(Esta no es una narración más de la crisis. Es un intent de explicar la responsabilidad del gobierno socialista en todo lo que está ocurriendo. Esa hidra “totalmente imprevisible” que ha lanzado al paro a cuatro millones y medio de trabajadores y elevado los beneficios de la banca a cotas históricas).
El mantra oficial sobre la crisis en España pretende que no existe responsabilidad del actual gobierno porque nadie podía prever lo que luego sucedió. Lo que es rotundamente falso por mucho que lo repitan. El ejecutivo socialista no sólo es responsable por omisión sino también por acción, ya que la política económica que aplicó desde su llegada al poder a rebufo del 11-M y la guerra de Irak supuso un respaldo en toda regla de la puesta en marcha por el Partido Popular. O sea, más en concreto, no hizo nada para rectificar esas prácticas en apoyo de las dinámicas de los mercados que luego llevaron al desastre y a los casi 5 millones de parados. Y no lo hizo en los dos planos en que de manifestó la crisis, en el exterior y en el que afectaba a nuestro propio modelo económico. Veámoslo paso a paso.
El modelo imperante en la economía mundial en los últimos 30 años ha estado basado en una sobreoferta fruto de la revolución tecnológica que llevó a mutar el concepto clásico de inversión, pasando de financiarse a través del ahorro de los ciudadanos mediante una restricción del consumo privado a buscarla en el mercado de capitales para así dejar libre ese potencial excedente de renta para el gasto. Un consumo vorazmente estimulado por una propaganda que amplificaba el campo de necesidades de las unidades económicas.
De esta forma los bancos se endeudaban en el mercado de capitales para disponer de liquidez con que financiar a su vez el crédito ofrecido a sus clientes (particulares y empresas), que en el caso español tuvo como diana el boom de la industria del ladrillo mediante el préstamo fácil para la adquisición de viviendas y el crédito a constructoras y promotores inmobiliarios, en muchos casos vinculados a las propias entidades bancarias. Esa operativa, realizada mediante el sistema de apalancamiento (sin otra garantía que el bien adquirido), con el apoyo fiscal y normativo del Estado, derivó hacia una burbuja especulativa que convirtió en deudores a muchos millones de ciudadanos que habían solicitado dinero de bancos y cajas para la “inversión de su vida”, haciendo subir los precios de la vivienda de manera irracional y dejando al fin un parque de más de 1,5 millones casas vacías. Tras la generalización del crédito fácil se ocultaba la realidad de una ciudadanía sin apenas capacidad de compra ya que la creciente reducción de los salarios en la renta nacional hacia casi imposible la salida de la sobreproducción sin el recurso de la venta “al fiado”.
Ese modelo productivo-especulativo, tan lesivo para la economía, fue permitido y estimado por el gobierno socialista, demostrando su falta de voluntad política para enfrentarse a la oligarquía financiera e inmobiliaria. Un festín que andado el tiempo ha llevado a España a ser uno de los países con mayor deuda privada del mundo (375% del PIB) y la derivada de unas alegres inversiones en infraestructuras de apoyo al gigantismo urbanístico que han hecho de nuestro suelo el país de Europa con más kilómetros de autopistas, unos 13.500, mientras por otro lado mantenemos uno de los últimos puestos en inversión social de la Unión Europea. Por no hablar del cáncer de la corrupción política que esa expansión incontrolada y dolosa del cemento y el ladrillo provocó entre la clase política a todos los niveles.
Todo esto estaba en marcha y a todo trapo cuando se produjo el estallido de las “subprime” en Estadios Unidos con el consiguiente efecto dominó sobre los sistemas financieros del mundo, una red interconectada que no puede escapar a los efectos de conjunto si uno de sus principales eslabones crea una situación de flagrante insolvencia. El crac del capitalismo especulativo que, tras la derogación de la ley Glas-Steagal en 1999 por Clinton, encontró vía libre para hacer negocio en economías de casino al margen del sistema productivo, llevó a una brusca sequía de financiación que dinamitó las expectativas de economías como la española basadas en la dependencia del crédito foráneo para engrasar sus negocios. Y otra vez más, la falta de previsión y la complicidad del ejecutivo con ese modelo full hizo que lo que se había presentado como una arrancada de caballo terminara en una parada de burro. Se cortó el grifo del préstamo, se colapso el sector del ladrillo y el cemento, falsa locomotora de la economía, se gripó la actividad empresarial, sobre todo en las pymes, y el resultado fue colocarnos como líderes de destrucción de empleo de la UE, con una tasa del 20% (el 41% en jóvenes) que doblaba a la media de la Europa de los 27.
Pero los jueves milagro. Vicios privados siguen produciendo virtudes públicas, como diagnosticara el médico belga Mandelville. El gobierno socialista, todos para uno y uno para todos, usó sus prerrogativas legales y, ahora con un oportuno cambio de timón, dispuso que las arcas del Estado debía salir al rescate del sector privado, finanzas, grandes constructoras y multinacionales del automóvil, para capear el temporal que según ellos nadie había podido prever. De esta manera, las saneadas cuentas públicas (déficit, deuda y PIB en positivo) invirtieron la tendencia por los efectos de la contracción económica y ante la necesidad de utilizar los recursos públicos como transfusión para evitar el descalabro de la temeraria economía insostenible que la bicefalia gobierno-grandes empresas había promocionado.
A partir de aquí comenzó el punto de no retorno. Comprometida una deuda pública con los mercados de capitales para salvar al mundo de los negocios, que por lo demás no es una deuda mayor que la de otras economías (64,9% del PIB frente al 78,8% del PIB de Alemania, por ejemplo), los prestamistas exigieron como garantía de pago que el gobierno metiera la tijera en los presupuestos del Estado. Y dicho y hecho, el país que casi más racionaba el gasto social de toda la UE a pesar de ostentar un PIB por habitante superior en tres puntos a la media de área, entró a saco en la misión de reducir el déficit. De la noche a la mañana, aquellos que habían jurado y perjurado que la crisis era una fabulación antipatriótica, pasaron su factura a los de abajo, y contribuyentes, pensionistas, funcionarios y trabajadores, sin comerlo ni beberlo, vieron lesionados sus derechos, prestaciones y retribuciones. De la noche a la mañana, la mejor banca del mundo, a decir del gobierno, se endeudaba con el Banco Central Europeo (BCE) en una cuantía que a junio de 2010 alcanzaba los 126.000 millones de euros.
Quizá nada ejemplifica mejor el saqueo que significa la gestión de la crisis por el gobierno (ex ante y ex post) que mostrar la irracionalidad e insostenibilidad de la reforma del mercado de trabajo aprobada por el ejecutivo. La premisa compartida por el tándem gobierno-empresarios es que los 4,6 millones de desempleados oficiales es una manifestación de la rigidez del mercado laboral. Que si dicho mercado se dejara a merced de la competencia, oferta versus demanda, se facilitaría espontáneamente el empleo, ya que siempre habría un precio-salario al que un empresario estaría dispuesto a contratar y un trabajador a emplearse. Es más, estas mismas fuentes aseguran que el actual sistema de cobertura de paro (e incluso la existencia de un salario mínimo obligatorio) desincentiva el empleo y es la causa de buena parte de la crisis de empleo de la economía. Y como colofón de todas estas supuestas trabas a la libre contratación afirman la imperiosa necesidad de reformar las pensiones para hacer frente al alargamiento del umbral de vida y el consiguiente aumento exponencial de las partidas dedicadas a sufragarlas.
Un argumentarlo que técnicamente parece correcto porque es el que machaconamente pregona todo el sistema dominante y porque camufla su intrínseca irracionalidad al fijarse en los efectos y no en las causas. Pero existe una olímpica trampa en ese paradigma. Es irracional combatir el paro estructural reformando la legislación para facilitar y abaratar el despido, que es lo que históricamente lleva ocurriendo en España desde los Pactos de la Moncloa en 1977 con las sucesivas reformas laborales. Lo justo y racional es promover un modelo de economía productiva que busque aumentar la inversión empresarial para dinamizar la productividad y la competitividad. Es irracional poner a dieta a los pensionistas que han capitalizado en un sistema de reparto su salario de jubilación durante su vida laboral porque el aparato productivo sólo compite destruyendo empleo. Lo lógico y racional es apoyar proyectos de desarrollo que pretendan el pleno empleo para que el número de cotizantes aumente y no se cuestionen las prestaciones sociales.
La falacia es de tal calibre que durante el discurso del Estado de la Nación del 14 de julio Zapatero justificó la ampliación del periodo de cálculo de la jubilación en la generalización por las empresas del despido en los últimos años de vida laboral de los trabajadores (sic). Junto al paro forzoso provocado por la archidemostrada ineficiencia del sistema en la asignación de recursos, donde existía una voluntariedad de jubilación más allá de los 65 años ahora nos decretan la obligatoriedad de trabajar hasta los 67 años porque en vez de ir al origen del problema del empleo el gobierno cómplice actúa sobre sus efectos legitimando y consolidando las prácticas de canibalismo social que lo provocaron.
No caigamos en la trampa por mucho que desde los púlpitos los sicofantes del sistema la bendigan. Como ha demostrado el profesor de economía David Anisi (La viabilidad del sistema público de pensiones. Universidad de Salamanca. Septiembre de 2003), tras los sofismas sobre la insostenibilidad de las pensiones públicas se oculta un simple pretexto para tratar de privatizarlo, tiene exclusivamente un carácter político, es pura ideología : “decir que el sistema de pensiones es inviable es parecido a decir que hay que eliminar el Ministerio de Defensa porque con los impuestos que pagan los soldados no da para cubrir los gastos”. Hay que tener claro lo que está en juego, y lo que está en juego es todo, porque una cesión en un derecho fundamental lleva a otra, y de esta a la siguiente y así sucesivamente hasta el expolio definitivo. Como advierte con rotundidad ética Anisi “de la misma forma que casi todos tenemos claro en nuestra Europa que no se debe volver a la esclavitud, ni a la práctica de la pena de muerte, ni al trabajo infantil, ni al analfabetismo, ni a la dependencia de los mayores, ni a otros espantos de los que con esfuerzo, dolor y mucha sangre vertida hemos ido escapando, no se puede volver, ni siquiera acercarnos, a ese sistema cruel, injusto e ineficiente donde el mercado se encarga de nosotros”.
Pero, claro, hablamos de una revolución. De un cambio que prima la cohesión social y la equidad sobre los privilegios y la desigualdad coercitiva. De una economía de bienes comunes frente a otra de medios privados y cotos cerrados. De un sociedad del bienestar y el conocimiento y no de tinglado para castas y medios de incomunicación sabuesos. De la institución de la democracia social y participativa como avance civilizatorio contra un entorno de despotismo oligárquico y pesebrismo. En suma, de un cambio de mentalidad que de ser asumido como programa vital por una parte representativa de la ciudadanía activa podría actuar como agente transformador.
Rafael Cid