En la democracia ateniense las elecciones como tal no existían. Se accedía a los cargos por rotación o sorteo entre los ciudadanos que componían el pueblo llano. Sólo excepcionalmente, en situaciones de agresión exterior o ante decisiones que requirieran un profundo conocimiento de una materia, se llamaba a “expertos”, y siempre esas magistraturas eran coyunturales. Por su parte, en la tradición anarquista el abstencionismo electoral es una táctica de resistencia cargada de potencial subversivo (o sea, transformador), que busca despertar al ciudadano que todos llevamos dentro, y en ese sentido el partido político está considerado como una herramienta de autorrenuncia democrática.
Helenistas como C. M. Bowra estiman que fue precisamente ese ejercicio de autoorganización lo que liberó las energías creadoras del pueblo ateniense que sigue asombrando al mundo. Un elán vital que aflora cíclicamente en la fase de democracia directa de muchas experiencias revolucionarias posteriores, de Espartaco a Chiapas.
Helenistas como C. M. Bowra estiman que fue precisamente ese ejercicio de autoorganización lo que liberó las energías creadoras del pueblo ateniense que sigue asombrando al mundo. Un elán vital que aflora cíclicamente en la fase de democracia directa de muchas experiencias revolucionarias posteriores, de Espartaco a Chiapas.
Gota a gota, el sufragio, aunque parcial, se fue implantando en Europa dando lugar a una participación popular controlada donde hasta entonces había existido sólo un simulacro de parlamentarismo. En Francia, en 1848, de una población de unos 30 millones de personas, el número de electores se reducía a unos 200.000. En 1867 el censo electoral en Inglaterra sólo alcanzaba al 30% de la población hábil. Pero ya ése mismo año, la Confederación del Norte de Alemania rompió la tendencia introduciendo el sufragio para varones. Suiza, España, Bélgica, Holanda y Noruega, lo adoptarían en 1874, 1890, 1893, 1896 y 1898, respectivamente. Más tardías fueron Italia y Gran Bretaña, que, con idénticas reservas, lo aprobaron en 1912 y 1918. En este panorama de paulatino desbordamiento popular surgen las formaciones políticas como medio de encauzar la rebelión de las masas. De hecho, los partidos tal como los conocemos hoy, un punto y seguido desde la teoría clásica de la democracia representativa hacía la robotización política tarifada en audiencias, tienen poco más de un siglo de existencia.
El partido, en la experiencia libertaria, significa la introducción de facciones en el universo compacto y plural (público y privado) del demos y la cooptación de una casta que asume para sí la condición de autorreferente democrático (los representantes). Castoriadis recuerda que “en la Grecia antigua, en el derecho público al menos, se desconoce la idea de representación” (1998, 162) y Macpherson opina que “el sistema de partidos ha sido el medio de reconciliar el sufragio universal con el mantenimiento de una sociedad desigual” (1977, 83).El secuestro de la democracia por el “Estado de partidos”, a decir del eminente constitucionalista español Manuel García Pelayo, es ya un lugar común de la ciencia política, con citas tan clásicas como los estudios de Robert Michels, M.I..Ostrogorskij y W. Pareto. De la primitiva aritmética política se ha pasado a la engrasada maquinaria electoral, pues como afirma Maurice Duverger “los miembros del Parlamento están sometidos a una disciplina que los convierte en máquinas de votar manipuladas por los directivos de los partidos” (Les partis politiques, 1961,463).
La pregunta obvia ahora sería : ¿una vez superado el sufragio censitario y ampliado el derecho al voto, por qué negar validez democrática al sistema ? Y la respuesta es : porque el pathos de las sociedades postindustriales desactiva la capacidad de pronunciamiento democrático del voto, lo hace estéril. Hoy el sufragio ha sido desprovisto de su potencial transformador al aprobarse distorsionadores sistemas electorales mayoritarios, no proporcionales, y barreras de entrada que impiden la representación a las formaciones que no obtienen un porcentaje mínimo de votos. Ya no se habla de partidos políticos en general, los que cuentan son los autodenominados “partidos representativos”, aunque sea evidente que entre todos ellos sólo representan a una parte de la población. En casi todos los países capitalistas, y en Estados Unidos en primer lugar, un hombre ya no es un voto. El sistema proporcional, el modelo que John Stuart Mill consideraba como “el primer principio de la democracia”, ha sido sustituido por otro –mayoritario o mixto- para fomentar la gobernabilidad, que es la cara amable con que se encubre la ingeniería política cocinada para que las minorías antisistema no lleguen al parlamento. Aunque todos hablan de democracia plural, lo cierto y verdad es que los modelos electorales vigentes en las democracias parlamentarias están pensados para concentrar el poder (en el doble sentido de giro al centro y de unidad de mando) y dejar fuera a los sectores que, por opositores y radicales, parten con la desventaja de ser minoritarios. Así se conforman duopolios políticos (el famoso y acreditado bipartidismo), que en realidad, vía consenso sobre asuntos considerados estratégicos (razón de Estado), actúan como monopolios encubiertos. La democracia existe en las formas, incorpora ya todos sus atributos e ingredientes, pero se ha convertido en un parque temático y la forma de vida que habilita en una franquicia del poder.
Hay innumerables ejemplos de esta deriva autocrática. Sin ir más lejos, en España, al cumplirse el 30 aniversario de las primeras elecciones tras la dictadura, uno de los artífices de la Constitución de 1978 por parte del partido postfranquista UCD, Miguel Herrero de Miñón, reveló en una intervención radiofónica que el sistema electoral vigente fue pensado para abortar la fuerza electoral del entonces influyente Partido Comunista Español (PCE). Al no existir equidad entre los votos emitidos y los escaños obtenidos, se roba representación por agregación a una parte de la ciudadanía, logrando de esta manera evitar las consecuencias no queridas de la universalización del sufragio : un “exceso de democracia” (Samuel Huntington, el célebre autor de El Choque de civilizaciones, miembro de la Trilateral, lo consideraba un enemigo a batir).
Se trata de un golpe de mano en toda regla a la democracia que ha terminado siendo metabolizado por la sociedad de consumo, demostrando que el cuerpo electoral ha sustituido el valor “compartir” por el vector “competir”. Hasta el extremo de contemplar con toda naturalidad la irracionalidad de un sistema electoral donde un hombre ya es un voto, aunque a menudo sólo es una boina. Todos recordamos la disputa mediático política producida tras las elecciones municipales del 2007 en España, cuando se repetía la monserga habitual de “todos hemos ganado” por parte de los líderes políticos, porque unos partidos habían subido en recuento de votos y otros en escaños. En política ya dos más dos son cinco.
El valor político de la abstención preconizada por el anarquismo no es un axioma sino una táctica que se pragmatiza cuando la decisión electoral adquiere características de acción directa – “el pueblo en persona”, de Rousseau – al permitir un salto cualitativo civilizatorio, como ocurrió en España en el periodo 1931-1936. Pero en periodos de normalidad, la abstención recobra su real dimensión de alternativa en potencia, sobre todo si se considera el efecto bumerang que a medio plazo tiene para la izquierda la aceptación del corretaje electoral establecido. Con su imposible entrismo, la izquierda impulsa hacia el espejismo del voto útil precisamente al electorado más proclive a la ruptura o la reforma en profundidad del sistema. La consigna utilitaria le confunde al sugerirle de antemano que debe votar, aun tapándose las narices, si no quiere “tirar su papeleta”. Y lo más importante, la izquierda que supera la competición electoral inicia nada más cerrarse las urnas un camino de servidumbre en la estructura que pretende cambiar, ya que para sufragar las cada vez más costosas campañas se ve obligada a solicitar créditos continuos a las entidades financieras, sostén del régimen. Los informes anuales del Tribunal de Cuentas español revelan la discrecional con que los bancos prestamistas condonan las deudas de los partidos políticos y el mensaje oculto que la transacción supone : doy para recibir (do ut des).
En este sentido, resulta clarificadora la opinión de Macpherson sobre que “la democracia es sencillamente un mecanismo de mercado : los votantes son los consumidores ; los políticos las empresas (…), el sistema democrático de partidos es esencialmente una competencia entre elites” (1977, 97, 109). Aunque vista la persistencia de barreras de entrada, monopolios ocultos y falta de equilibrio general entre oferta y demanda, más que de libre mercado hay que hablar de un mercado que toma como rehenes a los ciudadanos. La realidad más tozuda cumple a su modo con la Ley de Say, y es la oferta política la que crea su propia demanda, evitando así que haya un “excedente” que capitalice el malestar de los insatisfechos.
La crítica al Estado y a la Iglesia, por ser la crítica del Poder, es una derivada de la refutación del principio de autoridad concebido como dominación. Y es también, en su doble compulsión, un aspecto irrenunciable del anarquismo doctrinal e histórico que no admite abdicación. El Estado y la Iglesia, como poder terrenal el primero y espiritual (eterno) el segundo, son las expresiones más certeras de la representación política y social. De suyo, el concepto “representación” tiene un origen tándem, eclesiástico y civil. La politóloga Hanna Pitkin asegura que fueron los Papas y lo cardenales los primeros que a partir del siglo XIII lo emplearon al autonombrarse representantes de Cristo y los Apóstoles en la tierra, marcando así la impronta que tanto juego daría en la transformación-fetiche de la democracia directa en democracia indirecta. Por cierto, se debe a David Held, en su obra Modelos de democracia, la interesante observación de que fue precisamente a mediados de ese siglo cuando se descubre la Política de Aristóteles y el término democracia comienza a formar parte del lenguaje político.
Pero sería el pensador inglés Thomas Hobbes quien “inventara” el logos representativo, al convertido en el deus ex machina de su Leviatán (1651), vinculando poder político y poder divino en un silogismo propicio para sus pretensiones : “El hombre es consciente de un dictado de la razón que lo dispone a la paz y a la obediencia bajo una orden civil (…) Sólo en la medida en que el dictado de la razón se entienda como una orden divina es una ley de la naturaleza (…) Esta ley de naturaleza, por último no es una ley que rija la existencia humana, en la que vive como una disposición hacia la paz, antes de que los hombres hayan acatado su mandato uniéndose en una sociedad civil bajo un representante público, el soberano. Sólo cuando éstos acuerdan someterse a un soberano común se convierte en ley de una sociedad en existencia histórica” (Cap.14, 106-107 ; cap. 15, 132 y 118-119). La obra que Hobbes consagró al monstruo bíblico, del que el libro de Job dice “que no hay potencia en la tierra que pueda serle comparada”, fue el punto de partida de la moderna teoría del Estado, y no accidentalmente llevaba por título Leviatán : o la materia, la forma y la potencia de un Estado eclesiástico y civil.
Fuente: Rafael Cid