necesaria la censura al tirano de la capa y criminal golpista. Hay que felicitarse por la expansión de la justicia universal para crímenes de lesa humanidad como los perpetrados por Pinochet y sus secuaces (no olvidemos a sus recalcitrantes fieles, que como con el Caudillo en El Pardo, se agolpan impasible el ademán ante su momia).
Pero, ¿por qué Pinochet y no Franco ?, ¿por qué Chile y Argentina sí y España no ? Pues porque España sigue siendo democráticamente (in)diferente. La vía española a las libertades y el Estado de derecho, al contrario de la de estos “países hermanos”, no consiste en romper con el pasado fascista, sino por el contrario en huir del pasado democrático, en quebrar la legalidad democrática y su cultura cívica. Consiste en estar de vuelta ética sin haber ido. Allí, en el Chile postpinochetista y en la Argentina postividelista, hubo responsabilidades políticas para quienes provocaron el horror y la desdicha de millones de personas. Y cuando ellos no podían o querían provocar la ruptura democrática por miedo a sus demonios familiares, la justicia española actuó de oficio. Aquí sin embargo la transición fue un acuerdo entre notables, notables y notorios por su significación con el cruel franquismo, y sus impresentables pares en la otra orilla que tenían igualmente lacras que hacerse perdonar.
Nuestra transición fue como fletar un Arca de Noe para que, ante la tempestad que se avecinaba, esos caballeros que fusilaron a la primera democracia española, fueron cómplices de asesinatos, torturas, saqueos y devastaciones sin cuento, marcharan una vez más todos juntos por la senda de la Constitución. Mientras el país entero, aquella inmensa y sórdida prisión, volvía a poner los muertos, en esta ocasión en forma de claudicación y renuncia política. Sin periodo constituyente. Sin consulta sobre la forma de Estado (ya lo había hecho previsoramente Franco en 1941 al aprobar en referéndum que España fuera un reino). Por la buenas (por las malas pero de buenas maneras, con modales). De hoz y coz, fascísticamente.
Por eso, en la denuncia, justa, pertinente y nunca suficiente de la barbarie pinochetista, faltan piezas. O galopamos sobre la esquizofrenia. Se encarece un mínimo de mea culpa o un gesto de coherencia. Una pizca de decencia y dignidad. Sobre todo cuando la parafernalia con que se ha amortajado la despedida del oficio de tinieblas que entronizó Augusto Pinochet y los de su ralea en América Latina (y no sólo allí ; para cuándo nuestra policía investigará la pista española de la Operación Cóndor con asesinatos express en la madrileña calle de Tutor) se produce al mismo tiempo en que los mismos que abanderan el definitivo adiós del tiranosaurio niegan la revisión integral de la memoria reciente y la anulación de los juicios-farsa del franquismo.
¿Se puede “casar” la legalidad del franquismo genocida con la democrática como legalidad vigente al mismo tiempo que celebrar la muerte de un acosado Pinochet como un triunfo de los derechos humanos ? Se puede. Aquí se puede. En esta democracia otorgada se puede lo que no se debe. Basta con que una mano no sepa lo que niega la otra. Julián Grimau, Puig Antich, Manuel Carrasco Formiguera, Companys, Peiró, Delgado y Granado, entre otros cientos de miles antifascistas, son la siniestra prueba de ese turbio poder. Seguimos siendo la reserva fachosa de occidente, a Dios gracias. Ni ética ni estética. Mientras Europa considera el nazifascismo pieza a batir judicialmente, aquí se celebran misas en recuerdo del sangriento dictador y la prensa democrática (sic) publica esquelas en su honor.
Habrá quien piense que esto es un ejercicio de demagogia. Allá cada cual con su pesebre. Pero sólo dos datos más para el balance final de nuestra peculiar y legitimada impunidad. Uno : la sala de lo Militar del Tribunal Supremo negó la revisión de la condena a muerte de los anarquistas Delgado y Granado por su presunta participación en un atentado contra la sede de la policía política franquista. Otra : la misma autoridad judicial, militar por supuesto, ha impedido también la del juicio contra el ministro de la II República Juan Peiró. Delgado y Granado eran inocentes como ha quedado sobradamente demostrado por la autoinculpación de los verdaderos autores de los ataques a la Lubianka del régimen. Peiró fue fusilado por los escuadrones de la muerte de Franco tras ser secuestrado por las SS nazi en la Francia ocupada y entregado a la policía española.
Esto, mientras quienes excusan su bula democrática en un ejercicio contumaz de funambulismo ético siguen con el ditirambo de esos “resistentes silenciosos”, nazis de pata negra, que como los Tovar, Laín o Ridruejo y tutti quanti abrazaron la democracia tras la derrota cierta del Eje. A los demás, disidentes clamorosos y encabronados del esperpento nacional, sólo nos queda persistir dando coces en el aguijón.
Fuente: Rafael Cid