La lógica irracional de un capital desbocado y cada vez más necesitado de producir con menores costes para superar la feroz competencia, está llevando a las sociedades a un callejón donde la principal salida es la exclusión normativa de una parte importante de la población. Lo que decide la condición humana en la postmodernidad y modela el aparato político representativo es la inutilidad contingente de las personas. Salvo como insaciables consumidores, votantes disciplinados, contribuyentes dóciles y trabajadores precarios y temporeros, los ciudadanos -¿se puede llamar ciudadanos a esta anomalía ?- prácticamente son desechos de tienta, literalmente sobran. Son una especie de irrelevante comparsa que se agita sólo cuando la ceremonia de la democracia ritualizada necesita una oportuna puesta en escena.
Los datos de este expolio son incuestionables y ya constituyen saga. Entrega a la voracidad privada del botín de bienes y servicios públicos acumulados con el trabajo social de siglos. Brutal desregulación de la legislación laboral y laminación de derechos conquistados gracias a la lucha y el sacrificio de generaciones. Destrucción de la arquitectura de equipamientos sociales y sanitarios que desde Bismark para acá ha permitido tener un cierto colchón protector para los más desfavorecidos. Y recortes en el entramado de prestaciones sociales, pensiones y jubilación. Todo eso cuando destruir empleo y arrojar del sistema laboral a trabajadores mayores de 45 años se ha convertido en un infame deporte signo de éxito empresarial. Ello porque desde hace tiempo la izquierda política y los sindicatos – que no la social emergente – han dejado de ser oposición para ofrecerse como recambio y alternancia al poder. Renuncia histórica esta que ha permitido al capital lanzar su órdago definitivo para recuperar posiciones cedidas en horas bajas y aumentar agresivamente su tasa de ganancia.
Y ahora toca el turno a la juventud. Tenemos el índice de natalidad más abajo porque las nuevas parejas no pueden hacer proyecto de vida estable. Los universitarios alargan su estancia en las aulas por miedo a terminar los estudios y toparse con el paro. Los jóvenes retrasan la hora de la emancipación familiar hasta edades insospechadas por la imposibilidad de tener techo propio. Como prueba de esta mutación que degrada la dignidad de la persona, empobrece la convivencia y canibaliza las expectativas de desarrollo individual y social, está el proyecto de Contrato de Primer Empleo que ha convertido a los “contratos basura” en deseables. Se trata de un modelo de inserción laboral inmoral, gratis total para el empleador, que el Gobierno francés quiere aplicar para los menores de 26 años, la edad promedio en que se era padre o madre hace un cuarto de siglo.
El panorama es poco edificante. Para los afortunados, hasta los 26 años no podrán acceder a un contrato basura. Algo como el denominado Contrato de Primer Empleo (CPE), que deja manos libres al empleador para usar y tirar a su empleado, no reúne los requisitos mínimos de un contrato, es un especie de “per” para jornaleros universitarios. Puede sonar a exageración coyuntural, pero están surgiendo formas de relación laboral que recuerdan las del feudalismo que ligaban al amo con el sirviente, al forero (arrendatario) con el forista (arrendador).
Pero en fin, si el agraciado pretreinteañero tiene suerte y pilla un trabajo precario, nada le garantiza no ser expulsado centenares de veces en cómodos plazos del mercado laboral para salir definitivamente por la puerta grande cuando frise los 50 años. Con una cotización mínima y sin disponer (a partir de los 65 ó 70 años, según la edad de jubilación obligatoria) de una pensión digna. Lo que probablemente obligará a esos muy, muy afortunados -una minoría en cualquier caso- a vender la casa que todavía están pagando porque el tiempo de amortización de la hipoteca suele ser superar al del ciclo del trabajo. De nuevo aquí surge la imagen de aquel sistema preindustrial en que la posesión de la tierra como única fuente de existencia -al margen del oficio de armas y el sacerdotal- marcaba la convivencia entre personas en relaciones de dominación, usufructo, dependencia y vasallaje.
Por no hablar del rotundo fracaso de un modelo de universidad que encubre y denuncia la aplicación del CPE, a pesar de la clara deriva de los estudios superiores hacia los intereses de las empresas y el mundo de los negocios. Hoy en día los campus, lejos la utopía de constituir centros de difusión de cultura, conocimiento y valores humanos, funcionan como costosos y concurridos aparcamientos para adolescentes en espera de destino.
Y finalmente, ligado a todo lo anterior y como consecuencia, está el problema de la generalización de una democracia de corte neocensitario. En un contexto de sociedad de la exclusión, sólo son potencialmente ciudadanos de pleno derecho la minoría establecida, y no la mayoría que sobrevive en precario sujeta a los vaivenes de la mano invisible del mercado y el capricho de los poderes delegados del capital. Por eso, cada vez más la autollamadas democracias avanzadas lo son con menor respaldo popular en las urnas, basándo su legitimidad en un estrecho cómputo de votantes procedentes del sector integrado, los funcionarios y una franja de jubilados y pensionistas acomodados.
¿Qué hacer ? No hay recetas. Ni casi salidas. Lo principal es tomar conciencia de la situación viéndola con toda la secuencia completa, en “continuum”, y no por “fotogramas” aislados. Y quizás recordar que el sociólogo André Gorz, en su estudio La metamorfosis del trabajo, tras recordar que sin dejar de crecer la economía disminuye todos los años alrededor de un 2 por 100 la cantidad de trabajo que necesita, recomendaba la afirmación en una cultura que no tenga en el trabajo con fin económico la actividad humana dominante. Al final lo determinante es que si el capitalismo no puede garantizar una “pieza” de trabajo para cada ciudadano, es ineficaz. Y si, encima, hace que el escaso bien “trabajo” -esencial para vivir como el aire- sea un monopolio, además es profundamente injusto y su sustitución supone un imperativo moral de primer orden. Porque como decía el castizo, el capital tiene mucho futuro y siempre lo tendrá.
Fuente: Rafael Cid