Rafael Cid
Sin sociedad civil no hay democracia. Pero puede haber democracia sin sociedad civil. Formal, convencional y teleológica (con teórica separación de poderes, imperio de ley, constitución, votaciones regulares, etc), pero no real ni axiológica (con garantismo de libertades, respeto de las minorías, soberanía popular y una participación en la cosa pública entre libres iguales y racionales). O si no, basta con ver la reciente sentencia del Tribunal Supremo dejando sin “voz” política a una parte de la ciudadanía vasca que podría oscilar entre un 10 y un 15% de su censo.
Rafael Cid

Sin sociedad civil no hay democracia. Pero puede haber democracia sin sociedad civil. Formal, convencional y teleológica (con teórica separación de poderes, imperio de ley, constitución, votaciones regulares, etc), pero no real ni axiológica (con garantismo de libertades, respeto de las minorías, soberanía popular y una participación en la cosa pública entre libres iguales y racionales). O si no, basta con ver la reciente sentencia del Tribunal Supremo dejando sin “voz” política a una parte de la ciudadanía vasca que podría oscilar entre un 10 y un 15% de su censo.

Por un puro juicio de intenciones tarifadas por ese adefesio jurídico que es la llamada Ley de Partidos, a un sector activo de aquel pueblo se le niega el “sagrado” derecho de sufragio. El Estado español les quiere como contribuyentes pero les niega sus derechos políticos y civiles más esenciales. Los convierte en “apátridas”, en “sin papeles”, lo que en el contexto del contencioso en que el asunto se ventila es como si a uno le retiraran la pista de aterrizaje cuando está a punto de tocar tierra para volver a casa por Navidad.

“El normal funcionamiento de las Instituciones públicas y privadas, el mantenimiento de la paz interior y el libre y pacífico ejercicio de los derechos individuales, políticos y sociales, reconocidos en las Leyes, constituyen el fundamento del orden público”. Así rezaba el artículo 1º de la tristemente famosa Ley de Orden Público promulgada en 1959 por la dictadura franquista para eliminar cualquier atisbo de resistencia o simple disidencia directa. Algo que visto en la perspectiva actual recuerda bastante al objetivo buscado, aunque no declarado, por el “statu quo” al ilegalizar a personas en las listas de Acción Nacionalista Vasca (ANV), un partido con plena legitimidad de origen y de ejercicio. Brutalizando a la propia Ley de Partidos en la que dice ampararse, esa disposición trata de guillotinar cualquier posibilidad de que una opinión mayoritariamente independentista y de izquierdas logre la hegemonía en el mapa municipal de Euskadi. La autodeterminación en un derecho en la Constitución de Gibraltar (colonia inglesa en suelo español) y en Montenegro un hecho (incluso con tutela de la UE), e incluso en Escocia es una opción política absolutamente respetable, pero en la España de la Pantoja y los preñadalicios reales está en busca y captura. Como la democracia durante el franquismo

Ni el artículo 6 de la Constitución que reconoce el de derecho a la pluralidad política, ni el 14 que afirma la igualdad de todos los españoles antela ley, ni el 16 que protege la libertad ideológica han valido frente a las poderosísimas razones de Estado que, como anunciaron a coro todos los grandes medios de comunicación en sus previsiones editoriales, blandía la autoridad vigente. Ha prevalecido, como en tierras de inquisidores y déspotas, le Ley que agrada al Príncipe. La misma impúdica retórica, en fin de cuentas, que impide la revisión de los juicios franquistas porque -¡manda carallo !- se hicieron cumpliendo la “legalidad vigente”, según también la autoridad vigente.

Pero ahora estamos en el siglo XXI, con dos generaciones por medio y con un gobierno socialista en el puesto de mando (este es el hecho diferencial y alucinante) y nada queda ya impune en la experiencia ética. Por si a alguien le interesa, el economista y sociólogo Albert O. Hirschman tiene estudiado en su libro “Salida, voz y lealtad” las consecuencias de un sistema que usa el monopolio de la fuerza para fomentar el separatismo de sus miembros al negarles su propia identidad. “(Cuando) la salida se considera una traición y la voz como una motín- dice -, a largo plazo, tales organismos tienen menos posibilidades de vida que los otros”. Y la politóloga Chantall Mouffe, recuerda que incentivar la cultura del enfrentamiento antagonista (relación amigo-enemigo) en vez de promover el democrático duelo agonista (relación con el adversario) es una práctica totalitaria ya teorizada por el ideólogo filonazi Carl Schmitt.


Fuente: Rafael Cid