Los acontecimientos de Túnez y Egipto han tenido un tratamiento placebo en Europa. Incapaces de prever el volcán social que alimentaban las dictaduras homologadas del Magreb, las cancillerías occidentales han respondido a las justas demandas de aquellos pueblos con la neutralidad cómplice que sirvió para entregar a sus verdugos al pueblo español en 1936.

Los acontecimientos de Túnez y Egipto han tenido un tratamiento placebo en Europa. Incapaces de prever el volcán social que alimentaban las dictaduras homologadas del Magreb, las cancillerías occidentales han respondido a las justas demandas de aquellos pueblos con la neutralidad cómplice que sirvió para entregar a sus verdugos al pueblo español en 1936.

Pero si entonces la criminal traición de esos gobiernos se vio contestada con el decidido posicionamiento de sus ciudadanos, que apoyaron mayoritariamente la causa de la II República, llegando incluso a integrar “brigadas internacionales” para defenderla por las armas, en el siglo XXI, representantes y representados han estado uncidos por el mismo dogal.

Mientras los distintos ejecutivos de la Unión Europea abonaban sus intereses de casta dirigente con la sangre de los pueblos tunecino y egipcio –cerca de 150 muertos y más de 300, respectivamente, por la represión -, las sociedades del viejo continente apenas esbozaban un rictus de contrariedad por los trastornos e incomodidades que las movilizaciones populares estaban provocando a sus desprevenidos turistas. Por no hablar de la eficaz “tapadera” suministrada por los medios de comunicación de masas, que sólo se dieron por enterados de la dimensión de las “revueltas” cuando internet reventó la burbuja de placidez que diarios y televisiones habían facturado.

De hecho, a los espectadores europeos (los ciudadanos nunca pasamos de esa infracategoría en el caso que nos ocupa) se nos ha evitado el trago de contemplar esa caza del manifestante por parte de la policía con que se jalonaron los “disturbios”. Pero el “tachado por la censura” con que los medios cubrieron los acontecimientos no fue la única manera de monitorizar las revueltas realmente existentes en espera de que escampara. La fase más indigna del proceso de solapamiento se produjo a la hora de evaluar la información suministrada sobre el terreno por los enviados especiales y en el momento del análisis ofrecido por los expertos de cabecera. Será que como dice Tolstoi al comienzo de Ana Karenina “todos las familias felices se parecen entre sí, pero las infelices lo son cada una a su manera”.

Sin asomo de malicia por su parte, una ignorancia política profundamente arraigada por una cultura convencional y dinámicas de “obediencia debida” a los referentes de sus democracias liliputienses, resultaron los mejores mimbres a la hora de mistificar los hechos, ex ante, durante y ex post. Más allá de cuantificar la riada de protestas ciudadanas y su crecimiento exponencial como si de una nueva edición de la “marcha verde” se tratara, nada tenía demasiado sentido a sus ojos. Y esa perplejidad se encarnaba en tres conceptos manoseados hasta la nausea por los medios como mantra de referencia : revuelta, vacío de poder y amenaza islamista.

Lo primero que nuestras autoridades y voceros tuvieron claro es que trataba de una “revuelta”, así lo hicieron constar en los títulos que dieron a sus crónicas en prensa, radio, televisión y declaraciones oficiales. De esta manera, la potencial empatía que la protesta podía despertar entre la gente en las sociedades del otro lado del mediterráneo se vio de entrada degrada axiológicamente y se desvió hacia los problemas que estaban teniendo sus turistas pillados en la refriega. Era una revuelta, un alboroto callejero, carente en principio de profundidad democrática, y tardarían días en que el deshielo de las abotagadas conciencias desplazara del imaginario popular el fastidioso estereotipo. De esta forma, por arte de birlibirloque, lo que ha sido una de las mayores y más masivas representaciones de genuina soberanía popular en el mundo contemporáneo se convertía en un “incidente doméstico”, y como tal se entendía que lo procedente dictaba una política de no injerencia. Seguramente porque los poderes fácticos y sus exclusas mediáticas sabían muy bien que los que estaba en marcha era una revolución en toda regla, pero sin reglas.

Pero es en la puesta en circulación del término “vacío de poder” como categorización de la “revuelta” donde la alucinación mediática alcanza todo su esplendor. “Vacío de poder” ha sido el sintagma más repetido para definir el proceso revolucionario que se vive en Túnez y Egipto. Haciendo un uso espurio de la frase del filósofo Spinoza “la naturaleza aborrece el vacio”, nuestros Herodotos de última instancia creyeron predecir el futuro político del proceso en una especie de callejón sin salida, que a la postre vendría a demostrar una vez más que el utopismo es la enfermedad infantil que acecha a toda revolución que carezca del permiso de la autoridad competente. ¡Vacío de poder, ahí es nada, quién nos protegerá ahora !

El vacío de poder que ha provocado la alarma indiscriminada de los medios es en realidad la expresión más clara de la solvencia de la revolución popular que ha prendido en las sociedades tunecina y egipcia. La garantía de su radicalidad democrática. La prueba del algodón de su generosidad. El toque de orgullo de la insobornable dignidad que las alienta. Su timbre de ejemplaridad. La prueba de que no sólo otro mundo mejor es posible sino de que hay pueblos que hace tiempo llevan ese mundo nuevo en sus corazones. Isegoría, isonomía y parresia fácticas en la sociedad a escala del siglo XXI. En definitiva, un lúgubre presagio de acción directa autogestionaria para un sistema basado desde Hobbes y el pasacalles de la ilustración en la representación (política, económica, social y cultural) como pensamiento único de las sociedades desarrolladas. Un clamor contagioso que podría poner en peligro los pilares del sistema al demostrar la futilidad y onerosidad de líderes, partidos guías, Estado represor y jerarquías como fábricas de consensos. El vacío de poder, expedido urbi et orbi por todas las glándulas del orden constituido, denunciaba el peligro de una emergencia real de lo que Cornelius Castoriadis definió como el signo inequívoco de toda demo-cracia : la autoinstitución de la sociedad por la sociedad misma.

Finalmente, apareció el peligro islamista como solución de repuesto ante el vacío de poder. La turba que había alimentado la revuelta podía ser manipulada por los Hermanos Musulmanes y poner ingenuamente sus legítimas reivindicaciones en el caladero de los astutos aspirantes a “ayatolas”. Explicación garbancera donde las haya porque si algo han demostrado estas sublevaciones populares es que se han desarrollado al margen de cualquier instancia partidista o religiosa. Su mala reputación nace de esa gozosa orfandad. No han tenido padrinos, ni inspiradores, ni valedores. E incluso, su locus nace de ese otro vacio virtuoso, de la inexistencia durante años de una oposición que realmente se opusiera a aquellos regímenes, clérical o seglar, y del vacío superpuesto que las democracias de karaoke occidentales han levantado ante las vulneradas demandas de aquellos pueblos dejados de la mano de Dios.

Epílogo español. Entre el coro de ranas que ha mostrado su estupefacción ante los sucesos revolucionarios que pasaban por delante de sus narices, quizá el capítulo más deleznable de todos haya sido el español. No sólo se han mostrado perdidos por una insurgencia sobrevenida que no constaba en los manuales al uso, además se les ha visto el plumero. Cualquier observador con un mínimo de honestad se ha dado cuenta que en los movilizaciones populares de Túnez y Egipto estaban presentes dos opciones de salida de urgencia. Una, a la portuguesa, la revolución de los claveles, protagonizada por la oficialidad media del ejército, al servicio de la voluntad general, para garantizar la ruptura con la dictadura y abrir un proceso constituyente. Otra es una transición a la española, en donde un acuerdo entre notables de “ambos bandos” propicie como mal menor una solución pactada que asegure la continuidad de las esencias de la dictadura, entregando su vigilancia e interpretación al espadón de Damocles de las fuerzas armadas. Una capitulación que al final redunda en que son las víctimas quienes se acogen a la generosidad de los verdugos de la dictadura para seguir viviendo “en democracia”.

Y como los pueblos en principio no se suicidan, la transición a la española, “controlada para evitar el vacío de poder”, exige una condición sine qua non : que el pánico se instale en la población. Para ello, como ocurrió en el tardofranquismo, hay que dar vía libre y cheque en blanco a matones, incontrolados, sicarios y demás escuadrones de la muerte y camadas negras que creen las condiciones objetivas (mediante matanzas tipo Atocha, Montejurras y otros hazañas bélicas) para la confusión “controlada” de la que salga la verdad que nos haga libres. En Egipto, ante la pasividad de la Unión Europea (lo de Obama ha sido casi honorable), el apoyo de Israel, China, Tony Blair, ente otros, la estrategia de la tensión programada por el régimen de Mubarak y su partido, integrado en la Internacional Socialista (como el de Ben Ali), comenzó con los “actos de vandalismo” contra el emblemático Museo Nacional y la suelta a río revuelto de miles de presos comunes en las cárceles. Los centenares de muertos por la policía de primera hora fueron alevosamente ninguneados por los medios de comunicación, pero ahora la respuesta violenta de los “partidarios” de la dictadura se muestra para construir la percepción de un apoyo social a Mubarak por parte de la población.

Rafael Cid