Cuando llevamos semanas del conflicto libio lo único cierto que sabemos es lo poco que sabemos de verdad, y que apuntan sospechas de que la guerra real ha sido precedida de una guerra virtual. Pisamos un terreno pantanoso que exige prudencia y tino, porque a poco que nos descuidemos en las valoraciones podemos caer en el fango y aparecer como mamporreros involuntarios de un dictador que sólo merece el exilio exprés. Pero precisamente en defensa de las revoluciones populares de Túnez y Egipto, que marcaron el camino para la ruptura democrática con las tiranías sin posibilidad de medias tintas, dada su gran legitimidad de origen y su civismo, no podemos dejar de esbozar dudas razonables sobre bondad de la versión oficial en torno a hechos que como ciudadanos del mundo nos conciernen.
En sus
inicios, lo que hemos sabido sobre los enfrentamientos en la Libia de
Gadafi ha tenido un rasero completamente distinto al formato de lo
sucedido en su arranque en los casos de Túnez y Egipto. Allí
desconocimos las matanzas, unas 150 víctimas en el primer caso y
cerca de 400 en el segundo, hasta los últimos minutos, y aún hoy
carecemos de testimonio gráficos sobre las mismas, lo que impidió
que la sociedad detonara contra sus respectivos gobiernos.
En sus
inicios, lo que hemos sabido sobre los enfrentamientos en la Libia de
Gadafi ha tenido un rasero completamente distinto al formato de lo
sucedido en su arranque en los casos de Túnez y Egipto. Allí
desconocimos las matanzas, unas 150 víctimas en el primer caso y
cerca de 400 en el segundo, hasta los últimos minutos, y aún hoy
carecemos de testimonio gráficos sobre las mismas, lo que impidió
que la sociedad detonara contra sus respectivos gobiernos.
Recordemos que las primeras crónicas se centraban ante todo por los
problemas de los turistas atascados en los aeropuertos a causa de los
disturbios, para pasar acto seguido a referirse al “vacío de
poder” como un elemento altamente indeseable de aquel des-orden
espontáneo del pueblo soberano.
Lo de Libia,
por el contario, ha seguido otra pauta mucho más emotiva. Lo
inmediato han sido informaciones nunca totalmente contrastadas sobre
el uso de la aviación para bombardear a la población civil que se
había sumado a la rebelión, que en este país enseguida calificaron
de “revolución”, mientras que en los anteriores procesos se
etiquetaba de simple “revuelta”. A la crueldad de esta acción
genocida endosada al neronismo de Gadafi se han venido a sumar
últimamente las imágenes reales del éxodo en las fronteras del
país, con toda la trágica simbología que una situación de esa
naturaleza lógicamente acarrea. Así, el retrato que la opinión
pública mundial ha interiorizado es de una catástrofe humanitaria
sin paliativos con un único responsable también sin paliativos:
Gadafi y su régimen. Puede ser algo parecido a lo que sucedió con
las armas de destrucción masiva que hicieron de Sadam Hussein el
enemigo público número uno global, de los Ceaucescu caníbales
modernos a costa de las fosas de Timisoara y de un terrorífico 11-M
responsabilidad de ETA en un primer momento de ofuscación inducida.
De hecho también se ha filtrado en los medios la posibilidad de que
Gadafi posea toneladas de mortífero gas mostaza y sarín listas para
utilizar contra sus adversarios.
Por otro
lado, lo que hemos contemplado ha sido unos autodenominados “comités
revolucionarios” que reivindican la vuelta a la monarquía feudal
esgrimiendo para la iconografía del momento millares de sus banderas
salidas de no se sabe dónde (los patriotas egipcios no retrocedieron
hasta el rey Faruk), con tan buen corte como los chándales del Real
Madrid que lucían los “mercenarios”, y noticias sobre la huida
de Gadafi hacia la Venezuela de Chávez. Eso más una bien dosificada
batería de informaciones que hablaban de la deserción en cadena de
diplomáticos libios en Europa, Estados Unidos y organismo
internacionales. Todo ello con una recurrente mención a las
características satánicas de Gadafi como “tirano drakuin”,
ejemplo vivo del sátrapa de tebeo, que más allá de impresiones
epidérmicas no lograban disipar otras noticias que, como el intento
de asesinato del líder libio, hacían presumir que la caída de
aquel régimen tenía una hoja de ruta preventiva que arrancaba con
su eliminación física.
Todo lo
dicho hasta ahora es un ejercicio de contradicción que llevado hasta
sus últimas consecuencias buscaría en la desestabilización de
Gadafi como víctima premonitoria la estabilidad de los otros
sistemas políticos de la zona que “el mundo libre” no puede
permitir que terminen como Túnez o Egipto. Con esta lógica a
contracorriente, el diseño de la “operación Gadafi” buscaría
crear en aquel territorio un país tapón-cuña o como mal menor su
secesión (las dos Coreas), quedando del lado de “las democracias”
la zona donde se asientan los principales yacimientos petrolíferos.
El tiempo transcurrido desde que a mediados de diciembre pasado se
iniciara la revuelta en Túnez ha sido suficiente para que CIAs,
Pentágonos y gobiernos diseñaran un modelo de contención que
conjure el “efecto fichas de dominó” en el Magreb. La visita de
Mohamed VI a París en plena crisis tunecina puede ser una pista de
esta contraprogramación.
Porque lo
que parece más claro por encima de especulaciones, entre tanta
golosina informativa virtual, es que lo que está sucediendo en Libia
reniega de la fórmula emancipadora utilizada con éxito y heroísmo
por tunecinos y egipcios. En Libia el pueblo no tiene la iniciativa.
Es comparsa de grupos armados, tribales y militares. Y es
precisamente en el mensaje subliminal de la violencia extrema que
allí se ha desencadenado y en su continuidad en una guerra civil no
declarada (¿consecuencia del famoso vació de poder?) donde se erige
el mayor ataque al proceso democratizador que culminó en las
revoluciones populares, pacíficas y democráticas de las muy maduras
y ejemplares sociedades de Túnez y Egipto.
Habrá que
espera aún para saber toda la verdad sin conservantes ni
edulcorantes, pero en lo que a España se refiere choca la rapidez de
la condena de nuestros gobernantes ante los sucesos de Libia. A la
vez que esas visitas de Estado al epicentro del conflicto, ora para
homenajear a algunas de esas monarquías feudales (el Rey Juan Carlos
en Kuwait), ora para solicitar ayuda económica (Zapatero en Catar y
Emiratos Árabes Unidos), ora para instruirles en las ventajas de
nuestro modelo de transición, como han asumido en este último
supuesto al alimón el presidente de gobierno y la ministra de
Exteriores Trinidad Jiménez para justificar sus encuentros con el
nuevo presidente tunecino. Un ejemplo vivo de diplomacia de altos
vuelos y trasparencia en una Administración que nos tiene
acostumbrados al oscurantismo más innoble cuando se trata de
defender los derechos humanos en el Sahara Occidental o en la Guinea
Ecuatorial del tirano Obiang. Todo ello después de despachar un
gabinete de crisis y con la base naval de Rota en ascuas, y a englón
seguido de que un diario forofo anunciara en su portada que en
Bahrein los manifestantes “pedían un rey como Juan Carlos”.
Rafael Cid