Desde que hace dos siglos se constituyeron las internacionales siempre fueron “obreras” porque tuvieron como eje la lucha por la emancipación de los trabajadores. Desde entonces hasta ahora, se ensayaron distintas fórmulas políticas para lograr ese objetivo, fórmulas que en su despliegue conllevaban en sí mismas la semilla del cisma y la división de la Internacional.
Desde aquella Primera Internacional de 1871 hasta la cogestión capitalista de la socialdemocracia esa sima no ha hecho sino agigantarse. Ahora, la sociedad del siglo XXI tiene poco que ver con las prioridades de ese imago mundi que justificó aquella fraternidad militante. Se ha pasado de la economía de la escasez a la del consumo y la sobreproducción, de la fabril a la del conocimiento, y ya sabemos que los experimentos de socialismo autoritario de Estado, soviético y chino, han devenido en más de lo mismo pero con renovadas ansias capitalistas.
Sin embargo, los viejos problemas del hambre, la desigualdad, el paro, no han remitido ; sólo se han parapetado en la opulencia de unos pocos y sus cohortes de asimilados placebos. En realidad lo fundamental, incluido la gobernanza democrática, sigue pendiente. Con una diferencia sustancial, el tiempo se acaba porque el planeta está malherido. Ahí radica el nuevo paradigma. Frente al problema productivo como medio de satisfacción de necesidades para todos, libre e iguales, ahora el foco está en la peligrosa voracidad de ese mismo y tecnológicamente supersofisticado sistema productivo. Ya no va más.
Hoy hay que fundar la nueva Internacional del siglo XXI, pero no sólo para socializar los medios de producción, visto el brutal fracaso del capitalismo de depredador en todas sus versiones, sino, además, para evitar que la codicia de los poderosos acabe en un holocausto de parte. El 20 por ciento de la población mundial retiene la riqueza del 80 por ciento del planeta, pero el 7 por ciento tiene la enorme responsabilidad de provocar la mayoría de los efectos destructivos que padece la naturaleza y el medio ambiente. No hay marcha atrás. La reciente cumbre de Copenhague, creando un eje antiecológico entre la potencia menguante, EEUU, y la potencia creciente, la China comunicapitalista, evidencia la necesidad imperiosa de crear un frente de los pueblos que impida la dominación de otra “solución final”.
Los mecanismos surgidos tras la Segunda Guerra XXI para arbitrar respuestas diplomáticas a los problemas de los bloques, ya no armonizan. Desde la guerra de Irak, a más de los eternos contenciosos en las áreas estratégicas de las superpotencias (Palestina, Chechenia, Sahara, etc.), la ONU ha derivado en una caja de compensación de las políticas realmente existentes, casi siempre en el registro que interesa a los grandes. Eso se ha visto también en los foros ecológicos mundiales, primero en Koyto (un Protocolo de circunstancias que fue saboteado por los países más contaminantes) y ahora con la frustrada resolución de la Cumbre de Copenhague, que se ha saldado con un acuerdo de familia entre EEUU y China al margen de los restantes integrantes del G77. El país más poblado de la tierra y uno de los de mayor potencial de crecimiento industrial y exportador ha hecho valer la amenaza de la enorme deuda en dólares que atesora para consensuar un pacto de familia con su “hipotecado” norteamericano en unos de los momentos más críticos de la historia del coloso estadounidense.
Nada nuevo bajo el sol, por otra parte. Lo que ocurre estaba en la tradición antihumanista del socialismo de Estado y del capitalismo de mercado, patrón éste último que a la hora de la verdad se ha servido de su control sobre el Estado para refundarse. Gato blanco, gato negro, lo importante es que cace ratones. Un antecedente de esta política se produjo cuando al principio de la crisis financiera que ha arrojado a otros 50 millones de personas al paro, el G20 clausuró un encuentro para debatir sobre el empleo “por falta de iniciativas”. Obviamente la Idea de reducir la jornada laboral y la edad de jubilación para dar entrada a los excluidos y promover un reparto más justo y eficaz de la “riqueza social” no entraba en sus planteamientos.
A grandes males, grandes remedios. No podemos permitirnos con el asalto al clima lo que ya tuvimos que soportar cuando el equilibrio del terror nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética. La solución no pasa por fabricar otra vez refugios nucleares individuales o habilitar reservas particulares desde las que contemplar neronianamente como avanza la destrucción. Es tiempo de actuar en conciencia, de movilizarse, de capitalizar en una masa crítica toda esa ingente capacidad de resistencia y cambio que han demostrado ahora los activistas de los derechos humanos (porque defensores de los derechos humanos y no otra cosa son los ecologistas antiglobalización) en Copenhague y antes en Seattle. Hay que preparar el camino hacia la Primera Internacional del siglo XXI. La derecha ya no se reconoce por su posición contraria a la justicia social, hoy ha ampliado su registro y es, además, está en toda aquella política que impide fomentar mecanismos ciertos para detener el proceso de degradación medioambiental. E izquierda es todo aquello, múltiple, plural y global, que lo refuta y combate.
Rafael Cid