Lo del Papa en Valencia ha sido una auténtica demostración de fuerza. No con divisiones blindadas sino con multitudes en perfecta formación y comunión. Como cuando Napoleón, otro genio del simulacro, desplegaba a sus vistosos húsares para acojonar al adversario. Pero al corso no se le rendía preventivamente el enemigo, como a Ratzinger.

Lo del Papa en Valencia ha sido una auténtica demostración de fuerza. No con divisiones blindadas sino con multitudes en perfecta formación y comunión. Como cuando Napoleón, otro genio del simulacro, desplegaba a sus vistosos húsares para acojonar al adversario.
Pero al corso no se le rendía preventivamente el enemigo, como a Ratzinger.

Ni mucho menos, le estaba permitido criticar la política de un país aliado delante de sus narices. Cosa que este inquietante Benedicto XVI se permitió hacer en suelo español ante la complacida mirada de los máximos representantes de la nación. Unos dirigentes que lejos de afear su impertinencia besaron su augusto y carísimo anillo, demostrando que la aconfesionaliddad que proclama el artículo 16 de la Constitución con la Iglesia ha topado.

No es que media España, o cuarto y mitad, siga siendo católica, mal que pese a los azañistas que sobreviven al “holocausto” laico perpetrado por el franquismo y sus herederos. Ni que la Iglesia católica, según reza el último estudio de la Fundación del BBVA, sea la institución menos valorada por los jóvenes universitarios, detrás incluso de las odiadas multinacionales. Lo pernicioso es que la octava potencial económica mundial siga siendo tierra de promisión para tamaña demostración de atavismo oscurantista e irracional. Prueba de que modernidad mercantil no significa prosperidad real. Con el respeto que merece el auténtico sentimiento religioso, no deja de sorprender contemplar en pleno siglo XXI el esperpento de gentes arrebatadas ante un “Santo Padre” que compite con éxito en el atrezzo con las mejores figuras de las ciencias esotéricas y el género chico.

Quizá por eso el anticlericalismo español tiene tanta consistencia política. Está en los genes del pensamiento ilustrado establecer cruz y raya con la institución que, desde posiciones pretendidamente espirituales, más ha hecho por refirmar a la reacción política, cívica y social en España. Aparte de bendecir, llegado el caso, a quienes desde los visigodos hasta los borbones reinantes tomaron la iniciativa de perseguir a sangre y fuego a todo bicho viviente que osara no acogerse a sagrado. La historia de España desde la entronización de Recadero en la doctrina de la “única religión verdadera” es la de sus múltiples cruzadas y degollinas. Posiblemente no hay en toda Europa, salvo en pía Polonia, una Iglesia tan montaraz como la española. Y ni siquiera, porque al fin y al cabo, la polaca se jugó el tipo en la resistencia contra nazismo y estalinismo. Mientras que nuestras oriundas e inquisitoriales sotanas siempre ha estado con el poder y contra las libertades.

La Segunda República selló su sentencia de muerte cuando un parlamento de burgueses bienintencionados aprobó el artículo 26 de una Constitución que preveía sacar de las garras de curas y órdenes religiosas a la enseñanza, declarando territorio racionalista a la instrucción pública. Y ahora vuelta a las andadas, con renovada contumacia y usando como ariete a la nueva CEDA que representa esa coalición de neofranquistas irredentos y centristas neocoms que es el Partido Popular. Aunque el socialismo de Rodríguez Zapatero como el de los Besteiro, Prieto y Largo Caballero permanece en la inopia. Aún confían en la providencia divina y creen que la paz social bien vale una misa, aún a costa de malbaratar la democracia de mínimos que disfrutamos. Por eso siguen jurando y prometiendo sus cargos como ministros ante una biblia y un crucifijo. ¡Como Dios manda !


Fuente: Rafael Cid