Repensar la anarquía como verdadera democracia es la tarea libertaria de los nuevos tiempos. Pero para ese viaje se necesitan a la vez nuevas y viejas alforjas y no confundir democracia con la que está permitido. Se precisa una ciudadanía responsable, un sujeto histórico dispuesto a protagonizar la travesía libertaria que, con todos sus riesgos, conlleva la democracia verdadera.
Ese cultivar el bien común, en la práctica helénica, se perseguía con la paideia, una educación ética a lo largo de toda la vida que instruía a las personas en el estímulo colectivo.
Y paideia a su nivel era el modelo de ilustración obrera de los ateneos libertarios y lo que el propio ejemplo de los anarquistas (la verdadera propaganda por el hecho) demostraba, entre libres e iguales : la mayéutica de una nueva mentalidad revolucionaria. En la cultura del capitalismo de Estado, por el contrario, la formación se ha estamentado y no sólo hay un tipo de educación según el nivel de renta o clase, sino que además los referentes disponibles reproducen desigualdad : son los mismos los que tienen la fama los que escardan la lana.
Y paideia a su nivel era el modelo de ilustración obrera de los ateneos libertarios y lo que el propio ejemplo de los anarquistas (la verdadera propaganda por el hecho) demostraba, entre libres e iguales : la mayéutica de una nueva mentalidad revolucionaria. En la cultura del capitalismo de Estado, por el contrario, la formación se ha estamentado y no sólo hay un tipo de educación según el nivel de renta o clase, sino que además los referentes disponibles reproducen desigualdad : son los mismos los que tienen la fama los que escardan la lana. La introducción de la asignatura de “educación para la ciudadanía” por el gobierno socialista en España como alternativa a la catequización general, podría ser en principio una medida socialmente muy provechosa a largo plazo…si no fuera porque son las mismas autoridades quienes la boicotean, como demuestran los ministros jurando y/o prometiendo sus cargos ante una Biblia y un crucifijo con impúdica y sumisa rutina.
Que el anarquismo supone una concepción de democracia radical sin coacción y que la democracia griega fue un laboratorio para avanzar en esa dirección, no es un desideratum. Estuvo en la mente de muchos grandes pensadores, eminentes juristas, economistas y filósofos y ha dejado rastro en sus obras. Un sabio como el fundamentador de la teoría del tribunal constitucional, el ya citado Hans Kelsen, lo resumió de esta forma : “En la realidad social, el más alto grado de autodeterminación política, esto es, una situación en la que no es posible ningún conflicto entre el orden social y el individuo, difícilmente puede distinguirse de un estado de anarquía” (Teoría general del Derecho y del Estado, 1979,339). Aunque no esté en los libros de historia ni sea materia de estudio en las universidades, el secular hilo rojo que enlaza demo-kratía y an-arquía permite aventurar que si las libertades de los antiguos yacían en la vieja democracia, las libertades de los modernos tienen en la anarquía bien entendida su marco de futuro.
Afirmar de entrada, como hemos hecho ya, que el anarquismo ha resultado ser la única ideología sin fecha de caducidad podría parecer un exceso patriótico digno de mejor causa. Pero si se medita seriamente –y eso precisamente intenta nuestra reflexión- se verá el fundamento de esta presunción. El anarquismo goza ya de larga vida. Mientras comunismo y fascismo han sido consecutivamente sentenciados por la historia, la veta libertaria sigue latente. Y no sólo eso. Como arriesgadamente denunciaron a principios de los años veinte del pasado siglo los anarquistas españoles que fueron a Moscú a contemplar los logros de la Revolución de Octubre (Ángel Pestaña y Gastón Leval), y la historia ha confirmado después con creces, fascismo y comunismo de Estado constituyen a la postre un duplex totalitario. La transición sin ruptura (a la española) del brutal régimen soviético hacia el neocapitalismo de los oligarcas y la conversión del genocida modelo chino en turbocapitalismo de cuartel, demuestran la espléndida lucidez, espíritu constructivo y actualidad del pensamiento libertario. Quizás porque, como decía Hegel del concepto de historia, el anarquismo representa el único modelo de convivencia cuyo fin es plasmar la historia humana como el progreso de la conciencia de la libertad.
Se podría pensar, como teorizan a menudo algunos rigoristas, que su vitalidad radica precisamente en su recalcitrante aversión al poder. Que su firme y consecuente rechazo a toda forma de Gobierno, en la teoría y sobre todo en su encarnación práctica, le hace incombustible. Incluso cabría razonar que sus crisis estallaron sobre todo cuando se alejo de ése su “estado de naturaleza”, en pocas y excepcionales ocasiones, véase España durante la revolución social de 1936-1939. Pero esa es una explicación banal y demasiado socorrida. De ahí que haya que buscar respuestas de más vigor y fuste que revelen su oculta energía. Porque la realidad constatable insiste en que el anarquismo, que aparentemente no está en ningún sitio –es una utopía-, constituye hoy por hoy una vigorosa evidencia. En la actualidad existe abundante pensamiento anarquista o anarquizante sin etiquetas.
Esas manifestaciones de espontaneidad libertaria que se dan en, por ejemplo, los movimientos antiglobalización, tienen un patente carácter antiautoritario. El rechazo al poder o su concienzuda diseminación para impedir esa okupación destructiva que ha caracterizado históricamente a la izquierda estatista, receta por lo demás común a la “conquista del Estado” de los autoritarios de derechas, es una de sus constantes. El vademécum revolucionario de postmarxistas irredentos que, como John Holoway, postulan fórmulas para cambiar el mundo sin tomar el poder, tampoco está en su camino. Los anónimos vagabundos libertarios del siglo XXI practican algo mucho más anarquista : dan la espalda a los juegos de poder, los ignoran. Y esa refutación de clara genealogía ácrata, revierte de nuevo en una reivindicación de ética democrática. Domenico Musti, en su libro Demokratía, orígenes de una idea, recuerda que “la cultura griega rechaza el poder, del que tiene una concepción trágica o propiamente demoniaca (…) pero la relación característicamente negativa de los griegos con el poder se basa en el hecho de que su cultura es fundamentalmente una cultura de la conciencia” (2000,113). Tesis que Castoriadis complementa asegurando que “en el mundo antiguo no existía el Estado como aparato o instancia separado de la colectividad política (1998, 164).