La acelerada modernización de la sociedad española tiene los pies de barro y la cabeza de plomo. En lo material, somos la novena potencia económica del mundo, pero en lo civilizatorio seguimos en las manos seráficas de brujos y exorcistas de tres al cuarto. Y así, la tan cacareada pátina de comunidad próspera y avanzada, a menudo cede terreno ante el hechizo de las palabras de la tribu. Históricamente el atavismo en el ruedo ibérico ofrece dos caras. La de una derecha de casa-cuartel, a menudo integrista y pía, y la de una Iglesia solaz trentista y arrebatacapas que monta guardia en la recámara, lista para lanzar sus tropas de asalto cuando estima que la ciudadanía se aleja del santo temor de Dios.
Ferrer i Guardìa, de cuya persecución, proceso y asesinato legal hace ahora cien años hizo mérito el entonces partido de las sotanas, tenía razón al prever que hasta que en España no creciera una generación instruida en el racionalismo humanista, no alumbraría una cultura sentidamente democrática. De hecho, más que un enfrentamiento de signo ideológico entre derechas e izquierdas, el reñidero hispano ha consistido secularmente en un conflicto entre creyentes y heterodoxos, entre la intolerancia inquisitorial y la secularización de la ilustración. Cuando Franco y su Cruzada alcanzaron sus últimos objetivos militares, lo que yacía en las cunetas no eran ideales rojo-separatistas sino los últimos flecos de una estirpe liberal fecundada en el crisol de las Cortes de Cádiz y lo que ella alumbró.
Y en eso llegó el PSOE, y descubrió las virtudes de la pareja : primero, el tricornio ; luego, el misal. Ganados por el espíritu del consenso y el mantra de la transición, los socialistas en el poder y en la alternancia declinaron profundizar el legado laicista de sus mayores. Al “casar” el Concordato con la Santa Sede, firmado en 1953 y ratificado en 1979, en el ordenamiento jurídico de la democracia, volvieron a abrirse para la amnistiada Iglesia del Alzamiento y de los procuradores en las Cortes franquistas unas expectativas que ni los púlpitos más promiscuos podían imaginar. La entronización de la España beata, mitad monje mitad soldado, volvía por sus fueros. El testigo de Pablo Iglesias cedía posiciones en tromba donde un moderado como el ucedista Francisco Fernández Ordoñez con su ley del divorcio había demostrado un encomiable coraje cívico. A esa cesión sin paliativos lo llamaron “reconciliación nacional”.
De ahí el nasciturus de una Constitución con bandera de conveniencia, que en teoría prescribía la no confesionalidad del Estado pero en la práctica no sólo venía en reconocer que “la Religión Católica, Apostólica Romana sigue siendo la única de la Nación española” (artículo I del Concordato) sino que además habría de colmar de privilegios a la curia al aceptar que “El Estado español reconoce a la Iglesia católica el carácter de sociedad perfecta” (artículo II Concordato).Lo demás vino rodado. Colegios concertados en la enseñanza secundaria a costa del contribuyente, sea o no feligrés. Elitistas universidades de la Iglesia. Vaticanistas con traje de pana, como José Bono y Paco Vázquez, entre los pata negra del socialismo en el poder. Alcaldes como Juan Alberto Belloch renombrando calles a mayor gloria de Escrivá de Balaguer, el fundador del Opus Dei, “laboratorio” eminente de la Iglesia intrigante. El expreso reconocimiento de la persecución religiosa en la ley de Memoria Histórica, ratificando así la condición legal de Cruzada de la sublevación fascista. Y, por si quedaba alguna duda, la validación del acto de aceptación de los cargos por los miembros del gobierno ante una biblia y un crucifijo. Todo para cohabitar con una Iglesia que ha descubierto la rentabilidad de la estrategia de la tensión, no dudando incluso en preñar opciones involucionistas para blindar sus intereses, como demostró el silencio cómplice de la Conferencia Episcopal la noche del 23-F.
De ahí a la campaña del lince, o la denostación del preservativo hecha por el Gran Brujo blanco en África para gozo de las multinacionales farmacéuticas que fabrican retrovirales, hay sólo un palmo. Tienen razón Rouco y sus hermanos, pero se han equivocado de cuadrante : a partir de ahora, en el continente negro, posiblemente un lince tendrá más horizonte vital que un ser humano. La caverna en España es para muchos es esa Iglesia Católica, Apostólica y Romana preconstitucional y trabucaire, y mientras su confinamiento en los ámbitos de su propia doctrina no sea una misión de Estado, en este país no habrá democracia cabal ni Estado de Derecho, y las libertades individuales y sociales estarán en almoneda. Sí la reina Sofía se explaya en una declaración pública contra la ley de matrimonios homosexuales, secundando las diatribas de los prelados, sin recibir la réplica del gobierno, se puede deducir que el poder político en este país es, a su manera, un poder vicario, bajo palio.
El trabajo de Hércules de la política española pasa por renovar a aquel Azaña liberal de “España ha dejado de ser católica”, referencia hecha para señalar la laicidad implícita de la república. No es tarea fácil, se requiere esfuerzo, entrega y sacrificio, pero sobre todo tener la plena convicción de que hasta que no se conjuren “las palabras de la tribu”, la autodeterminación de la persona en el contexto de una comunidad democrática será sólo un señuelo. No se trata de entronizar de nuevo a la “diosa razón”. Las cartas están dadas hace siglos. En el nombre “de pila” de las personas, en las fiestas más señaladas del calendario y hasta en las fórmulas de cortesía (ese “adiós” que Gramsci veía como catequesis y la revolución cultural de los anarquistas sustituyó por el irreverente “salud”), la impronta religiosa pervive en las gentes como el herrado de las reses en los dehesas. Se trata de evitar que esa metástasis gangrene el cuerpo social bajo fórmulas etnográficas, a medio camino entre el folklore y la religiosidad popular, que permitan, por ejemplo, que las procesiones de Semana Santa deriven en pronunciamientos y soflamas. Se trata de no seguir interpretando el siglo XXI a través del espejo retrovisor del XIX. Para que un señor de Valladolid no tenga que recurrir al juzgado de guardia para retirar un crucifijo en la clase de su hijo. Es decir, para que se cumpla la Constitución de todos por encima del Concordato de una facción.
Rafael Cid es periodista
Fuente: Rafael Cid