La banalidad del mal fue un término acuñado por la politóloga norteamericana Hannah Arendt para tratar de entender la rutina del holocausto nazi. Es decir, para catalogar la impunidad y la falta de conflicto íntimo con que muchos jerarcas del nacionalsocialismo habían aceptado la doctrina de la obediencia debida cometiendo crímenes contra la humanidad.
Lejos de nuestra intención buscar semejanzas con aquella atrocidad sin parangón en situaciones actuales. Pero si queremos advertir, a través de un sucedido que este analista ha vivido en primera persona, sobre cómo se dan hoy problemáticas de parecido registro, no bajo el amparo de la obediencia debida, pero si con la excusa de que estamos en una democracia.
Como si la democracia fuera el fin de
la historia, cuando sólo es un peldaño para iniciar una escalada
hacia zonas de mayor autonomía social y personal. Siempre que lo que
llamemos democracia sea democracia y no sólo votocracia, como a
menudo ocurre.
Como si la democracia fuera el fin de
la historia, cuando sólo es un peldaño para iniciar una escalada
hacia zonas de mayor autonomía social y personal. Siempre que lo que
llamemos democracia sea democracia y no sólo votocracia, como a
menudo ocurre.
Voy con el cuento. Hace
unos días, el vienes 18 de marzo, el consejo de ministros dio su
enterado preceptivo a la intervención de España en la guerra de
Libia con la coalición occidental. Un enterado que sirvió, sin
todavía contar con la preceptiva autorización del pleno parlamento,
para iniciar las hostilidades al día siguiente, sábado 19 de marzo.
Por cierto la misma fecha en que otra coalición, liderada por el
Trío de las Azores, apretó el botón de la guerra contra el Irak de
Sadam Hussein.
Pues bien, esa misma
tarde, viernes 18 de marzo, yo estaba en un cine de Madrid, digo más
en la sala Renoir Cuatro Caminos, viendo la película Incendies,
un film estremecedor que muestra de una manera turbadora las
consecuencias de los fanatismos religiosos y de la cultura de la
violencia sobre las personas normales. En concreto narra las
atrocidades cometidas por terroristas cristianos para imponer con las
armas, la tortura, la violación y el asesinato la fe de su único
Dios verdadero. Un impresionante alegato contra los niveles de
crueldad que alcanza la violencia armada que viene
institucionalmente legitimada
Pues bien, cual fue mi
sorpresa al encenderse las luces y comprobar que en mi misma fila
estaba sentado el ministro de Educación Ángel Gabilondo, y lo
primero que pensé fue, no en la banalidad del mal, ni siquiera de la
violencia, sino en la versatilidad de nuestras conciencias: se podía
dar el enterado para una terrible guerra y luego irse al cine a ver
una película anti-militarista y pacifista. Claro que mi asombro se
abismó cuando ya en la calle observé a la ministra de Economía
Elena Salgado entrando presurosa en la misma sala para contemplar
Incendies.
¿Habría recetado el
presidente Zapatero ver Incendies a sus ministros como
penitencia por declarar la guerra de Libia y así suministrarles un
punto de conformidad con aquel viejo humanismo del “No a la guerra”
ahora convertido en “Guerra, de entrada Sí”? En cualquier caso,
la conciencia crítica y humanista del pueblo español ha sido
salvada de nuevo por esos ciudadanos anónimos que desde la tribuna
destinada al público en el Congreso de los diputados han gritado
¡No a la Guerra! cuando nuestros representantes declaraban su
“hágase” a los bombardeos sobre Libia.
Rafael Cid