La confesión de Günter Grass puede ser trilita en nuestro patio. Por eso hay que poner las cosas en su sitio. Que es lo que están haciendo “nuestros” (suyos) medios de referencia. Pro-mover un debate (¿ ?) para dejar claro que todos tienen un muerto en el armario. Los rojos y los azules. Las víctimas y los verdugos. Los inocentes y los golpistas. Es la forma consensual de cambiar algo para que todo siga igual. Con buenas formas y mejores maneras. Barriendo para casa. Abriendo las páginas de “nuestros” (sus) periódicos para que todos se expresen. Libre y autónomamente. Claro que, dentro de un orden, y dando a diestro y siniestro el mismos tratamiento, idem la palabra y el mismo espacio. Víctimas y verdugos, insisto, sin distingos, como está mandado. Nivelando, igualando…, pero aplicando la ley del embudo.
Esto es lo que están haciendo diferentes medios de comunicación aquí (ver Babelia, sábado 14 de octubre) para evitar el riesgo de desbordamiento. A la corriente antimonárquica existente nada le vendría mejor que abrir el melón de las responsabilidades políticas con el franquismo (por qué denominarlo aún con un simple apellido -Franco- y no con todas sus letras -fascismo-, si el golpe del 36 y la sangrienta dictadura tuvo amplio apoyo social y no fue obra de un hombre solo). Ese es un salto que el sistema, con lo que lleva llovido, no se puede permitir. Habría que hablar del rey como sucesor urbi et orbi del Caudillo y de la actual democracia otorgada como, en la práctica (diremos por qué), la ley del punto final del genocida régimen.
De ahí la ceremonia de la confusión (churras con merinas, víctimas con verdugos, como el bonito desfile de Bono el 12 de octubre de 2005). De momento se cuenta con la ayuda objetiva de algunos intelectuales y escritores confortables. Como el prestigiado Jordi Gracia (excelentes exhumaciones de escritores fascistas las realizadas con dineros de la Fundación del Banco Santander Central Hispano), acuñador de la marca “resistencia silenciosa” para los sedicentes de primera época que, tras la derrota de Hitler y la incómoda difusión de los horrores del holocausto, apresuraron posiciones de discreta abulia con la dictadura, llegando en algunos contados casos a escribir tardomemorias de descargo. Un expediente, aquel, notorio en las figuras de Pedro Laín Entralgo y Dionisio Ridruejo, personaje éste último de gran atractivo personal e intelectual, que sin embargo no quebró fácilmente su entusiasta admiración hacia Franco. Así se deduce de la carta que a mediados de los cincuenta, siendo Ridruejo alto directivo de Radio Intercontinental, propiedad del ideólogo nazi Ramón Serrano Suñer, dirigió a “Su Excelencia” para solicitar gracia frente a las canalladas del director de Pueblo Emilio Romero.
En España no puede arraigar la moda de las “responsabilidades políticas”, como en Alemania, Francia o Italia, o sea, como en la mayoría de los países democráticos con un reciente pasado de criminalidad organizada desde el Estado. Aquí no ha habido ruptura. Hitler murió en un bunker acosado por el ejército soviético y la sociedad germana tuvo su Juicio de Nuremberg. Mussolini cayó en manos de los partisanos y terminó colgado de un gancho de carnicero en la vía pública para general escarnio. Pero Franco murió en la cama, matando y haciendo matar en los últimos años de su vida (Puig Antich en 1974 y los Fusilamientos del FRAP/ETA en 1975), con la complicidad del sistema dominante, sus jerarcas, mandamases, botafumeiros, autistas y beneficiarios, y tras dejar el poder en manos del príncipe Juan Carlos, atado y bien atado. El Borbón elegido a dedo por Franco ya era sucesor in pectore a título de rey en el temprano 1969, cuando juró los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional (la “constitución” fascista) y, llegado el momento del ejercer como Jefe de Estado él mismo hizo su pronunciamiento depositando el primer gobierno posfranquista en manos del vicesecretario general del Partido Único, Adolfo Suárez.
Nada que ver, pues, con las experiencias democráticas que forjaron la moderna Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Donde allí hubo responsabilidad y rendición de cuentas, aquí impunidad y continuismo. Donde memoria histórica, ley de punto final. Aunque se vendiese como “concordia” y “consenso”, la transición española fue sobre todo una inmensa Arca de Noe donde la plana mayor de la fauna fascista logró ponerse a salvo del diluvio que se avecinaba. Todo ello con tan reconocida astucia y contumacia que aquellos viejos caníbales políticos lograron que sus víctimas se autoinculparan acatando la Monarquía del 18 de julio como arcano y renunciando, con luz y taquígrafos, a su legitimidad de origen y ejercicio republicana (¡ay, aquella foto de la dirección del PCE celebrando la legalización un 14 de abril con la bandera nacional por divisa !).
Y como de lo que se come se cría, no resulta extraño que la intellitgensia mediática exhume legitimidades sobrevenidas en “el equilibrio siempre inestable y contradictorio entre el principio monárquico y el principio democrático” (Javier Pradera, El País, 22/11/2005). De ahí al revisionismo de todos los colores hay un paso. Desde el más burdo, pesebrista y cínico de los Cesar Vidal y Pío Moa, a los más sutiles y supuestamente “científicos” de Payne o Malefakis, que como éste último -¡gran libro el suyo sobre la reforma agraria y la revolución campesina !- ven en la falta de condena por parte de Azaña del asesinato de Calvo Sotelo el desencadenante lógico del Golpe de Estado fascista. Desde luego no seremos nosotros los que aceptemos el desvergonzado aserto de que la libertad a veces cabalga a lomos de hijos de puta.
Uno puede creer que con la muerte de Franco “un hombre excepcional entra en la historia de España”, o incluso reconocer que es muy libre de exigir “que en mi nombre no se hable mal de Franco”, pero si esa persona llega a ser el máximo representante de un país que se pretende democrático es que algo anda muy mal en ese bendito y estrábico país. Porque significaría que en él se recompensa la abyección y se castiga la virtud. Y eso representa que en esa nación no hay libertad ni se la espera. Aunque lo políticamente correcto sea hacer como si todo fuera en el mejor de los mundos. Pan, circo y operación triunfo.
De ahí la enorme, y absurda al mismo tiempo, oposición de la clase dirigente a aprobar una Ley de Memoria Histórica que llame a las cosas por su nombre y, sobre todo, anule los juicios políticos del fascismo, en muchos casos simple aplicación de la ley de fugas “in camara”. No quieren que haya testigos incómodos que cuenten de verdad cómo paso. Y si no, ahí está la nítida declaración de Ramón Jáuregui (Memoria, justicia y convivencia. El País, 14/10/2006), portavoz del PSOE en la Comisión Constitucional y “muñidor” de proyecto legislativo : “¿Debemos anular cuantas resoluciones judiciales fueron dictadas en aplicación de tribunales de excepción ? (…) Admito que sería de justicia, pero ¿podemos hacerlo sin cuestionar todo el entramado de seguridad jurídica de 40 años de franquismo”. Dicho queda, en corto y por directo. ¡Tanta elocuencia apabulla !
El 1º de abril de 1939 un joven periodista anarquista, Eduardo de Guzmán, junto a otros miles de republicanos arracimados en el puerto-ratoneta de Alicante, caía en manos del ejército fascista tras esperar una evacuación marítima del “socorro internacional” que nunca llegó. De esa odisea, y su paso por los campos de exterminio del gulag franquista surgiría su libro La muerte de la esperanza, un testimonio oculto y maldito durante décadas porque no figuraba en la historia oficial. Estaba en el Índice : los vencedores lo son sobre todo porque ellos escriben la historia (“Cuéntame como pasó”). Por eso, aprobar una ley de memoria histórica que consagra la desmemoria y el olvido, reescribiendo otra vez la historia que agrada al príncipe, supondría una segunda y posiblemente definitiva muerte de la esperanza. Y si la sal se olvida, quién nos devolverá su sabor.
Por cierto, ¿qué pasa con la libertad de expresión, sólo cabe en los medios ? ¿Por qué protestar, aunque sea broncamente, en la vía pública ante un mitin del PP catalán merece censura y lapidación política ? ¿Por qué los universitarios no pueden descalificar al político Fraga en un acto dentro del campus ? ¿Por qué las autoridades académicas llaman a la policía para desalojar a los disidentes, como en los tiempos del ex pluriministro franquista ? ¿Dónde queda la autonomía universitaria ? Son cosas que ocurren cuando se destierra la memoria histórica, cuando se la olvida, cuando se la quiere mandar al limbo.
Fuente: Rafael Cid