Es obvio que en el sistema político-económico vigente plantear alternativas de izquierda parece un ejercicio de voluntarismo sin meollo real. La realidad nos ha sometido a la estúpida regla del más vale malo conocido que bueno por conocer.
Lo que implica que cualquier acción de calado, teórica o práctica, se vea como utópica. El cínico pragmatismo (primum vívere, deinde filosofare) se ha impuesto sobre los ideales de justicia, igualdad, solidaridad y libertad. Esos avances nacidos de la ilustración, que anunciaban un mundo mejor, son ahora meros estereotipos retóricos que a menudo nos sirven como excusa para justificar un abolengo progresista al que renunciamos hace tiempo. Aquí, al menos desde la transición, que se hizo sobre esa divisa que encumbra la resignación a los más altos valores de la convivencia reglada.
Y quizá nada ni nadie ejemplifica mejor en estos momentos esa renuncia histórica que nos pone en almoneda como sociedad democráticamente avanzada que lo que está ocurriendo en torno al magistrado de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón del Real. Impresiona ver el acopio de fuerzas de la izquierda social, jurídica, intelectual y política en defensa del juez y contra aquellos otros, igualmente jueces y magistrados, que pretenden a su peculiar manera realizar una tutela judicial efectiva sometiendo a crítica y, posiblemente, a sanción al titular del juzgado central de instrucción número 5 por su intento de procesamiento a los artífices del Alzamiento Nacional y mentores de la represión franquista.
Se entiende perfectamente, y no suscribirlo vehementemente sería una tropelía, que los indignados abajofirmantes denuncien a una justicia que admite como denunciantes-querellantes a asociaciones parafascistas por su compromiso ideológico, como la Falange, y por tener entre sus principales promotores a antiguos dirigentes de Fuerza Nueva, de inequívoca matriz ultra e incluso golpista, si tenemos en cuenta algunas de las sentencias ad hominem declaradas probadas en el juicio del 23-F. También merece todo el apoyo de la ciudadanía más civilizada la protesta por la presencia en el Tribunal Supremo que entiende la causa sobre Garzón e incluso en el Consejo General del Poder Judicial de personas de dudosa trayectoria democrática.
Todo eso va a misa y exige una refutación a la totalidad. Pero, hay peros. El problema es cuando esas mismas lógicas y necesarias acciones de denuncia cohabitan con otras menos honorables que hacen que la polémica se convierta en un totum revolutum en el que cada quien pueda encontrar satisfacción a sus querencias y nadie al final sale limpio de sospecha. Tal es el grado de confusión interesada. Y la primera piedra donde tropezamos es en la misma consideración de la jurisdicción que los defensores de Baltasar Garzón (¿o sólo lo son de la imprescindible reparación de la Memoria Histórica de los vencidos ?) utilizan para su blindaje : la Audiencia Nacional, un vestigio del modelo de justicia represora heredado de la dictadura, que vino a reemplazar al inquisitorial Tribunal de Orden Público. Inocentes sí, ignorantes es otro cantar. Aquellos vientos trajeron estos lodos porque se adopto el modelo de más vale malo conocido.
En la misma lógica errática se encuentran las acusaciones (justas y necesarias) sobre la pervivencia ideológica del franquismo entre las instituciones de la democracia. Lo que ocurre es que esa fue precisamente la sustancia de la que estaban hechas las dos leyes de amnistía (1976 y 1977) que sirvieron como pórtico de gloria al carrusel de la democracia realmente existente. Por lo que mesarse ahora los cabellos ante semejante anclaje fundacional es haber confundido la amnistía con la amnesia. Aunque la gran paradoja del acontecimiento que nos convoca al análisis y al debate sea el hecho cierto de que la campaña a favor del juez de la Audiencia Nacional tenga de nuevo el marchamo de “causa general” pero se pretenda impugnar desde la insolvencia de un contexto legal del mismo tenor, marco que hace tiempo fue homologado como uno de los pilares del actual sistema político. Se trata de un brote bipolar que arroja enunciados extravagantes.
Por ejemplo, el diario El País, que ha asumido el liderazgo de la defensa cerrada del juez Garzón, es un exponente de esa polisemia éticamente inhabilitante. Arremete con toda razón contra la conjura de una derecha revanchista y nostálgica del régimen autoritario cuando precisamente este medio de referencia promovió al frente de su asesoría jurídica hasta su fallecimiento a un titular del Tribunal de Orden Público. Pero, además y al mismo tiempo, a través de uno de sus columnistas más brillantes, alerta sobre los daños colaterales que supone cuestionar la legitimidad de las instituciones salidas de la transición hurgando en las biografías y en los antecedentes políticos-ideológicos de sus representantes, señalando con agudeza que “de la interpretación de la amnistía como autoinduclto franquista derivan efectos potencialmente desestabilizadores” (Paxto Unzueta, Garzón y el Rey, El País 18 de febrero de 2010).
Está claro, pues, que lo que dirimen foros y tribunas es una defensa personal de Garzón que no alcanza a una petición de anulación de los juicios de la dictadura. De hecho, se da la soez ironía de que algunos de los jueces a los que la campaña a favor de Garzón pone contra las cuerdas son juristas que se han distinguido, en público y en sus dictámenes, por haberse manifestado a favor de la revisión de las sentencias del franquismo y de la no prescripción de los crímenes contra la humanidad cometidos durante aquel régimen. Precisamente dos conceptos que los defensores acérrimos de la Amnistía como Ley de Punto Final tratan de enterrar. Me refiero a personas como la magistrada y miembro del Consejo General del Poder Judicial Margarita Robles y el actual presidente de la Audiencia Nacional Ángel Juárez Peces. Tampoco tendría sentido que el apoyo a Garzón en el caso de la Memoria Histórica restara rigor a la investigación sobre los pagos de Botín al juez meses antes de que archivara una importante causa que afectaba al presidente del Banco Santander.
No confundamos. El camino se hace al andar. Y el mérito no está en partir, sino en aguantar.
Rafael Cid