En la cuarta edición de La riqueza de las naciones, Adam Smith marcó distancias con su propia doctrina sobre la especialización alertando que los efectos deshumanizadores de la división del trabajo hacen a los hombres “estúpidos” e “ignorantes” (anticipaba la alienación marxista). E incluso se perfilaba como un “socialista de convicción” con esta otra perla salida de su prodigiosa mente : “El Gobierno, en tanto ha sido instituido para proteger la propiedad, ha sido en realidad instituido para proteger al rico frente al pobre”. De ahí que resulte totalmente coherente la admiración que el padre del libremercado, en su pensamiento más genuino e integral, despertó en gentes como Proudhon y otros revolucionarios.
El mismo Smith, como Newton o Galileo fue un contestatario para su tiempo, al negar el origen divino de la propiedad y residenciarla como un atributo más de la libertad de los individuos, que esa es el locus interpretativo de los polémicos conceptos “laissez faire, laissez passer” y “la mano invisible”.
El mismo Smith, como Newton o Galileo fue un contestatario para su tiempo, al negar el origen divino de la propiedad y residenciarla como un atributo más de la libertad de los individuos, que esa es el locus interpretativo de los polémicos conceptos “laissez faire, laissez passer” y “la mano invisible”.
Todavía yendo más allá de la mera elaboración teórica, pero en idéntico registro, cabe rastrear un pensamiento económico libertario moderno. Ramón de la Sagra, por ejemplo, fue el único español presente en el primer Congreso Internacional para la Libertad Comercial, celebrado en Bruselas en 1847, la organización pionera en la aplicación de las tesis aperturistas de Adam Smith. De la Sagra, el discípulo de Proudhon que en 1845 editara el que pasa por ser el primer periódico anarquista de la historia con el nombre de El Porvenir, explicito en una comunicación, remitida al siguiente congreso de 1856, que veía en la reforma aduanera un camino progresista para la paz y la armonía social. La huella libertaria primaba en el pensamiento de este economista que, como en tantos otros reformadores de la época y en el propio Adam Smith avant la letre, estaba ajeno a la taxonomía ideológica que la posteridad le depararía. Al respecto, el ya citado Pettit afirma : “La libertad como no-dominación –la libertad republicana- no sólo se perdió para los pensadores y los activistas políticos ; llegó incluso a hacerse invisible para los historiadores del pensamiento” (1999,75). Lo que resulta lógico si tenemos en cuenta que hablamos de una libertad proactiva que, además de ejercerse, crea conciencia de libertad, ya que, como añade Pettit, “promover la libertad como no-dominación de alguien contribuye a liberarle de la incertidumbre, del medro estratégico y de la subordinación” (1999,175).
Conviene insistir en que ya en 1755 Adam Smith tenía a la libertad con mayúscula en un alto aprecio ético e intelectual, entendiendo por libertad “la eliminación de cualquiera restricciones, excepto las impuestas por la justicia”, y manifestaba la convicción de que “la interacción libre de los individuos no produce ningún caos, sino una estructura ordenada lógicamente”. Nada más lejos del individuo probeta, a-social, que propaga e incentiva el neoliberalismo percutente. Por cierto, ¿la fe teleológica de Adam Smith en la libertad no suena afín a ese mensaje sobre la anarquía como la más alta expresión del orden ? En su libro Teoría de los sentimientos morales, texto publicado diecisiete años antes que la obra que le procuro mérito y reconocimiento universal, el sabio que produjo esa monumental investigación aplicada al reino de la escasez cifraba en la simpatía y el sentimiento de comunidad el fundamento de toda ética
Organizar la anarquía, indagar lo que de libertario hay en lo liberal y lo que de liberal hay en lo libertario, asumir el antiautoritarismo y la autodeterminación como una dimensión moral y la democracia como un referente, requiere trabajar en dos hemisferios a la vez. De un lado, exige recobrar el perfil intelectual en que apareció el anarquismo como ideología emancipatoria, sin ocultar tutelas y legados que puedan resultar incómodos desde una perspectiva unidimensional y fundamentalista. Y de otro, sacar las consecuencias de las petrificaciones a que ha sido sometida esa teorización para preservarla, ingenua y torpemente, como pensamiento único y original. Sólo con un ejercicio de honestidad intelectual se puede avanzar en la necesaria utopía anarquista. Lo contrario significa condenarla a una fetichización que incapacita para analizar la realidad y mejorarla solidariamente. En este punto no estaría de más recordar lo dicho por Max Weber en su obra El político y el científico :”La política consiste en un esfuerzo tenaz y enérgico para taladrar planchas de madera dura. Ese esfuerzo exige a la vez pasión y buen ojo. Es totalmente exacto, y así lo confirma la experiencia histórica que nunca habría podido lograrse lo posible sino se hubiera intentado lo imposible siempre y sin cesar”.
La teoría de la propiedad en Proudhon, como tantos otros temas de su extensa producción, ha sido uno de esos lugares comunes que más ha dado que hablar. Están los anarquistas “enragés” que ven en su frase “la propiedad es el robo” (tomada de Brissot de Warvile, según el filósofo Ángel J. Capelletti, aunque para el economista Charles Gide no existe prueba alguna de esta recepción) un rotundo pronunciamiento anticapitalista y casi comunista. Y en el lado opuesto están los que, como Albert O. Hirschman, le creen abanderado del capitalismo y de la propiedad privada porque “en sus últimos escritos concibió la idea de contraponer a este poder (el Estado) un poder absolutista similar : el de la propiedad privada” (Las pasiones y los intereses,1999,145).Entre ambas posiciones se abre la compleja y no siempre clara explicación del aquel que pasa por ser el primer teorizador del anarquismo, distinguiendo entre una propiedad privada ilegal, nacida de la coerción, de carácter perpetuo y satisfacción ilimitada, y otra lícita, temporal, la propiedad justa, que él asocia con el trabajo, y que en ocasiones denomina posesión.
En ese marco es como hay que encuadrar su visión de la propiedad, que entronca con los ideales de la tradición republicana. Y no como erróneamente insinúa Hirschman, suponiendo que su fobia antiestatal le hiciera caer en la debilidad intelectual de pensar en la propiedad (nunca citó Proudhon aquí la expresión “medios de producción”) como un aliado en la lucha por la autodeterminación. En este sentido ha sido el profesor Cappelletti quien, en La teoría de la propiedad en Proudhon, mejor ha contextualizado su pensamiento como una refutación integral de todo lo que impide realizarse en libertad a las personas, distinguiendo entre dominio sobre los hombres (soberanía) y su paralelo en el dominio sobre las cosas (propiedad). “Desde el siglo XVII economistas y filósofos atacan el comunismo en nombre de la propiedad o a la propiedad en nombre del comunismo. Sólo Proudhon ha combatido al mismo tiempo la propiedad privada y el comunismo a partir de un original concepto de la propiedad y la posesión” (1980,9).
No obstante, para calibrar en todos sus registros la espesura del discurso de Proudhon, que prudentemente se definía a sí mismo como “un revolucionario, no un atropellador”, merece la pena reproducir el pasaje completo donde expone esta tesis, posiblemente influenciada por la teoría de las antinomias de Kant y el método del equilibrio de poderes de Montesquieu.
Dice Proudhon : “El Estado, constituido de la manera más natural, más liberal, animado de las intenciones más justas, no deja por eso de ser una potencia enorme, capaz de aplastarlo todo a su alrededor, si no se le pone un contrapeso ¿Cuál puede ser este ? (…) ¿Dónde encontrar un poder capaz de contrarrestar este poder formidable del Estado ? No hay otro más que la propiedad privada. Tómese la suma de las fuerzas propietarias ; y se tendrá un poder igual al del Estado.
Y por qué, se preguntará, ese contrapeso no podría encontrarse igualmente en la posesión o en el feudo. Porque la posesión o el feudo son una dependencia del Estado (…) Para que el ciudadano sea algo en el Estado, no basta, pues, que sea libre en su persona ; es preciso que su personalidad se apoye, como la del Estado, en una porción de materia que posea con completa soberanía, como el Estado tiene la soberanía del dominio público. Esta condición la cumple la propiedad.
Servir de contrapeso al poder público, contrarrestar al Estado, y por ese medio asegurar la libertad individual ; tal será, pues, en el sistema político, la función principal de la propiedad” (Teoría de la propiedad, 1873, 147-148).
En realidad Proudhon, de cuya rectitud de intenciones (fue toda su vida un obrero frente a sus pares aristócratas Bakunin y Kropotkin), ni de su profundidad intelectual cabe dudar (fundamentó el método dialéctico antes que Marx), está defendiendo posiciones históricas del primer liberalismo y de la democracia directa, similares a las que John Locke expresaba en Dos ensayos sobre el gobierno civil :”cada hombre tiene la propiedad de su propia persona. Nadie tiene ningún derecho más que él. Podemos decir que el trabajo de su cuerpo y el trabajo de sus manos son propiamente suyos. Todo lo que saque, pues, del estado en que la naturaleza lo haya proporcionado o dejado, lo haya mezclado con su trabajo y lo haya añadido será algo que es de sí mismo, constituye por ello su propiedad”.
Y aunque la pirueta de enfrentar propiedad privada y Estado parezca confusa e incluso inconveniente – llevaría a Carlos Marx a caricaturizarle como un “pequeño burgués”-, no cabe duda de que Proudhon tenía en nula estima a la propiedad concebida como un derecho de uso y abuso, que consideraba un robo social por crear excedente y acumulación, significando además desde la Edad Media un título de señorío o de dominación. Mientras, defendía a ultranza la posesión como un ingrediente para el ejercicio de la libertad, ya que impide la aparición de clases sociales y favorece la equidad. Posiblemente consciente de lo insólito de su propuesta, Proudhon terminó definiendo su posición con nitidez en la conclusión de su Teoría de la propiedad :”Todos nuestros argumentos a favor de una libertad, es decir de una soberanía eminente sobre las cosas, vienen a probar la posesión, el usufructo, el derecho de vivir y de trabajar, nada más” (1873,233).
Existe, pues, en la arriesgada apuesta de Proudhon un rechazo total al Estado en cuanto aparato de explotación y, complementariamente, la conciencia de que la libertad es un concepto vacío sin una capacidad de propiedad de facto para su disfrute. Y en su advertencia sobre la capacidad de dominación tentacular del Estado, Proudhon también resultó ser un lúcido investigador social. La Francia de hoy, posiblemente el país más centralizado de Europa y el que mejor pedigrí conserva por sus orígenes “revolucionarios”, es un ejemplo de ello. Según fuentes fiables, la administración gala, su estructura estatal, emplea a un más de un 20 por ciento de la población en condiciones de privilegio respecto a los demás asalariados (casi un 22 por ciento más de sueldo promedio ; trabajo seguro de por vida ; mejor y anticipada jubilación y una esperanza de vida de 5 años de diferencia respecto al resto de sus compatriotas), lo que convierte a esos “clientes” del Estado en el principal baluarte ideológico del “ogro filantrópico”.
Un experto en la materia, el sociólogo Georges Gurvitch, que ha estudiado a fondo la propuesta de Proudhon en la obra Dialéctica y sociología, estima que su fallo está en una inflación de antinomias que confunde contradicciones y contrarios.”Cuando Proudhon opone como antinomios la sociedad y la propiedad privada, el maquinismo y la concurrencia, el Estado y la sociedad económica, las fuerzas colectivas y la conciencia colectivas, el poder y el derecho y, por último, la libertad humana y el determinismo social, empuja a la polarización a unos elementos que sólo se hallan más o menos en tensión o que son virtualmente conflictivos, sin que sean necesariamente contrarios ni, con mayor razón, antinómicos” (1991, 161).
A dos siglos vista, la solidez del pensamiento proudhoniano parece de mayor calado que el marxista, considerado durante mucho tiempo como la expresión científicamente pura, inevitable, el socialismo. Ello es debido a que mientras Marx basó su crítica en el capitalismo-fetiche sin prever los efectos amortizadores de su aggionamiento, Proudhon meditó sobre la interiorización entre la gente (el capital humano) de los conceptos de propiedad y posesión, que han demostrado ser el núcleo duro de la introspección de la dominación en la era global. Desde la perspectiva actual de ciberproducción y generalización de la sociedad del conocimiento, con sus regresivos canónes añadidos, incluso se puede rastrear un punto visionario en la apuesta de Proudhon por socializar la circulación de bienes frente a la de Marx que ponía el énfasis en el control de los medios de producción.
Prueba de ello es que algunos destacados pensadores neomarxistas contemporáneos, como Eric Fromm Y C.Macpherson, admiten que la dialéctica “tener-ser” es la clave que moviliza el estado de servidumbre voluntaria actual y coherentemente reclaman una concienciación antiautoritaria. En una de sus últimas obras, El humanismo como utopía real, Fromm lo expresa así : “Hoy la lucha por la libertad debe significar liberarnos, individual y colectivamente, de la autoridad a la que nos hemos sometido voluntariamente” (2007,133). Y Macpherson, por su parte, lo eleva a categoría de doctrina con “La teoría política del individualismo posesivo”.
En cualquier caso, la utilización del termino “utopía” como arma arrojadiza para desacreditar toda formulación que vaya contra el statu quo y aspire a transformar la realidad, es algo trasnochado que incluso se puede volver contra sus promotores. Negar de raíz la posibilidad de un cambio social global hacia la mejora continua y calificarlo de “utopía”, cuando en el plano material se han logrado las “utopías” de ir a otros planetas, clonar seres vivos en laboratorio y poner en peligro la vida sobre la tierra, no sólo es un despropósito, sobre todo es una mercancía averiada que releva el grado de venalidad de las oligarquías dominantes.
De esta manera perversa, en vez de de concienciar en una paideia que trate de reconciliar el ideal ético, lo real social y lo racional, como ansia de plenitud humanista, se fomenta le escisión hacia un monstruoso reclutamiento de las utopías negativas (distopías) realmente existentes. Se trata de la desigual dialéctica entre una utopía deseable pero esotérica y otra utopía exotérica pero indeseable. Una variante de estas utopías destructivas, con efecto bumerang, es lo que el librepensador Santiago Alba denomina “utopías cumplidas” en un hermoso texto de ese mismo título publicado en internet (http://w.w.w.attacmadrid.org/d/9/080107123544.php)referido a esos logros de la humanidad que no valen lo que cuestan.
Algo parecido a lo que sucede con las variables de la “utopía” pasa con el término “revolución” : se estigmatiza cuando tiene tintes transformadores y se eleva a categoría de excelencia cuando, como con la famosa “revolución conservadora de Reagan”, conlleva afirmación del statu quo y reafirmación de lo tradicional. El primero supone un salto adelante, una zancada civilizatoria, y casi siempre se frustra porque para consolidarse se necesita que la voluntad política y el cambio social y económico vayan acompañados de una nueva mentalidad, una nueva cultura y una nueva conciencia. El segundo es más habitual porque parte del propio poder establecido y sólo implica mantener el sistema a buen recaudo, o sea, echar el freno y marcha atrás en los valores mientras se produce la aceleración técnico-material.