En las dictaduras el Código Penal es la herramienta usual con que se legitima la represión institucional. En las democracias, el Código Penal deja de estar al servicio de una clase o ideología para arbitrar la mínima coacción exigida para el consenso social. Eso es en teoría ; la práctica suele ser distinta.
Con la importante diferencia de que en una dictadura el principio de presunción de culpabilidad acostumbra a imputarse al poder arbitrario, y por el contrario, en las democracias, el poder suele gozar de credibilidad política. Por eso, las injusticias en una democracia tardan mucho en visualizarse ante la opinión pública y refutarse. A menudo, una exagerada presunción de inocencia (negligencia in vigilando) supone un pasaporte hacia autismo social y la impunidad.
La condena de 3 años de cárcel a Cándido y Morala, los sindicalistas de la Naval de Gijón en que se inspira la película “Los lunes al sol”, es un acto propio de otros tiempos, un proceder bárbaro. Meter en prisión a dos representantes de los trabajadores por destrozar un video de tráfico que grababa los enfrentamientos entre obreros y policías a raíz del cierre de los astilleros, huele a atropello e índica el espíritu revanchista con que algunos jueces interpretan las leyes en España. Pero, al mismo tiempo, muestra el perfil de un nuevo sindicalismo de acción directa, sin liberados ni líderes aparte, que está brotando en la entrañas del voraz marco de relaciones laborales que impone el neoliberalismo global.
Pero el de Cándido y Morala no es un caso aislado. Existe una especie de Brunete judicial que parece tener grabado en las bocamangas de sus puñetas la misión de evitar que los valores de la democracia social penetren en la cultura cotidiana. Son gente de abotonada y rancia estirpe que se muestra implacable como los humildes y sumisa con los poderosos. Personas que no ven el estado de necesidad, ni eximente en la protesta de unos trabajadores condenados al paro por los vaivenes de una economía especulativa, ni mucho menos se plantean si cabe sospechar inducción al delito cuando “infiltrados” de la policía (ah, la vieja y torticera fórmula del malhadado “caso Scala” de Barcelona) han echado gasolina sobre la herida abierta de la revuelta.
No, no es un caso aislado. Recordemos el procesamiento de 4 estudiantes por los ciscos de la marcha antiLOU del 2001, la condena a 1 año de prisión de otros 2 universitarios por no haber acudido a presidir una mesa electoral en la Universidad Complutense de Madrid y la cacicada de amparar la expulsión de la CGT del local sindical que venía utilizando desde hace años en Madrid para destinarlo a construir pisos de lujo. Hablar en estas circunstancias de igualdad ante la ley es una broma pesada. Tenemos un Código Penal generoso cuando se trata de que multimillonarios como Los Albertos, condenados en firme por el Supremo por algo más que romper una cámara municipal, campen a sus anchas, y que el estafador reincidente José María Ruiz Mateos y un condenado por doble asesinato como Rodríguez Galindo cumplan sus condenas en casa, pero que refulge inflexible si se trata de contextualizar a dos humildes trabajadores que llevaron su repulsa a estrellarla contra un video de tráfico.
Todo ello pone de manifiesto la existencia en la práctica de un Código Penal de dos velocidades : una para ricos y otra para pringaos. Taxonomía que, en temas como el del delito de injurias y calumnias al Jefe del Estado, ofrece la paradoja de que el “democrático” es más severo que el “totalitario”. El Código Penal de Franco (reforma 1963, artículo 147) sólo amparaba al Jefe del Estado ; el Código Penal vigente (reforma 1995, artículo 490, apartado 3) extiende esta tutela al Jefe del Estado y “a cualquiera de sus ascendentes y descendientes”. Señores de los partidos “mayoritarios”, caballeros de los sindicatos “representativos”, intelectuales del cuarto poder, sagaces escribidores, sigan con sus juegos malabares, no promuevan a Cándido y Morala al Premio Príncipe de Asturias, el país real se lo agradecerá. Nulla esthética sine ética.
Fuente: Rafael Cid